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Cuadernos del Sur. Letras

versão impressa ISSN 1668-7426

Cuad.Sur, Let.  n.35-36 Bahía Blanca  2005

 

Imaginar la patria, imaginar sus textos: La tradición nacional en la Argentina de fin de siglo

Fernando Degiovanni

Wesleyan University. E.mail: fdegiovanni@wesleyan.edu

Resumen
Este artículo analiza la manera en la que La tradición nacional de Joaquín V. González (1888) introduce un relato alternativo sobre la formación histórica de la "argentinidad" con el propósito de cuestionar versiones consagradas del origen y desarrollo de la nación, especialmente las sostenidas por dos destacados intelectuales: Mitre y Sarmiento. En ese contexto, el trabajo estudia el papel que desempeñaron discursos e instituciones letradas en la formulación de una nueva versión del canon literario por parte de González, cuyos ejes simbólicos eran la cultura andina, los valores cívicos de los héroes épicos y el espacio pedagógico del hogar. De esta forma, se intenta revisar la visión homogénea y lineal que ha dominado los abordajes críticos del nacionalismo cultural argentino de fines del siglo XIX.

Palabras clave: Joaquín V. González; Nacionalismo; Canon.

Abstract
This articles studies the way in which Joaquín V. González' La tradición nacional (1888) introduces an alternative account of the historical formation of "Argentine-ness" with the purpose of challenging established views of the origin and development of the nation-specially those upheld by two prominent intellectuals, Mitre and Sarmiento. In this context, the article examines the role played by lettered discourses and institutions in the articulation of González's new version of the Argentine literary canon-whose symbolic axes were the Andean culture, the civic values of epic heroes, and the domestic pedagogical space. In this way, the article attempts to reconsider the homogenous and linear critical approaches to Argentina's cultural nationalism of late nineteenth century.

Keywords: Joaquín V. González; Nationalism; Canon.

La relación entre el desarrollo de políticas culturales nacionalistas y el proceso de formación canónica en la Argentina del siglo XIX todavía presenta amplios interrogantes a la crítica. Si el tema ha sido investigado en lo que respecta al período del Centenario, su trayectoria en los cien años anteriores al establecimiento de la Cátedra de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires aún espera ser analizada desde sus mismos fundamentos textuales e institucionales. Sin poner en duda la importancia que la labor docente y editorial de Ricardo Rojas tuvo en la definición de una lectura del pasado nacional a partir de textos consagrados, su sola consideración no resuelve, sin embargo, una serie de cuestiones relacionadas al estatuto y definición crítica del campo en las décadas previas a su consagración académica: ¿en qué consistieron las propuestas de constitución de un canon literario argentino anteriores al Centenario? ¿qué problemáticas políticas y culturales estuvieron en la base de estas intervenciones?¿cuáles fueron las funciones sociales que se le atribuyeron? Un estudio de los mecanismos de legitimación y reproducción de textos nacionales en el siglo XIX muestra que en ese período existió una compleja red de discursos -antologías poéticas, manuales escolares, documentos críticos- que, desde distintas posiciones ideológicas, tuvieron como propósito deliberado la definición del carácter y los usos de la literatura argentina, así como la discusión de las implicaciones que traía consigo la adopción de una u otra forma de seleccionar y jerarquizar los textos de la patria.

En este artículo me propongo abordar uno de los textos claves de esa densa trama: La tradición nacional (1888) de Joaquín V. González. Monumental obra crítica dedicada a debatir por primera vez de forma sistemática y detallada la cuestión de la identidad a partir de autores y obras "dignos" de ser leídos y comentados (Guillory, 1990: 233), su consideración resulta relevante para dar cuenta de la intensidad de las polémicas en torno a la imposición de una versión legítima del desarrollo nacional en un período de rápida modernización del país. En efecto, La tradición nacional muestra que, lejos de ser el producto de una visión convergente de los miembros de la elite letrada, el proceso de construcción retrospectiva de la "argentinidad" es el resultado de una fuerte disputa entre posiciones intelectuales que sostuvieron versiones notoriamente discrepantes en cuanto a sus contenidos y valores. En ese sentido, su análisis permite observar las sustanciales diferencias que mediaron entre las propuestas destinadas a formular e imponer políticas culturales nacionalistas en el corto período que va desde el 80 al Centenario. Leída a más de cien años de su primera aparición, La tradición nacional constituye así una obra crucial para explorar las diversas articulaciones ideológicas del nacionalismo cultural argentino.

Si es casi inevitable ver en las casi cuatrocientas páginas del libro de González una extensa respuesta a la pregunta planteada por Sarmiento cinco años antes en Conflicto y armonías de las razas en América (1883) -"¿Somos Nación? ¿Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento? ¿Argentinos? Hasta dónde y desde cuándo, bueno es darse cuenta de ello" (Sarmiento, 2001b: XXXVII: 23)-, con el objetivo preciso de cuestionar las premisas históricas y étnicas que apoyaban sus conclusiones, por otro La tradición nacional supone un fuerte distanciamiento de la posición de aquellos letrados que -también como el propio Sarmiento y otros intelectuales liberales- sostenían que la solución a los problemas de la modernización argentina estaba en la introducción de respuestas institucionales vinculadas con la inmigración y la escuela. En efecto, apartándose de las ideas más recurrentes que numerosos miembros de la elite finisecular utilizaron para definir la cultura nacional frente a las consecuencias indeseadas e imprevistas del ingreso del país al mercado internacional, el libro de González vendría a postular otro diagnóstico y otras respuestas al desarrollo material y simbólico argentino.

