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versión impresa ISSN 1669-8673
Programma n.1 Bahía Blanca 2005
Carlos S. Nino y la Justificación del Castigo
Jaime Malamud Goti
Universidad de San Andrés, Buenos Aires
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El castigo ocupó un lugar muy importante entre los temas filosóficos que entusiasmaron a Carlos Nino (1). A través de sus artículos, sus libros y sus enconados debates, Nino fue un gran estímulo para filósofos y penalistas teóricos. Aquí me interesa la tesis que despliega Nino para justificar moralmente el castigo. En su esquema, esta justificación requiere de dos pasos. El primero busca dar satisfacción al propósito utilitarista estándar de disuadir a potenciales transgresores. El segundo persigue la finalidad de satisfacer el ideal de kantiano de la Justicia y ésta yace en que el condenado padezca una pena porque y cuando lo merece y no para el beneficio de otros. Nino exige que la imposición de una pena concreta recaiga sobre aquel que asume (léase, consiente o asiente a) este castigo (2). De esta manera, Carlos Nino intenta desbaratar tanto las críticas anti-utilitaristas como las anti-kantianas. Respecto de las primeras, se objeta al consecuencialismo adoptar soluciones agregativas que violan las intuiciones más elementales de justicia. Dicho sin mayor rigor, en su afán por lograr el mejor estado de cosas para los más, los utilitaristas están dispuestos a sacrificar a los menos. Están dispuestos, como sabemos, a llegar a castigar a un inocente si esto desanima a un número suficientemente amplio de potenciales transgresores. No basta esta ventaja social -dicen los opositores al utilitarismo- si es a costa de violar principios básicos de justicia distributiva. Los anti-kantianos alegan, por el contrario, que el hecho de que el castigo sirva al alto principio de darle su merecido a los que transgreden nuestras normas porque es un imperativo incondicional de justicia -sin más- esto es insuficiente para justificar una institución social en general y, con mayor razón, de una institución social diseñada para imponer sufrimientos. El valor intrínseco de la justicia responde a ciertas concepciones metafísicas que no pueden legitimar que armemos cepos, cadalsos y construyamos cárceles. No basta, entonces, la justicia por la justicia en si -agregan los anti-kantianos- sino que es preciso demostrar también la ventaja social de sustentarla. Yo intento demostrar que, en su afán por superar ambas críticas, la tesis de Carlos Nino pone en peligro el respeto kantiano por el individuo, la fe utilitarista en la conveniencia de la práctica de castigar, o ambas cosas a la vez.
Si bien es cierto que la tesis de Nino ha despertado sólo un limitado entusiasmo en la Argentina, esto se debe según creo a las malas razones y que fincan en el sectarismo de los penalistas latinoamericanos en general -y argentinos en especial- acostumbrados a las oscuridades de la tradición dogmática. No es llamativo así que, en el exterior, algunos filósofos analistas liberales como es el caso de Thomas Scanlon (3) hayan aplaudido la propuesta de Nino.
Para que su tesis cumpla con el ideal utilitarista, Carlos Nino piensa que el efecto disuasivo de las condenas justifica la práctica general de castigar. Sin embargo, para la puesta en funcionamiento de la institución a través de la condena de alguien de carne y hueso, Nino exige que este haya asumido este castigo. Con independencia de la cohesión de la teoría de Nino, si verdadera, la idea es muy buena desde cierto punto de vista e insuficiente desde otro. La tesis no podría ser mejor si se parte de la premisa de que, asumido por el reo, el castigo no presenta ninguno de los problemas ya tradicionales de la legitimidad de castigar. Esto es así ya que no consideraríamos ilegítima a ninguna consecuencia legal a la que hayamos consentido como agentes capaces e informados. Esto, naturalmente, con excepción de aquellas circunstancias en las que justificamos el paternalismo porque la libertad individual aparece negándose a sí misma cuando, por ejemplo, nos vendemos como esclavos.
