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Cuadernos del Sur. Letras

versión On-line ISSN 2362-2970

Cuad.Sur, Let.  n.32-33 Bahía Blanca  2003

 

El Cartógrafo. Una topología de la memoria en El entenado de J.J. Saer

Paola Cortés Rocca

CONICET - Princeton University

Resumen
El paisaje, que ocupa un lugar tan eminente en El entenado, no es consecuencia de un determinismo geográfico o regional, sino de una concepción materialista del mundo y de la literatura. Esa impronta que caracteriza a la literatura saereana, implica un modo de pensar la relación entre la literatura o el lenguaje y eso otro: el mundo, lo Real o, en los términos más enigmáticos y sugerentes de Saer, "la selva espesa".
El paisaje no está allí; transformar la naturaleza en paisaje implica encontrar las palabras para narrarla. Por eso, El entenado es un relato 'histórico': es la historia de un sujeto percibiendo un territorio, el mundo, y ofreciéndoselo a sí mismo como representación, transformándolo en un paisaje. En El entenado, el paisaje condensa el relato de la percepción del mundo y los mecanismos del recuerdo que funcionan en la escena de la escritura.
El paisaje es también, el escenario de una disputa por la representación nacional en el marco de la tradición literaria. El paisaje de El entenado establece un diálogo que va desde la polémica con Sarmiento, hasta el contrapunto con los relatos de Ebelot, alguien que, como el protagonista de la novela, narra otro mundo para los suyos.

Palabras claves: Juan José Saer; Naturaleza y cultura; Memoria.

Abstract
The landscape, which occupies such a privileged place in El entenado, is not a consequence of geographic or regional determinism, but of a materialistic conception of the world and literature. This char- characteristic of Saer's writing implies a particular approach to the relation between literature -or language- and the so called 'world', the Real or, in Saer's more enigmatic and suggestive terms, 'the thick forest'.
The landscape is not given: transforming Nature into a landscape implies finding the worlds to narrate it. Therefore, El entenado is a 'historical' narration: it is the story of a subject perceiving a territory -the world- and giving it to himself as representation; that is to say, transforming it into a landscape. In El entenado, the landscape condensates the narration of perception process and the mechanisms of memory that work in the scene of writing.
Also, the landscape is the scene of a struggle for national representation within the frame of literary tradition. Landscape in El entenado creates a dialogue that fluctuates between the arguments against Sarmiento and Ebelot who, like the novel's main character, narrates another wold for his own group.

Keywords: Juan José Saer; Nature and culture; Memory.

Escribir no tiene nada que ver con significar, sino con deslindar, cartografiar, incluso futuros parajes.

Deleuze y Guattari. Mil mesetas

El entenado de Juan José Saer narra la historia de un miembro de las primeras expediciones a América. Alguien que fue, vio y regresó (vivo) para narrar. El entenado de Juan José Saer es la crónica de un viaje por distintos territorios: la ida de España a América; el regreso de América a España o de América a la literatura.

Estos paisajes, que ocupan un lugar tan eminente en El entenado, no son consecuencia de un determinismo geográfico o regional, sino de una concepción materialista del mundo y de la literatura. Esa impronta materialista implica no sólo una concepción acerca de qué es la literatura, sino también un modo de pensar la relación entre la literatura o el lenguaje y eso otro, el mundo, lo Real o, en los términos más enigmáticos y sugerentes de Saer, "la selva espesa". Cuando, en El concepto de ficción, Saer interroga a algunos de los personajes más saereanos de la historia, cuando Saer lee los testimonios de Ebelot alguien que, como el escritor de El entenado, atestigua un mundo imprevisible para sus lectores europeos su mirada se detiene en una marca específica del paisaje. Saer se fascina en ese surco que cautivó a Ebelot, ese surco delirante que Alsina proyecta para zanjar la distancia entre la civilización y la barbarie argentina. Y concluye: "el foso representaba, mejor que las ilusiones positivistas, la verdadera imagen del país por venir" (Saer, 1997: 78). Y es que el foso, trazo en la escritura de Ebelot, pero también marca real sobre el suelo de la nación, no representa, no metaforiza, un contenido previo y ajeno los conflictos nacionales y sus soluciones ridículas. Como un detalle imprevisto, el surco escritura sobre la página o escritura sobre lo Real, siempre escritura materializa luchas y expulsiones. Con la geografía y la escritura de Saer que Saer lee y produce se despliega un lenguaje que no representa, que no es forma de un contenido ajeno y previo, sino que habla y tajea aquello que lo hizo posible, aquello que constituye las condiciones de su existencia.

Por que después de todo, ¿hay algo que enlace materialmente lenguaje y mundo, mejor que la noción de paisaje? ¿Hay algún lugar donde el problema de la representación o del vínculo entre las palabras y las cosas, se anude de manera más evidente? La noción de paisaje reúne todos los interrogantes que convoca la representación.1

El paisaje no está allí. Un territorio se constituye como paisaje en la medida en que se instala como horizonte de un sentido posible, como horizonte de una mirada. Transformar la naturaleza en paisaje implica encontrar las palabras para narrarla. Todo territorio o lo Real como territorio es un vacío que se funda en la medida en que una subjetividad lo reconoce como tal, lo nombra y lo puebla de señales, provisorias.

Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descubriéndolo, como si ante nosotros no hubiese otra cosa que un vacío inminente que nuestra presencia poblaba con un paisaje corpóreo, pero cuando lo dejábamos atrás, [...] comprobábamos que el espacio del que nos creíamos fundadores había estado siempre ahí, y consentía en dejarse atravesar con indiferencia, sin mostrar señales de nuestro paso y devorando incluso las que dejábamos con el fin de ser reconocido por los que viniesen después (Saer, 1995:27; el destacado es mío).

Descubrir un espacio será fundarlo, en el sentido de re-descubrirlo, retirar el velo que lo cubría. Descubrir es representar, con la fuerza de la repetición que tiene el prefijo, presentar de otro modo y en otro momento: descubrir es representar, ahora, para nosotros. Descubrir no es lo que creen hacer los hombres de armas, sino lo que hace el narrador de El entenado. Es practicar una ética de la literatura como escena privilegiada del lenguaje que consiste en ahondar la imagen del mundo.

Ahondar la imagen del mundo o percibir el mundo como imagen, es una aventura que se inicia o encuentra su fundamento en el sujeto. Por eso, la narrativa saereana es siempre un relato "histórico": es la historia de un sujeto percibiendo el mundo, ofreciéndoselo a sí mismo como representación. Es por eso que la escena misma del representar nunca está ausente, sino que aparece en el centro del relato. Tal vez ese "yo ahora percibo el mundo" que Piglia sintetiza como la matriz que pone a funcionar la máquina narrativa de Saer podría reformularse como "yo ahora, recuerdo que percibí el mundo". Porque, en El entenado pero de un modo o de otro en la mayoría de los textos de Saer el recuerdo es ese momento otro, desde el cual se emprende la empresa monumental de la representación.

Recordar ya no es emprender un viaje hacia el pasado, regresar a una instancia en el que se contemplaba el rostro de la verdad, ni atesorar momentos que hablen de una transformación del sujeto. A diferencia del ejercicio clásico y cristiano de la rememoración, el recuerdo moderno no habla sólo de una relación del sujeto consigo mismo, de una autoexaminación o de un acceso a la verdad del espíritu. La memoria moderna es la memoria de una experiencia, de una relación con el mundo, con un mundo cuyo ser "se busca y se encuentra en la condición de ser representado", tal como señala Heidegger (1960: 34). Recordar es entonces, para el narrador de El entenado, una tarea de resistencia contra la uniformidad o la falta de sentido de lo que está frente a nuestros ojos.

Todo el mundo conocido reposaba sobre nuestros recuerdos. Nosotros éramos sus únicos garantes en ese medio liso y uniforme, de color azul [...] Al cabo de varias semanas nos alcanzó el delirio: nuestra sola convicción y nuestros meros recuerdos no eran fundamento suficiente. Mar y cielo iban perdiendo nombre y sentido (Saer, 1995:15).

Sólo recordar evita el delirio que provoca la identidad del terreno. Ser garante del mundo es ser la memoria del mundo. No porque se proponga una delegación, no porque un sujeto retenga la historia de un grupo, ni porque rememore grandes acontecimientos. Recordar es un trabajo de diferenciación que imprime sobre la uniformidad del terreno, la diferencia que ofrecen las palabras; un lenguaje que distingue y divide, que reparte nombres, un lenguaje que ordena lo que, un instante después, vuelve a desmoronarse.

Esta escena del recordar se vuelve, con el acto de escribir, una única trama. Recordar es, para el escritor de El entenado, materializar el recuerdo con los trazos de la escritura, así como escribir es un ejercicio de la memoria. En "Razones", Saer insiste en la analogía entre la escritura y el sueño "como el sueño para Freud, la escritura se apoya con un pie en el pasado y con el otro en el presente" (Saer, 1986: 16) en la medida en que vincula dos temporalidades distintas, pero también en la medida en que no es el imperio de la pura voluntad. Sin embargo, mucho mejor, lo expone el narrador de El entenado cuando reúne en una única frase, escritura y recuerdo o escritura como paisaje material del recuerdo.

sesenta años después, en que la mano frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni por qué, autónoma, la memoria (Saer, 1995:73; el destacado es mío).

Un terreno insondable que ha provocado una percepción extrañada y que tiempo después, se materializa en el recuerdo, es decir, en la escritura. He aquí el núcleo central de El entenado. Desde allí se emprende "el trabajo sobre la obstinada resistencia de aquello denominado "real" para exponer su organización y sentido" (Chejfec, 1992: 8). La llanura que recorre la carrera indígena, el río que devuelve al narrador a otro espacio y divide su relato en un antes y un después, no son simples decorados de una trama ajena. Son los flujos y las detenciones de una escritura deslumbrada por un mundo poblado de señales. Son las aceleraciones y la puntuación de un territorio que encuentra en su relato, un modo de materializar y dar inteligibilidad a esa selva espesa del mundo, en otro tiempo necesariamente posterior. Son los modos de capturar "la imagen del pasado en el instante en que relampaguea" como dice Benjamin y de entramarlo en otro paisaje. Ahora, el de la escritura.