Casi desde el momento mismo de lanzamiento del texto, algunos letrados percibieron la versión disonante que La tradición nacional venía a instalar en la historia de las ideas argentinas. Así, por ejemplo, al recibir un ejemplar del libro que le había enviado González, Mitre reconoció a la vez con admiración y disgusto la originalidad de la obra. Según Mitre, el texto de González llenaba efectivamente un vacío en la producción intelectual del país: "La tradición nacional -dijo a su autor en una carta de agradecimiento- era un libro que faltaba en mi Biblioteca americana" (González, 1936: 23). Pero si por un lado se mostraba complacido de que la obra constituyera "el primer trabajo que en su género se haya hecho entre nosotros", por otro no dudaba en desaprobar de modo enfático sus conclusiones. En este sentido, le escribía a González que sus ideas sobre el origen y desarrollo de la nacionalidad eran cuestionables desde el punto de vista ideológico y epistemológico. Si, como veremos en detalle más adelante, Mitre estaba visiblemente molesto porque González había desplazado a los criollos de su lugar de fundadores históricos de la nacionalidad, por otro también le cuestionaba las fuentes literarias en que había basado su interpretación. Por lo cual le señalaba a González: "reflexionando usted maduramente, se formaría una idea más racional de la tradición" (24); y concluía que el texto era, en todo caso, "el germen de otros libros más completos que promete la mente del autor, nutrido por estudios serios, en que la reflexión y el sentimiento se equilibrasen" (25-26).

Los males del presente

La tradición nacional aparece en un momento crucial para la formación de la Argentina moderna. El año anterior al de su publicación, 1887, representa un punto de fractura en el modo de pensar la nación y el nacionalismo en el país. Lilia Ana Bertoni ha señalado que es precisamente entonces cuando algunos miembros destacados del Congreso Nacional y la prensa comienzan a plantearse con frecuencia inusitada el problema de la "disgregación" a la que parece estar sometida la sociedad y la cultura argentina a causa de la inmigración masiva (Bertoni, 2001: 41-77).1 De acuerdo a la opinión dominante en la elite política y cultural, el supuesto debilitamiento de la identidad nacional se debía al número desproporcionado de extranjeros que habían llegado al país como resultado del plan inmigratorio iniciado por el gobierno nacional; precisamente en 1886 se había duplicado el número de ingreso respecto del año anterior, y las cifras habían seguido creciendo desde entonces en porcentajes sin precedentes. Por otro lado, según la versión de algunos sectores hegemónicos, la soberanía nacional estaba amenazada por la promoción de distintos nacionalismos europeos entre las comunidades inmigrantes residentes en la Argentina; en este caso, se temía que surgieran reclamos coloniales por parte de algunos países -en especial Italia- que podían utilizar la presencia de un gran número de compatriotas como justificación para intervenciones imperiales.

Dos protagonistas del período -Domingo F. Sarmiento y Estanislao Zevallos- desarrollaron una fuerte campaña destinada a subrayar las consecuencias indeseadas de inmigración aluvional y promover, al mismo tiempo, un mayor protagonismo de las escuelas públicas en el proceso de asimilación de los extranjeros. Según Bertoni, el objetivo del plan estatal era dar un decidido empuje a la nacionalización de la educación primaria, y controlar también la actividad de las escuelas privadas en manos de asociaciones extranjeras. La sanción de la ley Avellaneda de educación común y obligatoria no pareció ser una medida suficiente para canalizar los reclamos nacionalistas; por eso numerosos organismos del Estado propusieron la implementación de un programa más agresivo de regulación y control de las actividades educativas. Así, también en 1887 se advierte un movimiento renovador en el Consejo Nacional de Educación que incluye medidas para centralizar la estructura administrativa de las escuelas y regular la inspección escolar. Entre otras resoluciones importantes, se dicta la reforma de planes, programas y libros de texto en los niveles primario y secundario, se otorga mayor importancia a la enseñanza de la historia argentina y se da un énfasis nuevo a la organización de actos escolares para conmemorar las fiestas patrias; también se pone en funcionamiento una campaña para evitar la deserción y enfatizar la obligatoriedad escolar. De hecho, meses antes de la publicación de La tradición nacional, en abril de 1888, y con motivo de un debate público sobre la enseñanza nacionalista pro-italiana en las escuelas italianas en la Argentina, comienza un proceso tendiente a limitar la autonomía de las actividades educativas y culturales de las organizaciones extranjeras. Entre otras medidas, el Estado exige entonces a los maestros extranjeros revalidar sus títulos en escuelas nacionales.

