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Articulo
Cuadernos del Sur. Filosofía
versión impresa ISSN 1668-7434
Cuad. Sur, Filos. n.34 Bahía Blanca 2005
Itinerarios de la razón práctica
Marcela Zerpa
Universidad Nacional de Salta - CONICET
E-mail: mzerpa@unsa.edu.ar
Resumen
Las líneas actuales del debate ético se preguntan hasta dónde sostener aún el fundamento de la ética de la Modernidad, entendido como sujeto, cogito o razón, o plantear un campo problemático novedoso respecto de aquella racionalidad que se fundaba en el Sujeto.
Pero ¿es posible un 'regreso' al paradigma moderno sin sucumbir al formalismo kantiano? ¿O, por el contrario, es deseable 'edificar' un pensamiento verdaderamente alejado de las certezas del cogito moderno?.
A partir de estos interrogantes se compararán algunas líneas de pensamiento del discurso ético moderno con el estallido de discursos éticos contemporáneos, a fin de establecer si el siglo XX ha podido 'edificar' o no un 'giro' novedoso respecto de la Modernidad.
Palabras claves: Sujeto; Razón Universal; Comunitarismo; Debate Ético.
Abstract
The present trends of the ethical debate wonder up to where they will support the foundations of the Ethics of Modernity, understood as subject, cogito or ratio, or if they must make new enquiries into this rationality founded on the Subject.
But is it possible to return to the modern paradigm without yielding to the Kantian formalism? Or, on the contrary, is it desirable to build a thought truly far away from the certainties of the modern cogito?
From these questions some lines of thought of the modern ethical discourse will be compared with contemporary ethical discourses in order to establish whether the XXth century could build a new perspective as regards Modernity.
Key words: Subject; Universal Reason; Contemporary Ethical Debate; Communitarianism.
Para la Modernidad la ética es afirmación del sujeto. El cogito moderno simboliza y expresa un 'movimiento', un cambio. Frente al mundo dado, de modelos idénticos a sí mismos, eternos e inmutables del Medioevo, la Modernidad duda de todo, pero encuentra 'lo evidente', la certeza indudable, el fundamento incuestionable en el sujeto; desde allí construye el edificio de la ciencia, de la ética y de la política.
Pero desde hace ya algún tiempo el sujeto moderno ha sido cuestionado como fundamento sólido. Aquel sujeto que 'sujetaba', que sostenía el orden moral, político y científico necesita ser sujetado por el hombre contemporáneo, para quien, como afirmara Nietzsche, se ha borrado el horizonte.
Las líneas actuales del debate ético se preguntan hasta dónde sostener aún el fundamento de la ética de la Modernidad, entendido como sujeto, cogito o razón, o plantear un campo problemático novedoso respecto de aquella racionalidad que se fundaba en el Sujeto.
Pero ¿es posible un 'regreso' al paradigma moderno sin sucumbir al formalismo kantiano? ¿O, por el contrario, es deseable 'edificar' un pensamiento verdaderamente alejado de las certezas del cogito moderno?.
A partir de estos interrogantes se compararán algunas líneas de pensamiento del discurso ético moderno con el estallido de discursos éticos contemporáneos, a fin de establecer si el siglo XX ha podido 'edificar' o no un 'giro' novedoso respecto de la Modernidad.
Paradigmas éticos de la Modernidad
El cogito moderno no sólo conoce, también actúa. El principio fundante del buen sentido, de la acción sensata, moralmente correcta, se encuentra en el sujeto. Así , quien da razones para actuar es el cogito. Pero a éste se le planean dos problemas. Según Descartes, cuando quiero actuar no puedo despojarme fácilmente de la confusión y el error, pero la urgencia de tener que decidir impele a actuar rápidamente, por lo cual me veo obligado a construir una 'moral provisoria' y de este modo seguir las costumbres de mi nación, el modelo del hombre prudente. Luego habré de construir una moral segura. Cuando actúo, según Descartes, también 'padezco'. ¿Es posible, entonces, dominar las pasiones?. La acción moral devela, pues, que el sujeto no es roca firme, fundamento incuestionable.
Por otro lado, el sujeto no sólo padece sino que también interactúa con otros sujetos, es decir, establece un vínculo social que no es natural, como para los antiguos. Así, el problema radica en que el sujeto de la acción moral, a diferencia del sujeto de la ciencia, no puede definirse como universal.
A partir de esta otra 'certeza' a la que arriba Descartes se abren en la Modernidad dos líneas de pensamiento respecto a la problemática ética: una basada en el deseo y la otra en la ley. A la primera pertenecen filósofos como Hobbes y Spinoza, en la segunda se encuentran, entre otros, Kant y Locke.