Barcos sobre el infinito

Mirar un mundo nuevo, es para la expedición española de El entenado, contemplar el vacío. Con insistencia, se predica el vacío. Vacías, las tierras nuevas y las costas abandonadas, pero también, el horizonte vacío. El vacío es, más que un atributo del paisaje, un modo de percibirlo. Esa tierra chata a la que llega la expedición española está vacía para el ojo del extraño. Esto no significa que no haya nadie en ella, ni tampoco que los que la habitan sean distintos, sino que es una tierra vacía porque no deja ver semejanzas. Pareciera que el vacío no es tanto el lugar donde no hay nadie, sino el lugar donde habita el otro. Y el otro es, precisamente, no sólo "aquel que no soy yo", sino aquel con el que no hay semejanza alguna, aquel con el que toda identificación es imposible. Por eso, la percepción del extranjero, del que no pertenece a esa tierra, no es una percepción de lo que hay de diferente, sino de la pura carencia, del puro vacío. El capitán español contempla el nuevo mundo y dice:

Tierra es esta sin... (Saer, 1995:31). [Una flecha en la garganta le impide terminar la frase]

Un sujeto que elige definir un objeto supongamos, esta Tierra por lo que no tiene, emprende una tarea infinita. Por eso, la lista que ocupa el lugar de los puntos suspensivos es interminable: tierra es esta sin habitantes, tal vez, pero también, sin ciudades españolas, sin barcos, sin relojes, sin... Lo que interrumpe el repertorio de todo lo que falta es, precisamente, todo lo que hay. Hay otros, que demuestran su presencia del modo más radical, demuestran que pueden asesinar al sujeto que enuncia.2

Entonces, una vez que ese vacío se descubre como operación ideológica, es decir, como representación o percepción y no como un atributo del objeto, el problema es ahora, cómo narrar. ¿Cómo, con qué palabras llenar esa tierra que no está vacía, sino que se postuló vaciada? Sesenta años después, el escritor de El entenado superpone, sobre el vacío de la página, un problema político y uno narrativo. Del lado de lo político: cómo hacer ingresar al otro a la representación, cómo percibirlo. Del lado del narrativo: con qué palabras fundar una percepción nueva.

Antes de responder a estos dos interrogantes, deberíamos preguntarnos, desde dónde se formulan. Se formulan desde el ojo del que percibe y el que percibe es, en la novela, alguien que dejó Europa, viajó a América, y regresó para escribir. Es ahora, un escritor y un entenado. Es decir, es alguien "adoptado": abandonado por unos, pero también, cobijado por otros. Es adoptado porque no importa de dónde viene o porque en todo origen hay siempre una adopción, un origen no natural y problemático.

Si para cualquier hombre el propio pasado es incierto y difícil de situar en un punto preciso del tiempo y del espacio, para mí, que vengo de la nada su realidad es mucho más problemática (Saer, 1995:108).

Sin embargo, el escritor no viene de la nada por haber vivido una experiencia de desarraigo, por haber sido transplantado a otra cultura y regresado a una que, luego, se le ha tornado extraña. Venir de la nada parece ser la condición de toda subjetividad:

yo que vengo más que otros de la nada (Saer, 1995,42; el destacado es mío).

En el "más" se juega una gradualidad, no una diferencia esencial. Porque, parece postular El entenado, toda inscripción en una colectividad, toda pertenencia a un lugar del que se viene, tiene algo de adopción, no como decisión voluntaria de un sujeto, sino como ficción de origen, como un origen sesgado por el deseo.

Desde este cuestionamiento doble desnaturalización de la percepción y desnaturalización del propio origen, el escritor se propone fundar un relato que interrogue el terreno, en busca de algo más que carencias o vacíos. Desde este lugar de entenado, de sobreviviente y de testigo, el narrador descubre un espacio que no permanece mudo a la mirada, un espacio familiar para los otros, para los indios, que "parecían conocer de memoria cada árbol, cada sendero, cada matorral" (Saer, 1995:33).

Y en esa nueva percepción, un paisaje insiste, una y otra vez en la novela. Es el río que,

mientras viene bajando, engendra ríos a su paso, ríos que van multiplicándose en las proximidades de la desembocadura, que se separan a determinada altura del lecho principal, corren unas leguas paralelas a él, y vuelven a reunírsele un poco más abajo, ríos que a su vez engendran ríos, que engendran otros a su vez, con esa tendencia a la multiplicación infinita (Saer, 1995:40).