La tradición nacional constituye un cuestionamiento a estas medidas oficiales respaldadas por figuras políticas y culturales claves del período. En efecto, la obra de González se aleja deliberadamente de las premisas que dominarán las reflexiones sobre las consecuencias negativas de la modernización argentina en el fin de siglo. Así, por ejemplo, frente a la opinión de Sarmiento y Zevallos, para González la inmigración masiva no constituye una problemática crucial para la definición de la identidad nacional. En la dos únicas páginas del libro en que hace referencia al tema, su descripción del fenómeno está lejos de presentar matices defensivos o desalentadores. A pesar del incremento dramático de las cifras de extranjeros en la Argentina, González relaciona el fenómeno de la inmigración más con el futuro que con el presente del país, y aún cuando nota los profundos efectos transformadores que el flujo masivo de extranjeros podría llegar a tener sobre la cultura argentina, se aparta de toda postura negativa frente a sus consecuencias. Desde una perspectiva que sigue defendiendo el mito de la tierra prometida, González señala que "las inmensas migraciones [. . .] llegarán a nuestras playas a restablecer el nivel de la densidad humana sobre la tierra"; y aunque predice que en el futuro "las gentes de toda la tierra [que] se disputen nuestro territorio para levantar su vivienda" sepultarán o transformarán "nuestra índole nativa", su planteo deja de lado cualquier perspectiva reaccionaria.2

El fenómeno cultural que centra la atención de González es, en realidad, otro. No se trata de una distinción entre cultura nativa y extranjera, sino de una tensión va más allá de esos términos, y es la que él formula entre "mercantilismo" (o "materialismo") e "idealismo". La tradición nacional es, en este marco, una respuesta a los efectos indeseados del proceso general de expansión del capitalismo sobre todo en lo que tiene que ver con la corrupción moral derivada del anhelo de acumulación y reproducción de bienes en todos los sectores de la sociedad. Poniendo a la modernización en el origen de una inevitable decadencia moral, La tradición nacional presenta un diagnóstico negativo sobre la aparente prosperidad del país. En este sentido, escribe González:

[D]esgraciada aquella nación que despreciando los ideales, se lanza en las pendientes del materialismo indiferente; que comenzando por oscurecer su horizonte, concluye rodando en el polvo confuso y revuelto de las pasiones desenfrenadas, sin esa paz espiritual que ilumina los escombros, y que permite a los pueblos sumergidos en el abismo divisar, como el Dante, desde el fondo del Infierno, el mundo superior bordado de estrellas y bañado por la hermosura infinita. (González, 1936: 180; el subrayado es mío)

La alegoría espacial que González usa en esta cita no es gratuita en el marco general de su planteo nacionalista. Como puede verse, se trata de una visión del país forjada sobre la imagen de una montaña cuyos extremos espaciales son el reflejo de una axiología que opera entre los polos de sombra y la luz, de fealdad y belleza, de caída y salvación. Nación abismada, la Argentina debe así recorrer un camino que la lleve a la cima de los valores éticos y estéticos, para elevar "el sentimiento argentino [. . .] de las corrientes materialistas a las esferas tranquilas del ideal, donde se forjan los destinos inmortales" (189)3. La tradición nacional es precisamente el libro que González escribe para diseñar ese camino de "ascenso espiritual".

La tradición de los Andes

Pero esta alegoría está lejos de tener una formulación general y abstracta en la obra de González. De hecho, La tradición nacional traduce a un espacio específico la representación de su problemática ideológica: la cordillera de los Andes. Proponiéndose sacar a la Argentina de esa caída que representa el mercantilismo, González entiende en su libro que sólo un nuevo planteamiento del espacio nacional conducirá a la "redención" idealista que necesita el país. En este sentido, la propuesta de González tiene un objetivo claro: desplazar el núcleo de la "argentinidad" del espacio en el que se había consolidado históricamente el capital material y simbólico del país: la pampa. Con ello, González se propone cuestionar una de las asociaciones más cristalizadas ideológicamente en la cultura nacional desde el romanticismo. Debe recordarse que en la advertencia de La Cautiva (1837) Echeverría había formulado de un modo preciso los modos de consumo económico y cultural que debían darse al desierto. Según Echeverría, la pampa "es nuestro más pingüe patrimonio, y debemos poner conato en sacar de su seno, no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar, sino también poesía para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional" (Echeverría, 1999: 17). Sarmiento, por su parte, había establecido una relación similar en Facundo (1845). Después de afirmar que "existe, pues, un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país y de las costumbres excepcionales que engendra" (Sarmiento, 2001a: 78), Sarmiento privilegia también la pampa como escenario de la producción nacional, sin dejar de reconocer la diversidad geográfica del territorio argentino y las variadas tradiciones ligadas a la llanura, las selvas y los ríos.

Frente al peso de esas posiciones, González prefiere, sin embargo, cambiar la perspectiva desde la que se lee y organiza el espacio argentino porque entiende que en ese desplazamiento simbólico está la respuesta al problema mismo de la modernidad. En efecto, para González las montañas condensan valores económicos, políticos y culturales que permitirán la refundación de la nación en decadencia. A diferencia de la pampa, los Andes están sólo marginalmente asociados en el imaginario a la economía capitalista y por ello es posible construir a partir de ellos una renovada moralidad alejada de toda connotación "mercantilista". En su misma forma, los Andes traducen una aspiración al ideal: "nada más sublime que esas montañas gigantescas que desde Magallanes hasta el istmo de Panamá se extienden como el esfuerzo de la tierra por llegar al firmamento..." (37).