Hobbes hace depender el 'bien' y el 'mal' del interés individual; no existe un fin último que los hombres persigan y en relación al cual se determinen las categorías morales de lo bueno y lo malo, sino que los hombres llaman 'bueno' a aquello que es objeto del deseo, y 'malo' a aquello que provoca aversión. De este modo, la felicidad consiste en un continuo progreso del deseo, deseo ante todo de autoconservación.
Hobbes defiende la noción de un sujeto que es deseo infinito, lobo del mismo hombre, guerra de todos contra todos, pero que a la vez es autor del Estado. Se trata, entonces, de constituir un orden social desde el deseo de autoconservación, pues la razón no alcanza. La razón sólo puede 'calcular' qué es mejor para la autoconservación, establecer la ley natural. La razón es tan natural como la pasión, por lo que no posee ninguna superioridad sobre ésta; al contrario, la razón debe estar al servicio del deseo. Y puesto que el deseo principal del hombre es obtener la paz a fin de conservar la vida, y ello es imposible en el 'estado de naturaleza', es necesario ingresar al 'estado civil' mediante el pacto social. El orden social se funda, entonces, en el deseo. La autoconservación hace posible el hecho de vivir en paz, el comercio, el arte, en síntesis, el orden social. El orden es, entonces, deseo infinito, no porque se identifique con la naturaleza sino con el sujeto.
Para Spinoza el individuo es potencia, esfuerzo por perseverar en el ser. Esta potencia es el modo en que la potencia infinita de Dios se expresa en cada individuo de la naturaleza, incluido el hombre. En efecto, el hombre comparte con los demás seres ese 'conatus', pero en él se hace autoconsciente. Esta conciencia, sin embargo, no debe entenderse como un privilegio del hombre sobre los demás seres de la naturaleza; el deseo es, simplemente, el modo que tienen todos los seres de perseverar en la existencia. No se trata, entonces, de una conservación sino de una perseverancia en el ser.
Todos los seres, dice Spinoza, tienden a incrementar esta potencia; así, todo aquello que procure tal aumento de potencia será útil para el individuo. El ser es, entonces, inseparable del poder, y este poder se identifica con la 'realidad' y con la 'perfección' que puede alcanzar cada ser.
Entiende Spinoza que la unión de individuos provoca un incremento de poder, por ello el Estado es más potente y más perfecto que el individuo aislado. Sin embargo el incremento de poder al que tiende cada ser a través de la actividad no puede calificarse de 'buena' o 'mala', no pueden aplicarse categorías morales a esta tendencia natural; de allí que la virtud sólo sea eficacia: es bueno aquello que contribuye a aumentar el poder. La potencia es, entonces, el criterio último de 'lo bueno'.
Identifica así Spinoza a la virtud con esta potencia que es deseo. En su Ética afirma que no nos esforzamos ni queremos cosa alguna porque la juzguemos buena, sino que la juzgamos buena porque la queremos, la deseamos o nos esforzamos por ella. Y a esto le acompaña el sentimiento de la alegría, índice entonces de lo que consideramos 'bueno'.
Por todo ello la voluntad no es libre sino que está determinada por el deseo, pero además se identifica con el entendimiento. Así, sólo se es libre si se posee una intelección, un conocimiento acabado de las necesidades, es decir, de aquello que es causa de nuestras acciones. La necesidad es, entonces, el principio interno que constituye al individuo y tiene como guía nada menos que a la razón. La libertad consiste, así, en la interiorización de la necesidad.
Para Locke existen tres tipos de leyes: la ley divina, la ley civil y la ley de opinión o estimación social. El concepto de 'ley 'se encuentra ligado al de 'sanción': la ley tiene fuerza por la sanción, es decir, por la pena o castigo que ella conlleva. Dios es el sancionador universal. La ley divina, que es igual a la ley natural, estipula lo que es deber y lo que es pecado, la ley civil lo que constituye o no un delito, y la ley de opinión separa las acciones en virtudes o vicios. Ahora bien, dado que una misma acción puede ser calificada de manera diferente según se la juzgue desde la ley divina, desde la ley civil o la ley de opinión, la 'utilidad' se convierte en el criterio de la moralidad .
En el estado de naturaleza la libertad sólo se somete a la ley divina o natural. Si bien Locke identifica a la ley natural con la razón, es Dios quien otorgó al individuo tal facultad, por lo cual ley divina es sinónimo de ley natural.