Es el río en el que no nos bañamos dos veces, el río cuyo fluir perpetuo señala la fuerza de los procesos y las transformaciones sobre los estados y las permanencias. Pero también son los ríos, como redes rizomáticas, desjerarquizándose y multiplicándose. Pareciera que en el pasaje del singular al plural, la relación entre las palabras y el paisaje o el mundo como materia y representación ha cambiado. "El" río está en uno de los polos de una analogía: el ser de las cosas está hecho de transformaciones, es un fluir perpetuo, como el de un río. Pero, pareciera que el nudo que ata palabras y cosas es mucho más fuerte y menos analógico, nos descubre El entenado. Pareciera que, los habitantes de "los" ríos no pueden sino vivir en un devenir constante. El paisaje se incrusta sobre la lengua y la altera para que ella transforme, a su vez, el modo de percibir el paisaje.

En ese desplazamiento, del vacío a la proliferación, El entenado polemiza en el nivel más sencillo del relato con la visión que se proyecta hacia América, o con los modos de no ver al otro. Y en otro nivel, con las imágenes sedimentadas sobre el territorio nacional, por la tradición argentina. En este último sentido, El entenado invierte y reescribe la mirada sarmientina. Para Sarmiento, "el mal que aqueja a la República Argentina es la extensión" (1999: 39); porque la pampa es el terreno bárbaro, indomesticable que acecha a la nación desde sus entrañas. Para Sarmiento, la pampa es un desierto, un territorio que se resiste al dominio y al cálculo. La pampa es siniestra e indómita como un océano, por eso, "las carretas viajeras son una especie de escuadra de pequeños bajeles", dice Sarmiento (1999: 45). Son barcos sobre la pampa.

Saer pone fuera de foco esa geografía temida y cargada de negatividad y, desde una voz que no se atemoriza por la barbarie ni está movida por afán civilizatorio, se desplaza desde la pampa al río. Aunque no se trata de una inversión sencilla o de una oposición directa. La extensión sarmientina no se discute, sino que se deduce y se afirma, pero ahora, con un brillo en la mirada:

Si esa tierra pretendía estar en proporción con sus ríos, no le quedaba más remedio que ser infinita, ya que sus ríos desdeñosos daban la impresión casi euforizante de serlo (Saer, 1995:38; el destacado es mío).

Donde otros vieron el vacío, donde Sarmiento vio una extensión indómita, el narrador de El entenado descubre el infinito. El infinito ya no aqueja; como lo sublime kantiano, provoca euforia y deslumbra. Porque el ojo que mira es otro. Ya no es el ojo de la conquista ni el de cálculo burgués, sino el ojo que persigue la medida de un espacio utópico.

Como en esa tierra llana el horizonte es bajo y el río duplicaba el cielo yo tuve, durante un buen rato, la impresión de ir avanzando, no por el agua, sino por el firmamento negro (Saer, 1995:115; el destacado es mío).

Una memoria de la percepción y un modo de percibir el espacio nacional, se entraman en la cartografía de El entenado. Ya no se trata de un espacio vacío, ni de un desierto ni de una llanura ingobernable. Es un entramado de ríos, un entramado infinito. Pero el infinito ya no tiene los tonos de la queja sarmientina, sino la euforia de un sentido que fluye. Ya no se trata del escándalo de los barcos sobre la pampa, sino de la utopía de conjeturar barcos sobre el firmamento.

Utopía, Ley y deseo

En ese espacio rizomático, infinito y proliferante, hecho de flujos y de movilidades, el narrador se encuentra de cara a lo distinto. Esto no significa que pueda, finalmente, llegar a descifrarlo, pero sí creo que lo percibe y lo representa vinculado al orden de la utopía. De hecho, su mirada se diferencia de la única otra figura en la novela que no es hostil a la tribu: el padre Quesada. Al que el narrador, le escucha decir,

que los indios eran hijos de Adán, putativos sin duda, pero hijos de Adán, lo cual significaba para él que eran hombres. Yo, silencioso, pensé esa noche, me acuerdo bien ahora, que para mí no había más hombres sobre esta tierra que esos indios y que, desde el día en que me habían mandado de vuelta, yo no había encontrado, aparte del padre Quesada, otra cosa que seres extraños y problemáticos (Saer, 1995:132-133).

El padre Quesada, intenta, explicar lo nuevo, lo diferente, a partir de lo ya conocido. Así el modelo familiar que ordena su mundo, extiende sus redes filiales sobre la alteridad de la tribu que, gracias al "progresismo" de Quesada, ingresa aunque sea por la puerta de servicio, a la familia divina. La voz del narrador y la posición de la novela considerando que se trata de un relato escrito en primera persona coinciden en alejarse de todo exotismo o incluso del paternalismo condescendiente de Quesada. La tribu no constituye un estadio previo en el desarrollo social y en ese sentido no pertenece ni al atraso, ni tampoco representa un pasado mítico y ligado a la Naturaleza.3 Creo que se trata, sencillamente, de postular un otro un otro cultural pero también un otro como pura diferencia y de proponer allí ciertas preguntas sobre el estatuto de la Ley.