Pero la idea central no parece convincente desde otra perspectiva si se advierte que el gran esfuerzo de Nino se orienta a reemplazar la noción de culpabilidad - entendida como inculpación o reproche del autor o su acto- por la del consentimiento a ser castigado. La idea de Nino priva a las instituciones penales del ingrediente que las hace atractivas. En efecto, Carlos Nino complica considerablemente el panorama por renegar de la noción de inculpación sobre la base de que ella presupone valorar nuestro carácter y que implica institucionalizar el perfeccionismo ético (4). El esfuerzo de Nino dista de ser feliz porque, como veremos, inculpar y reprochar son más que caros a nuestras prácticas sociales, son esenciales a ellas. Intento ocuparme de esto sólo brevemente al final de este también sucinto artículo. Aquí, mis críticas están centradas en el doble orden de justificaciones que Carlos Nino defiende y en su noción de la asunción de la pena como condición necesaria para justificar su adjudicación. En lo esencial, dejo de lado otros límites que Nino impone al castigo legítimo y que se refieren a la clase de hechos que el estado puede moralmente castigar y a las penas permisibles. En punto a esta última cuestión, Nino (con buen sentido) niega la legitimidad del castigo con fines perfeccionistas (esto se refiere al castigo de quienes se apartan de cierto ideal de excelencia moral) y rechaza la pena de muerte.
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De la misma manera en que lo hicieran John Rawls en su etapa utilitarista (5) y H.L.A. Hart (6), Carlos Nino basa su tesis, como he dicho, en un doble orden de consideraciones. Una cosa es justificar una práctica social y otra muy diferente es establecer quién debe ser su destinatario. Así como aprobamos la práctica del saludo matinal por razones de cortesía, objetamos, también por cuestiones de cortesía, que éste tenga lugar más de diez veces en el mismo día y a la misma persona. La práctica, de esta manera, debe ser ejecutada respecto de la persona y en la medida correcta. La diferencia con Rawls -aunque no respecto de Hart- yace en una cuestión importante. Mientras Rawls apunta a justificar con una tesis consecuencialista tanto la práctica general del castigo como el criterio de adjudicación (7), Nino apela, como lo he adelantado, a razones de diferente raigambre filosófica en uno y otro nivel. Esto complica las cosas.
Para Carlos Nino, la justificación del castigo yace en que, en un primer nivel, N1, la práctica general debe resultar un medio eficaz para disuadir a potenciales agentes de realizar aquella conducta que motiva la condena. En cuanto al criterio de adjudicación, es necesario, en un segundo nivel N2, que el agente haya transgredido una norma penal de modo tal que, conforme a algún criterio corriente, es correcto afirmar que ha asumido (o consentido) el castigo que le imponemos (8). La justificación, en N1, se origina en la noción de que no basta con autorizar el castigo de Gómez por matar a otro sino que, primero, debemos dar cuenta de por qué es moralmente aprobable que exista esta curiosa institución dedicada a imponer un sufrimiento a cierta clase de personas y a la que Gómez pertenece. Debemos, con otras palabras, empezar por justificar el castigo en general para hacerlo luego, en concreto, respecto de alguien. Con relación a la primera cuestión, general, Nino se apoya, en el nivel N1, en las consecuencias disuasorias del castigo. En el segundo nivel, N2, el criterio filosófico es diferente (9). La justificación del castigo de alguien en particular se basa en un principio que distingue al agente de otros individuos y este es, según la tesis de Nino, que este agente haya aceptado ser castigado, que haya asumido este castigo. Porque ha asumido su castigo, el sufrimiento que le hacemos padecer al delincuente no rebaja su estatura a la de un mero medio para satisfacer los intereses de otros; no viola su dignidad. La justificación de la institución en N1 se basa en una idea consecuencialista y por consiguiente agregativa (le hacemos mal a alguien por el bien de otros) mientras que el criterio de adjudicación en N2 es deontológico y esto nos autoriza, en teoría al menos, a ignorar las consecuencias de la condena.