Para Locke es clave el concepto de 'libertad'. El hombre del estado de naturaleza sólo se somete a la ley natural que establece que nadie debe dañar la salud, la vida, la libertad o la propiedad de los otros. El estado de naturaleza es, entonces, un estado de libertad dentro de los límites de la ley natural. En efecto, el hombre tiene libertad de actuar, libertad que funda la obligación jurídica y el orden moral, y que es concebida por Locke como una potencia o facultad del individuo, y no como elemento constituyente de la voluntad. La libertad es poder para transformar lo común en propio: el trabajo, la naturaleza, en síntesis, permite gozar de la propiedad privada. A través del trabajo el hombre le agrega algo suyo a aquello que extrae de la naturaleza; así lo convierte en su propiedad, excluyendo a los demás del derecho a poseer lo mismo que él. Pero a través del trabajo el sujeto se trabaja también a sí mismo, se autorrealiza mediante la apropiación de la naturaleza. La obligación a la ley divina es esta autorrealización. Así, el miedo no es a la guerra de todos contra todos sino al 'despojo', que implica también despojarme de mi libertad. El derecho de propiedad es, por ello, inalienable. El Estado debe resguardar los derechos, lo propio de cada individuo, debe ser, pues, garante de la propiedad privada. La justicia consiste, entonces, en que cada uno posea lo suyo, el producto de su trabajo individual. La sociedad civil se funda de este modo para Locke en la propiedad privada, la que a su vez es condición de la libertad; y el goce de esa libertad, aún cuando se someta a una autoridad exterior, está garantizada por el Pacto Social.
Esta línea de análisis es profundizada por Kant, para quien el legislador se encuentra en la propia razón. Kant concibe su ética en términos trascendentales, consagrando así un punto de vista que permite dar cuenta del hecho moral. Los imperativos de la razón pura obligan al individuo en términos de deber. Frente al mundo 'irracional' de las inclinaciones, defiende la validez absoluta de un 'deber ser' que se impone sobre la voluntad con la fuerza de un imperativo. Este imperativo, ley de la razón, ha de ser válido para todo ser racional. Así, el principio subjetivo de la acción debe poder convertirse en principio objetivo, es decir, en ley universal; el yo trascendental ha de reinar sobre el yo empírico, el universo de lo nouménico sobre el universo de lo fenoménico.
La ley moral expresa una formalidad a la que han de someterse las acciones concretas si quieren ser llamadas 'morales'. La universalidad y la pureza de la ley moral residen justamente en esta formalidad.
Ahora bien, la ley moral tiene su origen en la voluntad; así, la libertad de la voluntad es autonomía de la razón. Es la voluntad autolegisladora la que impone el principio formal que se erige en ley suprema de la moralidad. Es ésta la expresión máxima de la autonomía del sujeto. La libertad se funda, pues, en la obediencia a las leyes de la razón.
Estas dos líneas pensamiento, la que se basa en el deseo y la que inscribe la moralidad en la ley, son criticadas tanto por el idealismo alemán, como por el materialismo histórico, el positivismo, etc., pero es Nietzsche quien emprende una crítica radical a la moral. La conciencia es, dice Nietzsche, la voz del rebaño en nosotros. Los ideales morales que se fabrican en un oscuro taller que apesta a mentiras, como afirma en la 'Genealogía de la moral', son expresión de intereses inconfesables, su universalidad es falsa, pues han nacido del resentimiento de las voluntades débiles y reactivas. Así han negado 'esta vida' en nombre de la 'otra vida'. Esta moral de lo trascendente ha hecho nacer en el hombre la conciencia de la culpa y la deuda frente a lo divino.
Por todo ello es necesario declarar la muerte de Dios, aún cuando los hombres no puedan ni entender ni aceptar esta gran verdad. Este anuncio del acto más grande que hubo en el mundo debe significar la ruptura, el quiebre, la fragmentación del mundo y de los discursos; el hombre debe poder asumir la provisionalidad, el azar, no querer la inmortalidad sino el instante, el eterno retorno de lo mismo. Ello requiere pensar el mundo con categorías nuevas, más artísticas y menos metafísicas, provocar una transvalorización, dejar atrás las dicotomías morales, en síntesis, afirmar gozosamente la existencia.
Este 'desenmascaramiento' de los fundamentos de la moral que llevó a cabo Nietzsche imprimió un golpe demoledor a la ética, a punto tal que a partir de entonces toda búsqueda de una verdad moral parecía 'sospechosa'.
El siglo XX asistió, sin embargo, a un renacimiento de la filosofía moral. Tras la crisis de fundamentos que asestó a la filosofía, retornó cierto 'optimismo antropológico' por el cual algunos filósofos, sobre todo los que se inscriben dentro de la corriente analítica, elaboraron teorías éticas que recuperan elementos del proyecto ético moderno, sobre todo del legado kantiano.
¿Cómo interpretar, pues, esta reconstrucción contemporánea de la filosofía moral?. ¿Añoranza de certidumbres? ¿Necesidad de justificaciones últimas? ¿Anhelo de absolutos?. Parece que sigue siendo cierta la afirmación nietzscheana de que "la moral es una mentira necesaria para no sentirnos desgarrados" (Nietzsche, 1967:40). Somos aún demasiado 'modernos'.