Pero los Andes también ofrecen la posibilidad de una refundación idealista de la nación desde el punto de vista histórico. En La tradición nacional González sugiere que es la reescritura del pasado argentino a partir del paisaje y la cultura política de los Andes lo que permitirá la redención nacional, ya que ese espacio, a diferencia de la llanura, está libre de las confrontaciones ideológicas que han dividido persistentemente al país. Si la pampa es el espacio paradigmático de la lucha entre civilización y barbarie, entre unitarios y federales, entre capital e interior, los Andes constituyen, en cambio, el escenario de tres siglos de combates por "la extensión, el imperio, la fuerza" (207) que incluyen desde las luchas prehispánicas hasta las batallas que libró San Martín, y cuyos propósitos unen a todos los argentinos. En este sentido, para González "Los Andes [. . .] es [sic] el teatro más vasto de la tradición de los pueblos que nacieron de sus flancos inmensos" (35).

Como puede preverse, este punto constituye una de las transformaciones más dramáticas que González introduce en el relato histórico de la "argentinidad". Reordenando el árbol genealógico del pensamiento liberal, González señala en este contexto un nuevo origen para la tradición nacional que remite a la cultura indígena, y ese gesto representa una fractura decisiva de la narrativa fundacional, proeuropea y criolla, consagrada a lo largo del siglo XIX. Para González, la gloria que San Martín logró en sus batallas por la libertad en el escenario grandioso de los Andes tiene como antecedente la gesta de los incas que lucharon contra sus enemigos en ese mismo espacio: "La revolución sudamericana -escribe- fue preconcebida en el seno de la raza nativa" (167); y agrega, en una clara refutación de Mitre:

Aunque los historiadores patrios no den a la rebelión de Tupac-Amarú una gran trascendencia para el porvenir de la América española, sea porque se hayan acostumbrado a juzgarla con el criterio de los cronistas coloniales, sea porque desdeñen entrar en las minuciosidades de la tradición y de las inducciones sociológicas, para mí reviste el carácter de una revolución de la raza (166).

Pero el pasado indígena no sólo es una referencia histórica: como los héroes de la emancipación, los indígenas son también para González una fuente de espiritualidad que permitirá fortalecer el sentido de la nacionalidad: "cuando las evoluciones sucesivas y nuestras desgracias futuras nos arrojen en las pendientes de la decadencia de que ningún pueblo se ha salvado, no será ya tiempo de remover sus cenizas, ni de buscar en su pasado aquel vigor indígena que nos haría inconmovibles" (42).

Es evidente que la reivindicación del legado nativo como parte constitutiva de la "argentinidad" lleva consigo una inversión de los signos tradicionales de la barbarie indígena que es particularmente importante en el contexto en que se escribe el libro: González formula precisamente estas ideas ocho años después de la Campaña del Desierto, reclamando para la tradición nacional una herencia cultural que otros miembros de la dirigencia argentina habían luchado sistemáticamente por eliminar del territorio nacional4. Es por eso que la carta que Mitre escribe a González señala claramente de qué forma La tradicional nacional viene a establecer una fuerte disputa con los modos de narrar el pasado nacional establecidos por los liberales argentinos. En relación con la sección de La tradición dedicada a los indígenas, Mitre escribe que "es la más débil desde el punto de vista científico y filosófico. Puede decirse que casi toda ella gira alrededor de la idea de que los hispanoamericanos somos descendientes genuinos de los americanos de la época pre-colombiana. Protesto contra esa idea" (24). Al mismo tiempo, debe recordarse que los alcances polémicos del libro de González también apelan directamente a otro sector intelectual que se está consolidando por entonces: el los nuevos seguidores del positivismo, que subrayaban la inferioridad racial del nativo y su impacto negativo en el desarrollo continental: en este sentido, no puede dejar de verse en el programa de González una conflictiva respuesta a la caracterización que, por ejemplo, Sarmiento había presentado de los indígenas como "una raza prehistórica servil" en Conflicto y armonías de las razas en América (XXXVIII: 299) 5.

Pero la formulación de un programa de "salvación" nacional en torno a la cultura de los Andes no se agota, en el caso de González, con la exposición de sus fundamentos histórico-ideológicos. La tradición nacional también señala a través de qué estrategias y textos es posible lograr que las generaciones jóvenes, víctimas del "vendaval del progreso" (350), promuevan una "argentinidad" andina de valores idealistas. Para González, la solución no es otra que imponer un nuevo sentido de la tradición a través de la difusión de poemas nacionalistas. Esta opción no es producto de un gesto arbitrario en las disputas discursivas de fines del siglo XX. En oposición a Mitre, que piensa en la historia como saber privilegiado de inscripción de la nacionalidad (Madero, 2001), González afirma que, a diferencia del discurso científico sobre el pasado, materia erudita y carente de sensibilidad popular, la poesía puede garantizar ese vínculo emotivo que es imprescindible para lograr la unidad colectiva. González escribe que

La poesía [. . .] es una fuerza poderosa de unión en toda nación civilizada [. . .] ella será en el porvenir la luz que encienda e ilumine nuestros horizontes, que guíe nuestras sociedades, nuestras masas, nuestros ejércitos a las grandes evoluciones, transformaciones y combates gloriosos (178).