Esta construcción trae consigo problemas insuperables. No veo la manera en que pueda resultar plausible justificar el castigo de alguien concreto en N2 sin justificar este mismo castigo también en N1. No veo cómo puede ser correcto autorizar el castigo de alguien concreto sin autorizar antes la práctica general. Si esto es así, está claro, entonces, que se debe no castigar a Gómez sin establecer primero que su castigo contribuye a evitar que otros repitan lo que él hizo. Es evidente que no hay criterio distributivo en N2 que no afecte el funcionamiento del castigo como método disuasivo en N1 (10). Por ejemplo, cuanto más restrictiva resulte la interpretación de la responsabilidad en N2 -cuanto menos reos terminen en la cárcel por hacer H- más débiles serán la razones para justificar la institución del castigo respecto de H en N1. Los tribunales decidirán, en N2, absolver a ciertos agentes sobre la base de que éstos no han asumido su propio castigo por sus limitaciones psicológicas, culturales o económicas. Los tribunales pueden sostener en un momento, por ejemplo, que los agentes A y A' no han aceptado su castigo porque sus bajos ingresos (menos de $200 mensuales) les impiden a ambos asumir ser condenados por el hurto de alimentos: porque, por ejemplo, la satisfacción de sus propias necesidades los han compelido a delinquir. Aplicado en N2, este criterio excusante puede llegar a tornar ineficaz el castigo en N1: una cantidad insuficiente de condenas por hurto de alimentos hará perder eficacia intimidatoria a la práctica general ya que la población supondrá, y con razón, que es altamente improbable terminar castigado por hurtar latas en supermercados. Supongamos ahora que, en N2, nuevas consideraciones relativas a la a sunción del castigo vuelven aún más restrictivo el criterio punitivo de los tribunales. Que ahora, para imponerle un castigo a Gómez es necesario que éste obtenga un ingreso superior a $1.000, que también haya cumplido cierto ciclo educativo que le permita discernir entre el bien y el mal, lo leal y lo ilegal, etc. Esto podrá parecernos muy justo en N2 pero, al debilitar aún más la utilidad de la práctica general del castigo, resultará injusto en N1 por desbaratar la eficacia requerida para justificar el castigo en este primer nivel. El contrasentido de este doble proceso evaluativo es que, cuanto menor sea el número de agentes condenados, menor será el efecto intimidatorio del castigo hasta el punto en el cual el castigo de alguien podrá reunir todos los requisitos correspondientes a N2 (realización de H y aceptación del castigo por parte del agente) pero desautorizar la práctica en N1 porque el castigo de Gómez ha pasado a ser solamente un caso aislado y, como tal, insuficiente para disuadir a nadie. La situación inversa también es relevante. Supongamos que los tribunales adoptan criterios muy amplios relativos a lo que es asumir el castigo y que esto conduce a un aumento en las condenas. Ahora, no importa cuán bajos sean los ingresos del agente para establecer que asumiera ser castigado por hacerse de tres latas de sardinas. La combinación del monto del castigo y la frecuencia de su imposición en N2 puede exceder la exigencia de la práctica en N1, esto es, su carácter disuasorio. Quiero decir que, por más que asuman su castigo los reos no hace falta, por razones disuasivas, condenar a cuarenta candidatos a cadena perpetua sino que bastaría con castigar a veinte y por cinco años.
No queda claro cual sería la receta para que los jueces eviten desacreditar completamente la práctica general en N1 o la adjudicación en N2. Los jueces pueden decidir ignorar la cuestión de la justificación general correspondiente a N1 y, de esta manera, actuar de una forma que conspira contra la justificación de la práctica general. O, a la inversa, pueden condenar severamente a numerosos agentes en N2 de modo tal que muchas de las condenas resulten sobreabundantes respecto de la justificación en N1.
El dilema radica en que las razones en N1 y N2 no sólo no son complementarias sino que se contradicen entre si. Una cosa es que, al condenar, el tribunal considere la asunción del castigo por parte del agente y otra diferente es que tenga en cuenta cuestiones vinculadas a la eficacia de este castigo. La consideración de ambas cuestiones a la vez resulta imposible sin violar cierta base deontológica que Nino considera fundamental. Por esto me refiero a la injusticia evidente de regular el criterio acerca de la asunción del castigo en N2 sobre la base de lo que está ocurriendo con la práctica general en N1.