Los dos hechos absolutamente ajenos al narrador, los dos hechos que se encuentran en las antípodas de sus propias leyes y de su concepción de mundo la orgía y el canibalismo o la orgía como consecuencia del canibalismo interrogan al deseo y al goce. La austeridad con que se narran esos dos hechos, la minuciosidad objetivista, casi proustiana, con que se contempla a alguien comiendo o se detalla el repertorio de las prácticas sexuales desde la pura histeria, hasta la cópula, el voyeurismo y la masturbación propone pensar el deseo y el goce desligados de la represión.

Porque la orgía, al igual que el asado,4 no es el imperio de la inversión del carnaval. Porque el lenguaje que las describe no está carnavalizado pero también porque no implican "el mundo vuelto al revés" o la suspensión o la trasgresión de la Ley. No hay trasgresión porque no hay memoria de la Ley o de su incumplimiento o porque, sencillamente no hay legalidad que ordene el goce en la tribu. Sólo percibimos algo del orden de la ley por la vía del asombro del narrador:

sus ojos, al encontrarse con los míos, parecían inocentes y mudos, indiferentes o inaccesibles al recuerdo. La sonrisa rápida, casi irónica que en general me dirigían, no era tampoco un signo de complicidad o de connivencia (Saer, 1995:84).

Toda conceptualización del deseo se ha ligado de un modo o de otro a la prohibición: no se desea lo que no se tiene o lo imposible; se desea porque no se lo tiene, se desea porque es imposible. No hay deseo sin trasgresión de una Ley, que más que refrenar o impedir, sino que funda este movimiento deseante. Lejos de esta concepción empobrecedora del deseo, lejos de los seminarios de la iglesia lacaniana y de la iglesia sin atributos, El entenado piensa el deseo como pura positividad, como potencia productiva y no como retardo y represión.

Es cierto que la tribu no vive instalada en la continuidad del goce se debe a su organización ritual o al autodesconocimiento los días medidos, grises y sin alegría los iban llevando, poco a poco, sin que ellos mismos se diesen cuenta" dice el narrador y no a una represión fundante que acecha a cada instante. Casi como ocurre en las sociedades utópicas de Sade, o el Antiedipo, el entenado observa, en la orgía y en el asado, la utopía de un encuentro con el goce, frente a frente.

Hay dos comidas o dos rituales culinarios en la novela de Saer. El primero es el asado. Desenfrenado en su realización y en sus consecuencias sexuales, el asado pone a funcionar los deseos y salta las leyes. El sabor potente de la carne, convoca al erotismo y acompaña al acontecimiento. La carne tiene el gusto de un presente en el que algo está ocurriendo. El segundo es la picada. Moderadamente, el narrador paladea y combina aceitunas negras, aceitunas verdes que, "van pasando, paralelas, de la boca al recuerdo" (Saer, 1995:146). Como una suerte de madelaine criolla, el sabor de la aceituna, convoca a la escritura y acompaña el recuerdo. Es el gusto de un pasado en el que algo ocurrió.

Sesenta años después, alguien escribe, recuerda y repite. Repite un ritual culinario distinto, y escribe para recordar o tratar de dar sentido al único acontecimiento de su vida: el momento en el que fue testigo, de "ese nudo ardiente", de ese paisaje utópico en el que se despliega un deseo que no comparece ante la Ley, sino que fluye antes y más allá de ella.

El lugar del narrador

Un terreno insondable que ha provocado una percepción extrañada y que tiempo después, se materializa en el recuerdo, es decir, en la escritura. He aquí el núcleo central de El entenado. Desde allí se emprende el trabajo de narrar o recordar el mundo.

Recordar ya no es emprender un viaje hacia el pasado para comprender en qué momento se transformó un sujeto. A diferencia del ejercicio clásico y cristiano de la rememoración, el recuerdo moderno no habla sólo de una relación del sujeto consigo mismo. La memoria moderna es la memoria de una experiencia, de una relación con el mundo. Un mundo cuyo ser señala Heidegger (1960: 53) "se busca y se encuentra en la condición de ser representado". Recordar es un trabajo de diferenciación que relaciona al sujeto con el mundo e imprime, sobre la uniformidad del terreno, la diferencia que ofrecen las palabras.

Ahora bien, el uso, la función y la conceptualización misma de la memoria está ligada, necesariamente, al modo en que se postule su reverso: el olvido. Olvidar puede ser una carencia o una falla, un desperfecto en el mecanismo de la memoria, una pérdida en el movimiento acumulatorio de recuerdos. Pero también puede ser condición de la literatura. Como lo es para Borges en "Funes el memorioso": olvidar implica conceptualizar, anular las diferencias para producir abstracciones. O, como propone Nietzsche en La genealogía de la moral: olvidar puede ser un modo de enfrentar el peso mortificante de la Historia, un peso que lejos de conectarnos con la vida, nos sumerge en el pasado para certificar la línea ascendente del progreso, para coleccionar reliquias mudas o para hallar, en tiempos anteriores, una confirmación del paraíso perdido.

Sin embargo, en El entenado, el olvido no es una falla de la memoria, ni una protección contra su poder destructivo de la vida o de la literatura, sino simple ausencia de deseo: "Cuando nos olvidamos es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo" (Saer, 1995:110).