Discursos éticos contemporáneos
1. John Rawls: Justicia, Liberalismo y Razón Universal
A partir de los años setenta se produce una vuelta a la teoría del contrato social en el intento de encontrar justificaciones en el campo de la ética; la teoría contractual se ofrece como modelo para establecer una concepción de la justicia que supere las deficiencias del utilitarismo y sirva de renovación ideológica a las políticas socialdemócratas.
Dentro de este contexto la obra de Rawls se ocupa del problema de la fundamentación racional de los principios de justicia. Este problema de filosofía moral y política debe situarse dentro del contexto de un problema mayor: el de los límites de la razón. Si bien Rawls no defiende un concepto enfático de razón, ello no implica, sin embargo, que realice un abandono de los ideales ilustrados. No se trata, por cierto, de un cambio de paradigma, de un abandono de la filosofía de la conciencia; Rawls pertenece a un paradigma que defiende aún un concepto monológico de razón, la noción de un sujeto autocentrado.
El problema que ocupa a Rawls es, entonces, el de la legitimación del orden sociopolítico. Para responder a este problema clásico, recurre Rawls a la clásica teoría del contrato social. Realiza, así, una toma de posición respecto del liberalismo y sus presupuestos epistemológicos, políticos y morales.
Afirma Rawls que su teoría de la justicia como equidad es una concepción política y no metafísica, sin pretensiones de validez universal, o pretensiones referentes a la naturaleza de la persona; si bien una concepción política es, de hecho, también una concepción moral, tiene un ámbito de aplicación concreto: las instituciones políticas, sociales y económicas. La justicia como equidad es una concepción política ya que fue concebida para aplicarse a la estructura básica de las democracias constitucionales modernas, es decir que tiene su origen en una tradición política determinada.
Rawls parte del supuesto de que en los dos últimos siglos no hubo un acuerdo respecto al modo en que las instituciones democráticas deben articularse para asegurar a los ciudadanos el goce de los derechos y libertades básicas, y responder a sus demandas de igualdad. El desacuerdo constituye un conflicto entre la tradición democrática asociada a Locke, que otorga mayor importancia al valor 'libertad', y la tradición asociada a Rousseau, que otorga mayor importancia al valor 'igualdad'.
Una concepción de la justicia debe poder encontrar una base pública de acuerdo político respecto a la forma más adecuada de realizar los valores de la libertad y la igualdad. Esta concepción puede organizarse, para Rawls, en torno a la idea fundamental de que la sociedad es un sistema equitativo de cooperación social entre personas libres e iguales.
El carácter procedimental de la teoría de Rawls se evidencia en escritos como "El constructivismo kantiano en teoría moral" (1986), donde declara al constructivismo kantiano como método de la ética, método o procedimiento que permite que los agentes de construcción racional puedan establecer a través de un acuerdo los principios de justicia en una sociedad.
La justicia como equidad intentará interpretar adecuadamente las ideas de libertad e igualdad, latentes en el sentido común, y para ello Rawls formulará tres concepciones modelos de la justicia como equidad: la sociedad bien ordenada, la persona moral y la posición original.
Acerca de la posibilidad de una ética universal
Rawls defiende la primacía del punto de vista cognitivo-abstracto que mediante la ficción de la posición original cree garantizar la imparcialidad y la objetividad de normas racionales que permiten realizar los valores de la libertad y la igualdad.
Pero este universalismo formalista ¿no constituye, acaso, una simplificación ficticia de la experiencia moral?; ¿qué operatividad tiene esta razón universal en la práctica?. Las situaciones conflictivas no son posibles de resolver apelando a esta conciencia universal y objetiva, capaz de garantizar principios morales imparciales. Éstos se muestran poco operativos en el obrar concreto. Como pregunta Victoria Camps:
En la práctica (...) ¿hay una visión desinteresada? ¿Puede haberla?. Es más: ¿interesa una perspectiva liberada de afectos, simpatías, odios, temores, esperanzas? (...). La teoría ética ha de asumir e integrar en su seno la indeterminación, la duda, la deliberación como uno de los momentos necesarios de la argumentación moral. En lugar de ocuparse en asegurar el desenlace satisfactorio de la duda o el conflicto, en lugar de indicar las notas de la preferencia racional, la teoría ética debería ponderar y potenciar ese instante de indecisión (...) (Camps, 1983:68-69).
Habrá que preguntarse, por otro lado, si este universalismo formal y abstracto no legitima, además, etnocentrismos culturales, si es posible universalizar en materia de justicia. ¿Cómo respetar las singularidades, las diferencias, sin legitimar a la vez formas sutiles de exclusión?