Si lo que dije hasta aquí es acertado, el doble orden de la justificación del castigo resultará por lo menos superfluo. En el primer caso -aquel en que los jueces ignoran lo que sucede en N1- los tribunales aplicarán criterios deontológicos con total prescindencia de la cuestión central de si el castigo está justificado en general en N1. En el segundo caso, los jueces castigarán conforme a la utilidad general del castigo en N2 para lo cual dejarán de lado toda restricción deontológica originada en N1. De esta manera, Nino no logra que el castigo satisfaga las exigencias disuasivas que demandan los utilitaristas ni el respeto por la dignidad del individuo que exigen los kantianos. El cálculo utilitarista estará siempre presente en detrimento de la dignidad del individuo o, al revés, la dignidad del individuo impedirá que las condenas sean justificables por su utilidad.
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Me ocupo aquí de la teoría de Nino con relación a ciertos crímenes, los llamados crímenes de estado. Carlos Nino quiso que su tesis valiera para todos los delitos, lo que incluye a los crímenes desde (y por) el estado y que, a mi modo de ver, resultan de especial interés (11). Lo que hace que las violaciones sistemáticas de derechos humanos por parte de agentes del estado sean especialmente interesantes es que ellas ponen en crisis a las teorías estándar del castigo, tanto kantianas como consecuencialistas (12). Esto es así, en primer lugar, porque el gran número de perpetradores involucrados y de sus víctimas ponen en tela de juicio cuestiones que acostumbrábamos a dar por sentado cuando hablábamos del castigar (13). Por esto me refiero a la legitimidad de la ley penal y a la credibilidad de las instituciones y, con ellas, a los presupuestos básicos del retribucionismo y el utilitarismo. El retribucionismo tiene sentido si -y sólo si- primero, existe un castigo justo para cada quien y, segundo, si este castigo se origina en una ley del estado cuya legitimidad aceptamos, al menos prima facie.
Con respecto del utilitarismo cabe decir, en cambio, que, como los crímenes de estado suelen estar vinculados a ideales políticos, religiosos y étnicos por parte de perpetradores organizados -y, con frecuencia, de sus victimas también- no se puede evitar preguntar si la función disuasiva del castigo no es sólo, en el mejor de los casos, una expresión de deseos y, en el peor, una muestra de hipocresía. Como es dable notar, sólo podemos contar con los efectos disuasivos del castigo si los incentivos en contra de transgredir una norma penal pesan más que aquellos que invitan a violarla. En este caso, la inmediata aprobación de matar, torturar y secuestrar por parte de camaradas y superiores resultará casi siempre más poderosa que la futura y eventual reprobación y condena por parte de un segmento abstracto de la población (y que, dicho sea de paso, está infestado de aquellos a quienes el reo considera sus enemigos) (14).
A pesar de lo que acabo de apuntar, Carlos Nino no da el brazo a torcer. De acuerdo con su concepción, también estos criminales asumen el castigo que cae sobre sus cabezas (15). Aquí es más claro que nunca que asumir el castigo quiere decir algo diferente de desear ser castigado. Es más que obvio que -en el sentido habitual- el delincuente no desea ser castigado en el sentido habitual sino, más vale, lo contrario: la inmensa mayoría de quienes delinquen anhelan no ser nunca aprehendidos ni castigados y esto es aún más patente cuando los transgresores ven apoyada su acción por una ideología, por un segmento sustancial de la población o, como es habitual, por ambos a la vez. Para evitar equívocos, Carlos Nino (16) aclara entonces que el consentimiento al que se refiere no expresa una volición del agente sino que tiene un carácter normativo: al actuar, el agente asume o acepta haber atraído para sí las consecuencias legales de su acción. Esta es, si se quiere, una aceptación filosófica -en lugar de psicológica- aunque ignoro el significado de esta última acepción. Aunque sea sólo de manera tácita, dice Nino, el trasgresor acepta las consecuencias normativas de una ley justa cuya existencia conoce (17). De esta manera, el delincuente es como el jugador (18) que consiente perder el dinero de su apuesta.