Por eso, el narrador olvida, a los dos años de su llegada a América, su pasado en Europa "dos o tres años después de haber llegado era como si nunca hubiera estado en otra parte" (Saer, 1995:110). Si olvidar es perder el deseo por un territorio vacío de experiencia para el narrador, ese es el nombre de Europa ; escribir es recordar, para recuperar el sentido de un deseo o de una experiencia que se tuvo.

Recuperar el sentido de lo que se ha vivido es tan esencial que se asimila al fundamento de una subjetividad. El sujeto se funda en el recuerdo y el escritor, en la materialización de ese recuerdo. Fundación que se asimila al nacimiento. El escritor recuerda, cuando, sintiéndose solo entre los indios, lloró. Y resignifica ese recuerdo diciendo,

Ahora que estoy escribiendo, que el rasguido de mi pluma y los crujidos de mi silla son los únicos ruidos [...] me doy cuenta de que, recuerdo de un acontecimiento verdadero o imagen instantánea, sin pasado ni porvenir, forjada frescamente por un delirio apacible, esa criatura que llora en un mundo desconocido, asiste, sin saberlo, a su propio nacimiento" (Saer, 1995:43).

Por eso, El entenado es una novela sobre la posibilidad y la necesidad de recordar y recuperar el sentido de la experiencia vivida. De hecho, la certeza de poder ir en busca del tiempo perdido es explícita y pícara: "En los últimos meses los indios se habían estado acostando temprano" (Saer, 1995:95).

El narrador, un precursor de Proust, puede recuperar, en el paladeo de las aceitunas, el acontecimiento que dio sentido a su historia. Así como no olvida por una falla en la memoria, no recuerda por voluntad ni por azar: recuerda movido por la potencia del deseo de recordar y por la posibilidad de que ese deseo ya no fundado en la carencia pueda ser cumplido en la corriente de la escritura.

Esta escena del recordar se vuelve, con el acto de escribir, una única trama. Recordar es, para el escritor de El entenado, materializar el recuerdo con los trazos de la escritura, así como escribir es un ejercicio de la memoria. "Yo ahora, recuerdo que percibí el mundo", podría ser la frase que pone a funcionar la máquina narrativa de Saer. Es por eso que la escena misma del representar nunca está ausente, sino que aparece en el centro del relato. Es por eso que la escena del recordar funda al sujeto como sujeto de una experiencia pasada y presente: lo transforma en un escritor.

El entenado es una novela sobre la posibilidad y la necesidad de remontar la corriente del sentido y recuperar una experiencia gracias a la fuerza del deseo. Si el narrador olvida España y se empeña en recordar América es precisamente por eso: porque este último lugar no es un territorio vacío sino lleno de experiencia. "Donde hay experiencia en el sentido propio del término, ciertos contenidos del pasado individual entran en conjunción en la memoria con elementos del pasado colectivo" (Benjamin, 1986: 92). La experiencia nunca es un hecho que se vive en soledad, nunca puede desvincular al sujeto de la colectividad en la que se inscribe, o de una memoria compartida.

Desde su mesa, entre sus papeles y las aceitunas el narrador recuerda, el puerto, las costas, el océano, la tribu, los ríos que lo llevaron de ida y lo trajeron de vuelta. En El entenado, la memoria es memoria de un lugar y memoria desde un lugar. Porque se viene de la nada, pero se experimenta o se percibe, en un lugar. Ese ser nómade que, según la novela, caracteriza al sujeto encuentra, sin embargo, cierta zona de anclaje. Hay un lugar en el mundo que es nuestro lugar, descubre el escritor, contemplando, el regreso insistente de la tribu, siempre al mismo sitio:

Era como si volviesen no al propio hogar, sino al del acontecer. Ese lugar era, para ellos, la casa del mundo. Si algo podía existir, no podía hacerlo fuera de él. En realidad, afirmar que ese lugar era la casa del mundo es, de mi parte, un error, porque ese lugar y el mundo eran, para ellos, una y la misma cosa. Donde quiera que fuesen, lo llevaban dentro. Ellos mismos eran ese lugar [...] Al mismo tiempo, eran ellos los que infundían realidad a otros lugares; iban materializando, con su sola presencia (Saer, 1995:153).

Ese lugar, que también puede llamarse patria o literatura, no responde a un determinismo geográfico o regional, sino a un deslumbramiento por cierta materialidad del mundo que funda un modo, una zona desde la cual percibir. Esa zona no inmoviliza, no detiene. Es sólo un "punto de anclaje para la conciencia que funda el mundo, es, al mismo tiempo, el fundamento espacial de la escritura; la experiencia, la conciencia (o el recuerdo) de la experiencia, y, finalmente, la escritura misma con sus procedimientos, aparecen como una constelación en torno de la figura simbólica de la 'zona'" (Gramuglio, 1986: 272).