¿Se puede, entonces, mediante puntos de vista morales abstractos, tomar distancia de la propia tradición, de la propia singularidad histórica?. ¿Es posible evitar imponer la propia tradición moral, histórica y concreta, sobre otras tradiciones morales, históricas y concretas?. ¿Cómo respetar en este mundo globalizado, la diversidad, el multiculturalismo de tradiciones morales?
El liberalismo cree posible que el individuo se coloque más allá de la trama de situaciones socio-culturales efectivas, y postula un sujeto racional ficticio que emprende la tarea de constituir una comunidad ideal que, mediante el uso de la razón, garantice la imparcialidad moral:
(...) el liberalismo sostiene, en el fondo, la ilusión de un mundo sin pasiones, de un orden racional destinado a homogeneizar las diferencias y a simplificar la complejidad, y que, como mucho, enarbola el principio de la tolerancia abstracta frente a la inocultable existencia de la diversidad y el pluralismo. Un mundo en el cual el amenazante y desgarrador desamparo del individuo fue compensado mediante la omnipotencia de la razón y el cuasi naturalismo del Estado moderno" (Reigadas, 1998:48).
Habrá que seguir desconfiando, entonces, de esta razón universalista y universalizante, que se pretende imparcial y desinteresada, y defender una racionalidad más 'relajada', menos trascendental, que no imponga sentidos únicos, que asuma la indeterminación, la incertidumbre, la finitud y la precariedad de nuestra existencia.
2. Comunitarismo: acerca de la recuperación de la virtud y la tradición
De impronta kantiana e ilustrada, el neocontractualismo de Rawls, la ética dialógica de Habermas y Apel, entre otros, son ejemplos del resurgimiento en los años setenta del proyecto normativo de la Modernidad. A partir de los años ochenta se va consolidando un movimiento de raíces aristotélicas y hegelianas que señala no sólo los límites del proyecto moderno retomado por las éticas racionalistas y cognitivistas de los setenta, sino también la imposibilidad de elaborar principios de justicia sin una concepción subyacente del bien. Se cuestiona, así, la supuesta 'neutralidad' de las éticas procedimentales, denunciando cómo todo procedimentalismo descansa sobre supuestos materiales y normativos. Se retoman, entonces, aspectos de la crítica romántica a la Ilustración y se emprende la búsqueda de una moral sustantiva que supere la vaciedad procedimental de las éticas modernas.
Recuperando el legado aristotélico, algunas de estas críticas asumen una posición contra-moderna, asociada a posiciones políticas neoconservadoras; otras pretenden retomar desde Aristóteles algunos aspectos del proyecto normativo moderno, previo análisis de algunas de sus 'insuficiencias'.
El neoaristotelismo conservador se desarrolla en autores germanos como Robert Spaemann, Eric Vogelin, Joachim Ritter; dentro del segundo grupo se encuentran autores como Michael Walzer, Charles Taylor y Alasdair MacIntyre.
Lo 'justo', lo 'bueno' y la tradición
En su crítica al proyecto normativo moderno los neoaristotélicos resaltan la dificultad de aplicar los principios y normas exclusivamente racionales a las situaciones concretas; estos principios y normas son indiferentes a las singularidades contextuales, por lo que no serían operativos a la hora de tomar decisiones morales concretas.
Las éticas modernas exigen la adopción de un punto de vista moral objetivo que permita situarse fuera de la vida moral concreta, y poder establecer así principios morales universales. Pero ocurre que los juicios prácticos tienen un carácter contextual y no a priori o trascendental. En este sentido la noción de phrónesis sería más adecuada y compatible con la esencia de la vida moral, y exigiría una moral sustantiva frente a los procedimentalismos modernos. Se trataría, entonces, de encontrar un punto medio entre la Sittlichkeit hegeliana y la Moralität kantiana.
Otra crítica recurrente que los neoaristotélicas dirigen a las teorías racionalistas modernas es que éstas no pueden dar cuenta de los sentimientos o deseos de los agentes morales. Reivindicarían, entonces, la preeminencia de la sensibilidad frente a la razón.
La Modernidad escindió lo justo de lo bueno, pero creen los comunitaristas que lo justo no sería, sino, una forma del bien, y éste último tendría una inexorable referencia contextual; el punto de vista ético quedaría así determinado por las concepciones concretas de lo bueno. No sería válida, entonces, la división que la Modernidad realizó entre lo justo, considerado como lo público, lo universal y lo imparcial, y lo bueno, considerado como lo privado, lo particular, y sería éste en última instancia quien determinaría las concepciones de lo justo que de hecho aplicamos en nuestra vida concreta.
Las críticas neoaristotélicas parecerían contener implícito un relativismo de base: ¿cómo legitimar nuestros juicios morales referentes a otros contextos con concepciones diferentes acerca de 'lo justo' y de 'lo bueno'?