Es claro que lo último presenta más de un problema porque las razones por las cuales la responsabilidad del jugador no despierta objeciones es la amplitud de la serie de elecciones que culminan con la pérdida de la apuesta. El jugador no sólo escoge el número con cada apuesta sino que elige también jugar. Nuestro acuerdo sobre su consentimiento se volvería más dudoso si el jugador hubiera elegido un número para su apuesta pero sólo después de haberse visto coercionado -más allá de sus compulsiones psicológicas- a jugar en un casino. Con este antecedente, la decisión de apostarle a tal o cual número que decidió la pérdida de la apuesta pudo ser irrelevante. Este caso es más parecido al de los residentes de un país con relación a la legislación penal. Muchos de los habitantes de cualquier país disienten respecto de determinadas reglas penales aún cuando sus legisladores hubieran sido escrupulosamente respetuosos de las preferencias, deseos e intereses de cada etnia, grupo y habitante. Esto, como bien sabemos, tiene un límite impuesto por la convivencia y que exige imponer coercitivamente actividades tan críticas como lo es cierta instrucción escolar, la contribución al gasto publico a través de impuestos, y la prestación de ciertos servicios como el militar. Además de cuestiones prudenciales, las objeciones se originan en criterios religiosos, morales y políticos. No hay un estado en el cual los ciudadanos no objeten la criminalización de ciertas conductas por la más amplia variedad de razones. Más aún, hay siempre situaciones en las cuales ciertos agentes creen que tienen el derecho (y hasta un deber auto-impuesto) de transgredir la ley penal. Esto transforma la situación normativa de cada objetor en algo más cercano a la responsabilidad que surge de evadirse de la defensa común en una guerra, que aquella que padece el jugador que ha perdido en la ruleta. De acuerdo con ciertos sistemas políticos, terminan por servir en las filas del ejército quienes son seleccionados por sorteo. En situaciones como ésta, resulta indiferente que cada candidato escoja él o ella su propio número para el sorteo o que lo haga algún agente del propio gobierno. Si consideramos justificable el procedimiento, esto es porque la imposición de ingresar en el ejército se origina, en general, en razones aceptables de necesidad política y, en particular, en la imparcialidad del procedimiento de adjudicación. Una vez justificada la obligación política de defender al país, lo único que podremos objetar es que el criterio de adjudicación resulte arbitrario, discriminatorio o ambas cosas a la vez. Objetaríamos, por ejemplo, la inclusión de candidatos mayores de 80 y menores de 12. En especial, impugnaríamos al sistema si descansa en el criterio personal de un general. No discreparíamos, en cambio, con un sistema que consistiese en sortear entre quienes nos parecen candidatos razonables. Esto último, con independencia, como he dicho, de que el conscripto haya elegido o no el número de sorteo que lo identifica.
De esta manera, hay diferencias fundamentales entre ser sorteado para pelear por mi país y perder dinero en la ruleta. Para justificar lo último, basta con no ser perfeccionista ni abrazar cierto paternalismo extremo. Para justificar lo primero es preciso apelar a criterios de legitimidad política relativos al derecho del estado de defenderse y a los medios que éste escoge para hacerlo. Nadie puede decir que es legítimo coercionar a ciertos ciudadanos a pelear por su país porque, al elegir el número que signaría su suerte, éstos asumieron ir a la guerra. Nadie diría tampoco que el miserable prisionero de los piratas que elige caminar hasta el final de la planchada para caer al agua infestada de tiburones ha asumido la consecuencia de su conducta. Afirmar lo contrario implica, como creo que lo hace Nino a lo largo de su tesis, confundir elegir y asumir .