Habitar ese lugar no es solo poner el cuerpo allí. De hecho, la tribu vivió en un lugar pero sólo logró percibirlo sino cuando amenazaba con desaparecer, cuando "la negrura fue absoluta" (Saer, 1995:199). Habitar ese lugar es percibirlo o tal vez, percibir, precisamente, la intermitencia de ese fundamento que, como un eclipse, amenaza con opacarse a cada instante. El eclipse es la percepción del lugar, en el sentido en que Blanchot se refiere a la certeza del fracaso de Orfeo: como un regreso al origen de la obra, Eurídices, yen el mismo gesto, una pérdida de ese origen por la por la aparición de la obra misma. "Este brusco eclipse es el lejano recuerdo de la mirada de Orfeo, es el regreso nostálgico a la incertidumbre del origen" (Blanchot, 1992: 164). Tal vez en este sentido, al final de la novela, el narrador y la tribu contemplan la negrura insondable del eclipse como "el color justo de nuestra patria" (Saer, 1995:200).5 Pero es también, el lugar del acontecer, el lugar que infunde realidad a otros lugares: tal vez para los indios, ese lugar, es la zona de la tribu; indudablemente, para el narrador es la selva espesa de lo real, o la zona desde la que lo habita: la literatura.

Habitar el acontecimiento, vivir ese lugar o tener experiencia, en el sentido real o benjaminiano del término es un movimiento de la memoria, o de su materialización, la escritura. De hecho, el narrador no logra comprender el peso de lo que está viviendo hasta el presente en el que escribe. Cuando el flechazo alcanza el cuerpo del capitán, se despliega la duplicidad de esta dimensión temporal:

El acontecimiento que sería tan comentado en todo el reino, en toda Europa quizás, acababa de producirse en mi presencia, sin que yo pudiese lograr, no ya estremecerme por su significación terrorífica, sino más modestamente tener conciencia de que estaba sucediendo o de que acababa de suceder (Saer, 1995:32; el destacado es mío).

No se trata de entender qué estaba sucediendo, sino sencilla o modestamente, de entender que algo estaba sucediendo. Por eso, tener conciencia de un acontecimiento es imposible. Es la memoria, años después la que permiten capturar una imagen de ese pasado y darle sentido. Es la memoria la que nos permite decir "he vivido algo". Y esta es la ética del narrador: tener que narrar para darle sentido a una experiencia. Pero también tener un relato, es decir, algo que no pretende "comunicar el propio en-sí de lo acaecido, sino que lo encarna en la vida del narrador, para proporcionar a quienes escuchan lo acaecido, una experiencia. Así, en lo narrado queda el signo del narrador, como la huella de la mano del alfarero sobre la vasija de arcilla" (Benjamin, 1986:92). Por eso escribe el protagonista de El entenado: para darle sentido a su pasado, al de la tribu y aún a la expedición, para trasmitir la experiencia vivida, encarnándola en un relato. Porque,

Con la muerte de esos hombres que habían participado de la expedición, la certidumbre de una experiencia común desaparecía y yo me quedaba solo en el mundo para dirimir todos los problemas arduos que supone su existencia (32)

En realidad, no es una cuestión de géneros narrativos. Siempre se trata de una experiencia colectiva en la que los otros han desaparecido. Escribir es, siempre, el testimonio del último sobreviviente de un viaje. Escribir es tramar una crónica y una traducción: alguien que fue a otro lugar por ejemplo, el mundo, volvió solo y debe cartografiarlo en otra, su, lengua. Pareciera que esa responsabilidad está en el origen de todo relato: tener que narrar el paisaje de una experiencia porque no hay, nunca, nada ni nadie más que pueda hacerlo.