Sin embargo, la defensa de la poesía no se presenta, en el caso de González, sin una especificación del género que puede canalizar más efectivamente la recuperación del país: es precisamente el discurso épico el que está destinado a operar como fundamento de la nueva virtud y moralidad. Frente a las antologías poéticas del siglo XIX, en las que dominaban los poemas breves y descriptivos de tema cívico (Degiovanni, 2001: 595-602), González sugiere que la utilización de un registro poético capaz de idealizar a los héroes del pasado será clave para contrarrestar los efectos degradantes de la modernidad. En ese sentido, escribe:

el estruendo de las revoluciones del progreso nos ensordecen y nos apartan de aquellas épocas de gloria [. . .] pronto todo ese conjunto bullicioso de batallas, de gritos de victoria, de jinetes fantásticos, de espadas chispeantes [. . .] sólo existirá como una vaga nebulosa de nuestra memoria. Pero no; las sombras de aquellos héroes legendarios no morirán envueltas en el vandaval de los progresos del siglo"; y agrega: "la poesía épica [. . .] viene a llenar los mundos ideales del cerebro, y a completar en el sentimiento la unidad nacional (177).

Con todo, ese poema heroico todavía no existe, y en este marco, La restauración nacionalista puede leerse como una suerte de manual para el desarrollo de la futura literatura argentina: su programa está abiertamente destinado a "[marcar] a los poetas del presente y del futuro la senda que lleva a la creación de nuestra gran poesía nacional" (138). Vista desde este ángulo, La tradición... es, en muchos sentidos, una poética nacionalista que intenta hacer de los Andes y de sus protagonistas históricos el centro de una nueva articulación cultural. González escribe: "¿Quién podrá decir jamás que en sus nieblas eternas [. . .] no se esconde la biblia inmortal, la epopeya anelada de los tiempos contemporáneos? [. . .] El pensamiento humano no concebirá jamás otra epopeya mientras no se cante la leyenda de los Andes" (75). Y continúa: "¿por qué nosotros no hemos de forjar algún día nuestro poema ideal, nuestra literatura legendaria, divinizando nuestros héroes y adornando las proezas de nuestra guerra libertadora con los encantos y las fascinaciones de lo sobrenatural?" (188). Ante lo cual concluye: "La tradición, la leyenda, la historia y la epopeya de los Andes condensan el alma de la nación; allí está el ara de nuestros futuros himnos de victoria, la fuente de nuestras creaciones artísticas, el foco virgen de nuestra poesía nacional" (213). En este sentido, para González en la épica personaje y espacio funcionan en una red alegórica de implicación mutua: "La literatura de un pueblo es una copia de su naturaleza y de su historia" (261).

Pero la inexistencia del deseado poema épico de los Andes no significa que la literatura nacional no ofrezca significativos antecedentes para esa tarea de construcción cultural. De hecho, para González es posible seleccionar una serie de textos que, desde los tiempos coloniales hasta la segunda mitad del siglo XIX, pueden servir como puntos de partida para el desarrollo de la obra heroica de la "argentinidad", ya que ellos contienen gérmenes temáticos y formales sobre los que es necesario continuar trabajando. En este sentido, frente a las estéticas cosmopolitas contemporáneas, González propone retomar aquellos poemas que abordan "los riquísimos asuntos que la América ofrece a la fantasía y a la inteligencia" (171). Es este proyecto, destinado a promover una arqueología textual del pasado argentino, de donde surge precisamente la formulación de un nuevo canon nacional en González. En concordancia con sus premisas ideológicas, los materiales "de que más tarde la literatura nacional puede sacar partido" (64; el subrayado es mío) son, de hecho, un conjunto de textos que, en tono que puede clasificarse ampliamente como heroico, han cantado ya el escenario de los Andes, o han planteado una relación estratégica entre héroe y paisaje capaz de servir de modelo a futuros monumentos culturales.

El resultado de este proceso de selección y jerarquización que introduce González es un catálogo novedoso de obras para el momento de publicación de La tradición nacional. Así, por ejemplo, a la hora de componer un repertorio histórico, González no duda en valerse de textos de otros países andinos como fundamento de la literatura nacional, realineando así de modo crucial los parámetros de referencia y continuidad de la cultura argentina: las fuentes ahora no vienen ya de Europa sino del interior mismo de América. Esta operación es particularmente importante para el período colonial, ya que la literatura nacional carece del tipo de textos que le interesan a González. Es por eso que en una intervención que plantea orígenes culturales comunes con Chile y Perú, González consagra como textos canónicos de la epopeya de los Andes tanto a La Araucana de Ercilla como a Ollantay. A ese conjunto agrega el Himno nacional de Vicente López y La Victoria de Junín del ecuatoriano Olmedo para la era de la independencia. Las razones por las cuales afirma que todos ellos constituyen textos representativos se vinculan a su tema y la locación de la acción; según González, dichas obras son cruciales en tanto evocan el "poder maravilloso de las antiguas tradiciones sepultadas por el glorioso monarca en las entrañas de los Andes [. . .] el eco del sentimiento nacional que en el momento de la lucha se inspiraba en la tradición indígena, como si quisiera beber en ella la savia redentora" (184). Además, de cara a los lectores futuros, estos textos podrían servir como fuente de una "poesía bélica, destinada a arrastrar las multitudes al heroísmo y al martirio" (227).