Pensamos con frecuencia que el ideal de la libertad sólo se ve plenamente satisfecho cuando, además de adoptar una de las opciones que nos ofrece algún menú, estamos también en condiciones de elegir, entre varios, el menú mismo (19). Aunque trivial, es también cierto que resulta imposible satisfacer la última exigencia plenamente. Entre aquellas situaciones en las que elegimos algún curso de acción, algunas reconocen causas precedentes y que han quedado fuera de nuestro alcance, lo que colocaría a la elección más allá del terreno de lo que nos es atribuible. Esto último es así porque, entre otras cosas, hay causas que preceden a nuestra propia existencia (20). Pero esto no quiere decir que resulten irrelevantes las elecciones anteriores a las del acto que nos hace responsables. Son relevantes al menos, algunas elecciones anteriores, y esto oscurece más aún la noción de asumir el hecho criminal como criterio de adjudicación de responsabilidad.
Todas estas consideraciones hacen visible que, por rehuirle a la noción de condenar o reprochar a alguien por un hecho criminal, Carlos Nino se ha metido en un berenjenal al adoptar la noción sustituta de asumir un castigo. Concluyo por afirmar que esta noción de asumir es, en líneas generales, trivial o falsa. Es trivial si a sumir quiere decir lo mismo que la mera voluntad de actuar . Esto sería lo mismo que decir que asumimos caminar por la planchada para morir fagocitados por los tiburones en lugar de ser fusilados en el acto. La noción de asumir es en cambio falsa si intentamos añadirle algún contenido específico como lo es un deseo, disposición o actitud mental.
Esto se vuelve muy visible respecto de los crímenes de estado porque nadie podría sostener que, en la Alemania nazi, la Argentina de los 70 o en Chile de Pinochet los perpetradores hubiesen aprobado de algún modo el sistema legal e institucional que habría de condenarlos. De esta manera, si la asunción o aceptación carecen de contenido, el sistema de Nino sólo podría aspirar a sostenerse a partir de cierta noción de obligación política que equiparase la asunción del castigo a la aceptación -por alguien que no es un voluntario- de prestar servicio militar en épocas de guerra. Si no imposible, esta empresa cuyo propósito inicial fue evitar las nociones de inculpación y de reproche, me parece a lo sumo improbable.
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En forma muy breve explico ahora la razón por la cual me parece una mala idea deshacerse de las nociones de inculpación y reproche. Culpar a alguien -o reprocharle algo que éste ha hecho- es sancionar una explicación mono-causal sobre la historia porque la inculpación es, en esencia, simplificadora. El consenso acerca de que "tú tienes la culpa de lo que me está sucediendo" o "yo soy culpable de que estés como estás" sugiere que resulta innecesario una mayor explicación. Como lo he defendido con cierto detalle en otro lugar (21): inculpar nos dice no sólo quién produjo el estado de cosas en cuestión sino que excluye también la relevancia de otras posibles causas contribuyentes. Aceptada la inculpación, la causa eficiente ha quedado al descubierto, la acción del agente culpable es -de acuerdo con el mecanismo inculpador- la causa de lo que te sucede, de tu situación y de las emociones que abrigas. Tú eres la víctima y yo el victimario. Te has visto envuelto en esta situación que generaron la acción culpable y sus consecuencias. Este es el resultado de mi acción culpable: el hecho de que hoy sufras las consecuencias de un acto injusto que te ha colocado en situación de desventaja (22).
De una manera general, cuando la asignación de culpa es compartida por cierto número de personas, ésta sanciona la versión oficial de aquellos hechos que consideramos criminales. Lo que la tesis de Carlos Nino niega es que la inculpación institucionalizada a través del castigo criminal le adscriba un particular significado a los sucesos pasados y reúna un amplio consenso acerca de su relevancia moral. Supongo que esto también comporta un paso crucial para lograr un objetivo más amplio. Este es el de promover una comunidad más cohesionada y también la conciencia general de los derechos y responsabilidades ciudadanos. Es un paso, en última instancia, en el desarrollo de una comunidad integrada y pluralista (23).