MacIntyre, desde su posición contramoderna, apela a la noción de tradición. Sería, entonces, desde el relato del origen de la identidad moral de una sociedad como podemos comprender o hacer inteligible no sólo la propia identidad moral, sino también identidades morales diferentes a la nuestra. La tradición actuaría también como un elemento legitimatorio del presente, y señalaría nuestra limitación para comprender otras tradiciones. El límite de la comprensión moral sería, pues, la propia tradición. Toda concepción de lo justo remitiría, entonces, a su contexto de génesis; la razón práctica, lejos de ser una razón universal, estaría determinada por la historia de una comunidad concreta y singular.
MacIntyre señala, entonces, el fracaso del proyecto ético moderno, que desde una supuesta razón práctica universal, capaz de establecer principios morales imparciales, no puede dar cuenta de la complejidad del hecho moral.
Considera MacIntyre que es imprescindible recuperar la noción aristotélica de virtud, y a partir de ello hacer inteligible nuestra pertenencia comunitaria concreta, y rehacer nuestro lenguaje moral. Se trataría, pues, de diseñar un modelo sustantivo de moral que supere el procedimentalismo moderno.
Con un planteo similar el alemán Hans Schnädelbach defiende un retorno a la phrónesis aristotélica, lo cual implica una crítica a la pretensión de universalidad moral de las éticas modernas. La ética de la phrónesis implicaría la imposibilidad de establecer principios morales universales, de una fundamentación última más allá de la moral concreta de una sociedad. Para Schnädelbach la Modernidad convirtió la phrónesis en el juicio práctico de una razón universalizadora. Las éticas modernas, principalmente las de corte kantiano, no llegan a dar cuenta cabal del entramado concreto de nuestra vida moral y sus conflictos. La vida moral no se deja reducir a aquel punto de vista externo que define a las filosofías morales del racionalismo ilustrado, sino que, por el contrario, exige la aceptación de una pluralidad de concepciones de 'lo bueno' y de 'lo justo'. Las éticas modernas distorsionan nuestra concepción de la vida moral y convierten la moralidad en un mero conjunto de mandatos y obligaciones. La posición de Schanädelbach no tiene sólo un componente antiutópico en su defensa de la tradición como fundamento de aquello que consideramos bueno, sino que está vinculado a movimientos alemanes políticamente conservadores.
Para Williams las teorías éticas señalarían un 'límite' a nuestra vida moral concreta, límite que también existe en las posiciones aristotelizantes que encuentran el fundamento moral en una concepción teleológica de la naturaleza humana. Para Williams la ética no es posible sin una serie de conceptos densos, como los de traición, crueldad, etc., los cuales surgen a partir de la cultura moral y las prácticas concretas de una comunidad, y proporcionan razones para actuar.
Como es evidente, las críticas neoaristotélicas tienen un alcance sociopolítico concreto: se trata de sostener las tradiciones comunitarias concretas, y elaborar un lenguaje moral sustantivo, capaz de resolver los conflictos morales que pudieran surgir en una comunidad.
Por su parte Taylor señala que se deben buscar las fuentes del sí mismo, de la propia identidad, y que ello es posible a partir de una 'relectura' de la Modernidad. Encuentra, así, un nexo entre 'reconocimiento' e 'identidad', ya que ésta última se moldea a partir del reconocimiento o no que los otros hacen de quien soy.
Según Taylor fue a partir del derrumbe de las jerarquías sociales, base del honor, como surgió la preocupación moderna por la identidad y el reconocimiento; frente al honor, noción intrínseca al régimen monárquico, la Modernidad consagra la dignidad universal e igualitaria de todos los seres humanos como concepto definitorio de toda cultura democrática. La democracia moderna desembocó entonces, según Taylor, en una política del reconocimiento igualitario, que en la actualidad toma la forma de una exigencia de igualdad para las culturas y los sexos.
Pero según Taylor sólo es posible comprender el nexo entre 'identidad' y 'reconocimiento' a partir de la aceptación del carácter dialógico de la condición humana. En efecto, nuestra identidad se define a través del lenguaje, entendido como el modo de expresión que incluye las palabras, el arte, los gestos y los sentimientos. La identidad se define, pues, en el diálogo, incluso en aquel diálogo interior que continúa cuando los otros están ausentes; se vincula entonces, en última instancia, al reconocimiento de los otros.
Es en la Modernidad, pues, cuando la identidad ligada al ideal de autenticidad deja atrás la identidad socialmente derivada, relacionada al reconocimiento en base a las jerarquías sociales, asentadas en el honor. Se fue formando así una 'cultura' del reconocimiento igualitario, basado en el ideal de autenticidad, y que constituye el modo de ser más propio de una sociedad democrática. La negación de este reconocimiento en el plano social constituye, según Taylor, una forma de opresión.