Si bien Fausto de Estanislao del Campo y el Santos Vega de Rafael Obligado no se situaban, por su parte, en el escenario de los Andes, son los únicos ejemplos claros del modo en que en el período de la Organización Nacional se había expresado la vinculación de la naturaleza y el hombre, sobre todo "esa melancolía dulce y apacible de su cielo y de sus horizontes", clave en la construcción de una literatura nacional (128). Finalmente, Nido de Cóndores de Olegario Andrade constituye un texto canónico puesto que muestra la grandiosidad épica encarnada en San Martín, cuya figura se proyectaba alegóricamente en la naturaleza andina: "El Nido de Cóndores es un poema colosal que encierra la magna poesía de las alturas, iluminada por las glorias nacionales [. . .] El Cóndor es en nuestra epopeya andina la personificación más acabada de la gloria del héroe que la constituye con sus proezas" (243).

Pero si había un texto que definía para González el centro del canon argentino era Avellaneda de Echeverría, el "poema nacional por excelencia" (351). Aunque no tenía como escenario a los Andes, Avellaneda constituía una auténtica obra épica que articulaba de modo paradigmático la interacción entre personaje histórico y contexto de la acción: Avellaneda es el "gran poema que inmortaliza una época, y coloca el lauro de la epopeya sobre la tierra del poeta". Ante todo, es el coraje y la virtud del héroe republicano lo que le interesaba subrayar a González:

En torno [a Avellaneda] se ve atravesar, envueltos en la aurora de gloria inmarcesible, los personajes de la leyenda, los héroes de aquella odisea sublime que termina con la muerte, los fantasmas reanimados de los que en Mayo fundaron la nacionalidad, y que a través de la distancia, aún exhortan con su voz mágica a sus sobrevivientes.

En cuanto al espacio, el texto de Echeverría constituye una pieza central en su agenda cultural porque "refleja la naturaleza con sus colores y su savia [. . .], porque ilumina los más oscuros senderos por donde los mártires sembraron la sangre de la regeneración" (351).

Desde otro punto de vista, González ve en Facundo un texto canónico por su capacidad de presentar una visión "idealizada" de los héroes. Aunque González condena el caudillismo, Facundo le interesa como personaje desde una perspectiva moral: para él, si bien los enemigos de la república liberal encarnan una ideología regresiva y bárbara, no pueden, sin embargo, ser eliminados del relato de la tradición nacional porque cumplen una función específica: son los "villanos" que pueden contribuir a resaltar precisamente la grandeza de sus oponentes. Así,

es necesario para el porvenir de nuestra patria, que la tradición recoja [. . .] esos mil episodios sangrientos en que destella con su luz la furia del tirano y de sus agentes, porque al oírlos las generaciones futuras aprenderán a modular en sus cantos de libertad los acentos del trueno" (294).

Elevar a Facundo a personaje de la literatura nacional podía tener así efectos positivos para la construcción de la virtud pública (que surgía por contraste a su conducta), y era necesaria en una época de decadencia moral.

En este ejemplo se evidencia, además, cómo los textos nacionales debían contribuir al desarrollo de una nueva religiosidad cívica. Con el fin de "levantar en el corazón del pueblo el sentimiento patriótico" (59), González articula su programa alrededor de la educación "en la religión de las glorias nacionales" (182); desde su perspectiva,

[A] ellos [los héroes nacionales] vuelven los pueblos cuando el rumor del cataclismo se acerca y estremece sus fibras enervadas por el largo predominio de la materia y el sensualismo, semejantes a esos pecadores que en las puertas del sepulcro se espantan ante la oscuridad del abismo que se extienden a sus ojos... (180).


En este contexto, si bien González apunta que los textos que elige como obras paradigmáticas pueden dar lugar a una variedad de producciones en diversos géneros (tradiciones, leyendas, tragedias históricas), dedicadas a varios personajes militares (el general Paz, Buchardo, Brown), en diferentes escenarios naturales, su propósito último está claramente orientado a la producción de un poema épico que tenga como personaje central a San Martín en el espacio privilegiado de los Andes. Último eslabón de un proceso histórico cuyos héroes centrales han actuado en la cordillera, encarnación de lo que llama "una idea en un signo", San Martín ofrece la posibilidad de reflejar la suprema virtud heroica, el logro final del ideal de libertad, y su coronación en el escenario de sus "proezas inmortales" (62). Este poema sería el instrumento más eficaz para la moralización de las futuras generaciones. De acuerdo a González,

San Martín es el genio que va a guiar a la nueva raza americana a las cumbres de los Andes [. . .] Él es, pues, el héroe que representa la nación y a la América del Sur [. . .] cuyo escenario es la cordillera, madre de antiguas civilizaciones primitivas, teatro de la guerra de la conquista, cima de la libertad (208).