Notas

1 El paisaje implica "un recorte de la naturaleza como unidad, lo que es completamente ajeno al concepto de naturaleza" (Simmel, 1986: 176). Es un fragmento pero también una unidad nueva, cuyo sentido no surge de cada elemento ni de la suma mecánica de sus partes, sino que se propone como inherente a la totalidad misma. La noción de paisaje pertenece a la modernidad; dibuja sobre sí el reconocimiento de la escisión entre sujeto objeto y su carácter doble: el lamento de una pérdida y la promesa de una reconciliación. "Que la parte de un todo se convierta en un todo autónomo, brotando de aquél y pretendiendo frente a él un derecho propio, ésta es quizá la tragedia más fundamental del espíritu en general, que en la modernidad ha conseguido plena repercusión y que ha desgarrado en sí la conducción del proceso cultural" (Simmel, 1986: 177).
2 El texto dialoga con, o parodia, un problema que hace a la geografía imaginaria de la nación es decir, al modo en que se representó el territorio nacional y a la sobreimpresión sobre sus tierras de un conjunto de problemas políticos. Del mismo modo que el capitán de El entenado, el general Roca un Julio Argentino, casi un chiste de la Historia que juega con el Daneri de Borges se lanza a la Conquista del Desierto. El desierto era el territorio vacío que proclamaba como suyo la civilización y del cual da testimonio, el trabajo Pozzo, el fotógrafo que se acompañó a la expedición. De manera irónica, contra la nada o contra el vacío marcha el ejército roquista. El capitán de El entenado descubre su error cuando una flecha le atraviesa el cuerpo. Con más suerte que el español, el futuro presidente Roca vacía, sangrientamente, el territorio. Pero luego debe luchar contra sus propias palabras. "Desierto" significa sin habitantes o poblado de salvajes ya domesticados, repetirá Roca; "desierto" no significa tierra sin agua, sentido que ahuyenta a los posibles colonos y vuelve inútil retrospectivamente, la campaña del general. En la disputa por la representación y en la lucha real contra los cuerpos, alguien atestigua: el ojo de la cámara de Pozzo y Ebelot. Son "los 'mediadores', entre ambos mundos, son los 'testigos', los historiadores, los 'documentos' orales y escritos para construir la imagen del 'otro'" (Díaz-Quiñones, 1992: 10). Ambos traducen, del español al francés, del territorio a la imagen, de una cultura a la otra. Como un intelectual, un escritor o un espía. Como un entenado.
3 Esta mirada no responde a una cuestión argumental o coyuntural de los hechos que se narra, sino por el contrario, responde a una concepción acerca de qué es la literatura. Una posición que puede verificarse en la crítica de Saer al realismo mágico o a la literatura con atributos latinoamericana, femenina, etc.. y que se espacializa en una "zona geográfica relativamente marginal y atrasada, semirrural, sin que ello implique ni recuperaciones de mitos arcaicos ni la adscripción a modelos congelados, sino, por el contrario, la apelación directa a procedimientos y temas emparentados con las formas más vivas y prestigiosas de la gran literatura" (Gramuglio, 1986: 298). Como una disputa y una toma de posición, pueden leerse los tres relatos que se enfrentan en El entenado: el texto teatral, la Relación del abandonado que escribe Quesada y, la memoria del narrador. El texto de Quesada no "carece de verdad" como afirma el narrador sobre el texto teatral ni está motorizado por intereses ajenos a la literatura, pero se opone al relato central en la medida en que representa el paroxismo de la incomprensión, guiada por el exotismo bienintencionado.
4 El humor de El Entenado está en la ironía de un lenguaje que superpone un acto pre-civilizatorio si entendemos esta palabra en el sentido de Leví-Strauss como estado de una colectividad, posterior a la prohibición de incesto y de comerse a sí mismos con el ritual típico de la nacionalidad, el asado. La lengua hace converger las dos aguas del tiempo: un pasado colonial pero sobre todo mítico con un presente arquetípico, cotidiano y también sobre-codificado por la tradición nacional argentina.
5 Ese lugar que no es la casa del mundo, sino el mundo mismo, ese lugar que se eclipsa al final de la novela, ese lugar negro que funda nuestra percepción y amenaza con desaparecer insiste con su carácter elusivo en otro texto de Saer: "Discusión sobre el término zona". Luego de argumentar acerca de la inexistencia de los límites entre la pampa y la costa, entre el interior y la ciudad, etc., Lescano, uno de los personajes, concluye que no entiende "cómo [alguien] puede ser fiel a una región, si no hay regiones" (Saer, 1982: 103). Y es cierto, la zona es improbable, sus límites son difusos y arbitrarios. Sin embargo, el relato se cierra con una sentencia breve y contundente. La pronuncia el otro personaje, que abandona esa zona que pese a ser difusa e indefinible pesa sobre el que la deja. "No comparto, dice Garay" (Saer, 1982: 103).

Obras citadas
1. Benjamin, Walter,"Sobre algunos temas en Baudelaire", en: Sobre el Programa de la Filosofía futura, Barcelona, Planeta, 1986.
2. Blanchot, Maurice, "La mirada de Orfeo", en: El espacio literario, Barcelona, Paidos, 1992.
3. Chejfec, Sergio, "A manera de introducción", en: Juan José Saer, La selva espesa, México, UNAM, Fragmentos compilados por Sergio Chejfec, 1992.
4. Díaz-Quiñones, Arcadio, 1992, "El Entenado: las palabras de la tribu", en Hispamérica, año XXI, número 63.
5. Gramuglio, María Teresa, "El lugar de Saer", en: Jorge Lafforgue (Ed.), Juan José Saer por Juan José Saer, Buenos Aires, CEAL, 1986.
6. Heidegger, Martin, "La época de la imagen del mundo", en: Sendas Perdidas, Buenos Aires, Losada, 1960.
7. Saer, Juan José. 1982. "Discusión sobre el término zona", en: La Mayor, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina.
8. Saer, Juan José. 1986. "Razones", en: Jorge Lafforgue (Ed.), Juan José Saer por Juan José Saer, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina.
9. Saer, Juan José. 1995. El entenado, Barcelona, Ediciones Destino.
10. Saer, Juan José. 1997. El concepto de ficción, Buenos Aires, Ariel.
11. Sarmiento, Domingo. F. 1999. Facundo. Buenos Aires, Emecé .
12. Simmel, Georg, 1986. "Filosofía del paisaje", en: El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona, Península.

recibido: 16 de junio de 2002
aceptado para su publicación: 26 de junio de 2002