Pero el liberalismo como expresión máxima de la política de la dignidad igualitaria ¿constituye en realidad un 'terreno neutral' que alberga la diversidad cultural?. Según Taylor no puede atribuirse al liberalismo una completa neutralidad cultural, pues el liberalismo es también un credo combatiente. Frente a la 'porosidad' que conlleva el multiculturalismo, el desafío consiste para Taylor en establecer un límite a la tolerancia de lo diferente; límite que implica el no comprometer los principios políticos fundamentales del liberalismo.
El problema es nuevamente el del 'reconocimiento': se trata de reconocer o no el igual valor de las culturas diferentes y considerar legítimas o no sus demandas dentro del terreno político. El reconocimiento de lo otro pasa entonces, según Taylor, por lo que Gadamer llama 'fusión de horizontes'; fusión que implica poder desplazarse por terrenos más vastos, desarrollar nuevos vocabularios de comparación, capacidad para expresar los 'contrastes', para albergar 'lo extraño', lo que no implica en ningún caso la emisión de juicios condescendientes acerca del 'valor igualitario' de lo otro.
¿Hay lugar para el comunitarismo en el universo de la 'pantopía'?
La recuperación de la noción aristotélica de 'virtud' se encuentra ligada a la 'rehabilitación' de una concepción sustantiva de moral que defina lo bueno en el contexto de una comunidad moral concreta, y ligado a prácticas determinadas que permitirían la realización de aquel 'bien'. Por oposición a puntos de vistas morales abstractos, universales, y meramente procedimentales, el comunitarismo realiza una defensa de las tradiciones morales concretas, de formas de vida peculiares, de la singularidad e inconmensurabilidad de tradiciones morales, donde la comunidad se autolegitima por sus tradiciones y valores. Los comunitaristas defienden el carácter situado de la razón, una noción fuerte de comunidad, algunos de ellos, incluso, una idea premoderna, prerreflexiva de tradición, un contextualismo historicista extremo. ¿Condenan con ello al individuo a quedar 'encerrado' dentro de los límites de la propia tradición?. Al respecto señala Carlos Thiebaut que no es posible ya una concepción irreflexiva e inmediata de la 'tradición', pues:
"la constitución de esa misma noción tiene que realizarse sobre el supuesto de la forma de vida moderna reflexiva y de sus diferenciaciones normativas, sus estructuras procedimentales de resolución de conflictos, etc. (...). No puede entenderse una idea homogénea de comunidad moral si no es a partir de una ya inevitable diferenciación que exige nociones de respeto a la diferencia y a las minorías, es decir, que requiere las nociones modernas de tolerancia y de dignidad del individuo" (Thiebaut, 1992: 46).
En síntesis, la Modernidad no ha pasado en vano.
El comunitarismo acusa a las éticas racionalistas modernas de consagrar puntos de vista morales 'exteriores', 'ajenos' a los propios sujetos. Pero ¿toda crítica al formalismo y al racionalismo del programa ético moderno conduce necesariamente a posiciones antimodernas?.
Thiebaut afirma que para los defensores del liberalismo esa recuperación de las nociones de 'virtud' y de 'bien' no deben necesariamente oponerse al programa liberal, que fue diseñado en vistas de la diversidad moral propia de las sociedades modernas. El liberalismo contemporáneo reivindica una de las verdades más caras a la Modernidad: que la complejidad de las sociedades desarrolladas pone en crisis los supuestos fundamentales del consenso social -similitud de creencias morales y religiosas, igual acatamiento a las instituciones y a las leyes en todas las capas sociales- , de tal forma que no es posible ya una concepción monolítica del bien. Los sujetos de las sociedades complejas establecen una relación parcializada y no absoluta con los sistemas normativos:
Cuando somos miembros de mundos normativos distintos no somos ya sujetos normativamente uniformes, sino sujetos complejos y plurinormativos (...); el viajero de muchos mundos morales (como lo somos la mayor parte de los ciudadanos de las sociedades desarrolladas) no puede creer que los límites del mundo son los límites de su bosque natal (Thiebaut, 1992:180).
Así, la 'verdad' del liberalismo consiste en mostrar que el reconocimiento de la multiplicidad de sistemas morales y de concepciones de lo bueno propio de las sociedades democráticas contemporáneas tiene como consecuencia necesaria la neutralidad y la imparcialidad en la esfera pública.
El comunitarismo se enfrenta, entonces, al problema de la complejidad social creciente, y de cómo dar cuenta de una noción densa de comunidad, que se constituye en el sujeto moral colectivo a partir del cual se establecen las categorías valorativas de lo bueno.