Una paideia doméstica

¿Pero cuáles son las implicaciones sociales de apostar por la épica culta como modelo discursivo de organización literaria de la nacionalidad y de formular una selección jerárquica de textos dirigida a ilustrar a la futura intelectualidad del país? El modo detallado con que González construye a lo largo de La tradición nacional la escena ideal de la lectura de las obras canónicas permite entender de una manera precisa cómo concibe las relaciones entre educación, reproducción cultural y nación en una época de rápida modernización. En este contexto, no es un detalle menor que en un momento de la historia argentina en el que los proyectos oficiales de alfabetización masiva y nacionalización del curriculum estaban siendo fuertemente consolidados, González inscriba la formación de la "argentinidad" en otro espacio institucional: el hogar.

De hecho, lejos de ser una comunidad fundada en la coherencia lingüística, territorial o étnica, la nación es, para González, "la suma de sentimientos que muchos hogares reunidos despiertan en la masa social, obligados a evolucionar en unión y en concordancia"; "el hogar es el primer esbozo de la patria" (148). Dominio protector donde es posible reconstituir el ideal de una sociedad orgánica, el hogar opera como locus de restitución simbólica para los individuos sometidos a la aceleración y crispación de las relaciones sociales desencadenas por el capitalismo y la modernidad. En una época en la que el materialismo desintegra los sólidos lazos sociales de las comunidades tradicionales, el hogar permite asimilar, para González, las virtudes heroicas perdidas en su exterior. No es sorprendente, por lo tanto, que el ámbito doméstico sea también en La tradición nacional el espacio privilegiado de construcción e imposición del ideal nacionalista a través de la lectura. Poniendo la educación nacionalista fuera de la esfera del Estado, González señala que la literatura legendaria es la "verdadera literatura del hogar" y en su conocimiento está la clave para combatir los efectos desintegradores de una sociedad afectada por la secularización, las penurias derivadas del trabajo industrializado, la urbanización acelerada, el afán de dinero y la corrupción moral. Para González, el hogar es "la escuela del patriotismo, cuyas primeras lecciones recibe el niño en las primeras veladas" (178); en particular, el hogar representa el refugio donde es posible "salvar" a la nación a través de la lectura de textos épicos:

Esta es la verdadera literatura del hogar, que le mantiene unido y feliz, porque aleja las meditaciones positivistas que conducen a realidades y ambiciones perturbadoras del sosiego, y no deja entrar en oídos inocentes y en las inteligencias en desarrollo, las voces y las sugestiones sombrías de pasiones mezquinas, de odios y calumnias que ruedan por las calles de las ciudades populosas [. . .] Mil veces bendita sea esa llama del hogar, que alimentada por el amor y la fraternidad, mantiene siempre viva la fe en el porvenir, el valor de las grandes luchas de la vida, y forma las grandes virtudes cívicas, que con el sacrificio y el heroísmo, salvan las nacionalidades de las catástrofes de la historia (126-127).

La idea se repite en diversas partes del libro con la insistencia de quien necesita subrayar deliberadamente un programa de naturaleza excepcional. Para González, la literatura épica:

suaviza las pasiones, endulza las amarguras de la lucha diaria y llena de encantos apacibles al hogar doméstico, donde al calor de la llama del invierno desfilan, como una legión de sueños felices, las sombras de los héroes nacionales, arrancando exclamaciones de asombro, sembrando las virtudes y las ideas que han de ser la salvación común (182-183).

¿Pero qué sugiere, desde el punto de vista ideológico, la apuesta por una literatura cuya misión es reconfortar y salvar en el ámbito del hogar? Toda la propuesta de González remite aquí a un paradigma educativo personalizado y paternalista con fuertes matices sacralizantes. De hecho, el estudio de La tradición nacional indica que, para traducir su programa nacionalizador, González se vale de una escena idealizada de la lectura de inocultables connotaciones antimodernizantes. En efecto, el tópico de la lectura en la velada ha sido visto reiteradamente más como un producto de la imaginación que con un episodio comprobable en las sociedades a las que se lo atribuye. En La tradición nacional, todas las referencias a la escena de la lectura apuntan a un grupo de niños o jóvenes que, preferentemente en invierno, escuchan historias "en el silencio de la noche [. . .], en torno a la vetusta chimenea que ilumina apenas la cara del narrador oficioso, pero no menos entusiasta" (113). En una descripción cuyos elementos visuales parecen extraídos directamente de una pintura, los oyentes son capturados "en arrobamiento delicioso" (125) por las narraciones grandiosas y emulables que reconstituyen la fragmentariedad y aspereza de la experiencia moderna y llevan a un deseo de heroísmo tradicional.