Una palabra final: las objeciones que he articulado respecto de la justificación moral del castigo que patrocinara Carlos Nino no le restan a su tesis el mérito más alto al que puede aspirar. Este mérito es haber provocado un debate que mejora no sólo la comprensión del tema sino también el más genuino deseo de pensar.■
NOTAS
(1) Ver "Los límites de la responsabilidad penal: Una teoría liberal del delito", 1980, Astrea, p. 197-269;" Ética y derechos humanos: Un ensayo de fundamentación", 2ª Edición, 1989, Astrea, p. 273 y ss.; y "Radical Evil On Trial" , 1996, Yale, p. 135-48.
(2)"Los límites...", loc. cit.
(3) Ver " Punishment and the Rule of Law " , en " The Difficulty of Tolerance " , Thomas Scanlon, 2003, Cambridge, p. 219-233.
(4) La inculpación, afirma Nino, está basada excesivamente en la subjetividad del autor, esto es la actitud reactiva del que culpa a otro. (Ver Carlos Nino, "Radical Evil On Trial", 1996, Yale, p. 131-7). Basado en la inculpación ( blame ), el retribucionismo no puede evitar dirigirse al carácter del agente y, por lo tanto, cae en el perfeccionismo moral que todo liberal debe rechazar. (Op. cit. p. 140-1)
(5) Ver John Rawls, " Two Concepts of Rules" , Collected Papers , 1999 Harvard.
(6) H.L.A. Hart, " Punishment and Responsibility ", 1969, Oxford, p. 1-27.
( 7) Me refiero a un John Rawls bastante temprano. Ver John Rawls, " Two Concepts of Rules ", Collected Papers , 1999, Harvard, p. 20 y ss.
(8) Ver "Ética y derechos humanos", 1989, 2ed., p. 291 y siguientes y más recientemente, " Radical Evil On Trial ", 1996, Yale.
(9) Ver "Los límites de la responsabilidad penal : Una teoría liberal del delito", 1980, Astrea.
(10) Rawls, op. cit.
( 11) Ver Radical Evil cit., capítulo 4.
(12) Radical Evil , loc. cit.
(13) Ver Jaime Malamud Goti, " Game Without End: State Terror and the Politics of Justice ", 1996, Oklahoma, p. 8-27.
( 14) Desarrollé este punto más en detalle en "La justicia después del terror", 2000, Ediciones De La Flor, p. 213 y ss, y " Game Without End: State Terror and the Politics of Justice ", 1996, Oklahoma, Introducción.
(15) Radical Evil On Trial , loc. cit.
(16) Carlos S. Nino, "Ética y derechos humanos...", 1989, Astrea, p. 454 y ss., y " Radical Evil On Trial ", loc. cit.
(17) Radical Evil , cit. p. 143.
(18) La alusión expresa aparece en "Los límites...", cit. p. 231.
(19) Meir Dan-Cohen, " Harmful Thoughts: Essays on Law, Self, and Morality ", Princeton, 2002.
( 20) Ver el cuidadoso examen de S.L. Hurley, " Justice, Luck and Knowledge " , 2003, Harvard, p. 15-80.
(21) Jaime Malamud Goti, " Rethinking Punishment and Luck ", e n " Symposium: Twenty Five Years of George P. Fletcher’s Rethinking Criminal Law ", Tulsa Law Review , Vol. 39, Summer 2004, No. 4, p. 861-873.
(22) No puedo examinar aquí como querría qué es esta situación que llamo "desventaja" y que juega un rol central en la justificación del castigo. Intento hacerlo en "Emma Zunz". Ver Jaime Malamud Goti, "Emma Zunz, sentimientos y castigo" , NDP , 2002/A, p. 107-121; también en " Equality, Punishment and Self-Respect ", Buffalo Criminal Law Review , 2002, Vol. 5, No. 2., p. 497-508. cit.
23) Desarrollo la tesis correspondiente en un reciente artículo publicado en Nueva Doctrina Penal : Jaime Malamud Goti, "Sobre lo bueno y lo malo de inculpar y de vernos como víctimas", NDP , 2005-B.