Por otra parte, si las concepciones de lo justo y de lo bueno tienen como definición contextual a la propia comunidad de pertenencia ¿se señalaría con ello el límite de la comprensión de una Weltanschauung diferente? La crítica a la concepción 'desarraigada', excesivamente formalista y abstracta del sujeto moral del liberalismo ¿conlleva la defensa de un conservadurismo moral y político?. ¿Cabría pensar, entonces, en una 'rehabilitación' de las nociones del bien, de lo justo y de la virtud que recupere las formas ordinarias del discurso moral de una comunidad, sin rechazar por completo el programa normativo de la Modernidad? .
¿Pueden concebirse aún sujetos 'sujetados' a formas monolíticas del bien, a una historia común, a una tradición moral concreta?
En un mundo plural, definido por la complejidad multicultural pareciera casi imposible sostener un concepto fuerte de comunidad, entendida como el espacio de identificación con la tradición y con formas compartidas del bien común.
Entonces, frente al desarraigo, la indiferencia, la incertidumbre que nos impone nuestro presente globalizado, que pone 'en jaque' la identidad individual y colectiva, ¿podrá rescatarse alguna forma de bien común, de sensibilidad colectiva, de experiencias morales afines, que nos rescaten del "desamparo moral"?. ¿Podremos escapar de este universo de la Pantopía de la que nos habla Serres -"todos los lugares en cada lugar y cada lugar en todos los lugares, centros y circunsferencias, relación global" (Serres, 1994:124) - y jugar el 'propio juego moral'?
Conclusiones
La contemporaneidad nos presenta un abanico de propuestas en el ámbito ético, desde 'retornos' al paradigma moderno a partir de un nuevo criterio trascendental, pasando por 'recuperaciones' del contractualismo que intentan escapar del formalismo universalista, hasta el 'rescate' de las tradiciones morales de una comunidad dada. Pero habría que preguntar hasta qué punto el panorama ético contemporáneo ha logrado plasmar un 'giro' novedoso respecto del paradigma ético moderno. La rehabilitación de la filosofía moral a la que asistió el siglo XX ¿implicó un cambio de paradigma, un abandono de la filosofía de la conciencia?, ¿o, por el contrario, se trata sólo de una 'relectura' poco innovadora de los modernos?. Pareciera que después de Nietzsche ninguna crítica ha sido lo suficientemente demoledora como para provocar una nueva 'crisis' de la Razón.
Siguiendo la distinción que realiza Esperanza Guisán respecto de las normas, podríamos calificar a las teorías éticas en 'compulsivas' y 'liberadoras'. Dentro de las primeras se encontrarían aquellas que defienden el rigorismo, una racionalidad excesiva, desmesurada, la tranquilizadora promesa de un mundo racional, la solidez de un sistema trascendental, las soluciones definitivas; dentro de las segundas se ubicarían aquellas éticas que gustan de la vida, que no escinden, que asumen la precariedad, las vacilaciones, la fragmentación, la falta de significados, la ausencia de sentidos últimos, que no desprecian la contingencia, la duda, el desconcierto, que asumen la provisionalidad de sus postulados, la precariedad de sus principios.
El panorama ético contemporáneo pareciera estar necesitado de 'éticas liberadoras'; resuenan aún los ecos de una razón totalizadora o, al menos, de una razón que pretende ofrecer todavía soluciones cuasi definitivas.
Pero después de Nietzsche, Marx, Wittgenstein o Sartre, representantes de la filosofía de la sospecha, parece que es ya 'inadmisible' todo pensamiento trascendental en ética, que no es lícito postular perspectivas pretendidamente 'imparciales', respuestas totalizadoras, que la razón práctica está obligada a un cambio obligado de rumbo.
La consecución de la vida buena impele a buscar nuevos horizontes éticos que alberguen la complejidad, la incertidumbre y la contingencia de nuestras experiencias morales, y hagan posible un nuevo ejercicio de la razón práctica. Como señalara Victoria Camps, hay que pensar modelos desde el escepticismo y la desorientación que constituyen el aire que respiramos. Esta es aún una tarea pendiente para la Ética.
Referencias bibliográficas
1. Camps Victoria, La imaginación ética, España, Seix Barral, 1983.
2. Nietzsche Frederick, Humano, demasiado humano, Bs. As., Aguilar, 1967.
3. Reigadas María Cristina, "La teoría crítica habermasiana ante el debate liberal/comunitarista", en Cuadernos de Ética nº 23/24, Alfavet, Bs. As., 1998.
4. Serres Michel, Atlas, Madrid, Cátedra, 1994.
5. Thiebaut Carlos, Los límites de la comunidad, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1992.
6. Thiebaut Carlos, "Neoaristotelismos contemporáneos", en Concepciones de la ética, Madrid, Trotta, 1992.
recibido: 28/10/04
aceptado para su publicación: 3/03/05