Pero se sabe que esta representación de la lectura en la velada campesina constituye un tópico literario que ha sido explotado repetidamente en momentos de rápida modernización económica y cultural. Así, por ejemplo, Roger Chartier ha señalado que lectura en la velada invernal surge en la literatura y la pintura de fines del siglo XVIII y principios del XIX para dar cuenta menos de prácticas culturales concretas que de la imaginación, la nostalgia y las esperanzas de numerosos letrados y artistas que hicieron de esa imagen una herramienta simbólica para "presentar a la sociedad rural como patriarcal, fraternal, comunitaria, en contraste con la otra, corrompida y dislocada, de las grandes ciudades" (Chartier, 1994: 97)6. Aunque en González no hay referencias directas al campo, en La tradición nacional la lectura en la velada está directamente conectada con el hogar como un espacio destinado a salvaguardar al individuo de los nuevos peligros de la vida urbana. Para González la poesía del hogar representa la defensa ante la hostilidad de las ciudades populosas ya que ella "no deja entrar en oídos inocentes y en las inteligencias en desarrollo, las voces y las sugestiones sombrías" que circulan por las calles. En oposición a estos peligros, el hogar es el símbolo de la simplicidad natural, que habla de una transparencia perdida.

Por lo demás, en La tradición nacional las referencias al ámbito de la lectura apuntan claramente a un contexto literario específico: la tradición inglesa y alemana, donde la escena es particularmente popular. Las repetidas menciones a las literaturas del norte de Europa que se encuentran en el libro -Ossián, Walter Scott y Schiller- son ejemplos del lugar central que estas fuentes ocupan en el diseño de la política nacionalista de González. Chartier ha indicado precisamente que el tópico de la lectura colectiva y doméstica, en especial la de la Biblia, es común en el imaginario nacional de los países reformados (96). De hecho, González parece haberse apropiado de esa conexión, ya que La tradición nacional insiste en señalar los estrechos vínculos entre nacionalismo y religiosidad. En González, así como se piensa que los Andes esconden una "Biblia" (75) y el presente representa una "caída" (180), la lectura doméstica aparece como medio para lograr la "salvación" y la "redención". Las numerosas referencias de González a la necesidad de constituir una religión cívica remiten precisamente a estos contextos culturales:

La prueba más evidente de esta influencia moralizadora de la literatura legendaria, nos la dan las sociedades de origen germánico y anglosajón, donde son proverbiales el culto del hogar doméstico, que defienden de la maledicencia como defienden el santuario de su religión, y la costumbre de las veladas familiares, donde se renuevan constantemente las leyendas fabulosas en que fundan su sentimiento patrio (126-127).

Por su parte, la apuesta de González por un canon épico como centro de la paideia doméstica representa la articulación de un programa de nacionalización por la cultura fundada en un orden patriarcal y minoritario. González pone la responsabilidad de la educación nacionalista en la figura de un padre narrador, fuente de la reproducción de los textos de la cultura, sujeto de poder sobre la representación y la mediación cultural. La lógica de la circulación y recepción de los productos culturales destinados a la nacionalización parece responder así a una concepción centrípeta y jerárquica de las relaciones sociales. No se trata de la camaradería horizontal masiva, lograda por el capitalismo impreso, de la que habla Benedict Anderson (Anderson, 1991: 37-46), sino más bien de un ordenamiento político y cultural fundado en los estrechos círculos del lector culto y el auditorio selecto: de una sociabilidad constituida fuera de la esfera pública que basa su reproducción en la repetición intensiva de lo transmitido por la voz.

Así, los padres recitadores o lectores operan como mediadores privilegiados entre los textos de la elite cultural y un grupo de receptores: los miembros de su familia -niños, pero también mujeres-, a los que imagina siempre pasivos, "arrobados" (y esta palabra es clave en la presuposición de un lector en González) por el poder y la retórica masculina anclada en la fuerza monológica del discurso épico. La misión de la autoridad patricia, sentada alrededor de la vetusta chimenea, es transmitir esa virtud que, encarnada prioritariamente en los héroes militares, reoriente los destinos de la nación. Ese es el eje del programa literario de González: contribuir a encender "las cenizas de los sepulcros y precipita[r] a los pueblos a los grandes heroísmos" (59).

Nacionalismos culturales

A diferentes niveles, La tradición nacional pone de manifiesto un debate crucial con las premisas del liberalismo ideológico. En el caso de González, la fuerte disputa que introduce su texto en relación con las formas en que Mitre y Sarmiento habían planteado la cuestión de la nacionalidad abre una notoria grieta en la coherencia del relato de construcción de la Argentina moderna, e invita a reconsiderar las interpretaciones alternativas sobre el pasado nacional que se articulan casi desde el mismo momento en que se establece definitivamente el Estado. La tradición nacional se presenta de este modo como una obra clave para repensar la visión homogénea y unidireccional que ha dominado gran parte de los abordajes de la trama intelectual del 80, en tanto muestra las inocultables disonancias de opinión entre los agentes que -desde diversas posiciones generacionales, epistemológicas e ideológicas- intervinieron por entonces en la lucha por las representaciones de la cultura nacional.

Pero si el texto de González es fundamental para reabrir el debate sobre el nacionalismo finisecular, no es menos crucial para descongelar la mirada con que algunos letrados consagrados definieron más tarde esa misma problemática para legitimar su propio lugar político y cultural. No fue sino Ricardo Rojas quien con el peso de su autoridad letrada se propuso reducir, por ejemplo, la distintiva propuesta de González a un mero antecedente de las formulaciones nacionalistas del Centenario, en una estrategia autolegitimante cuya finalidad era hacer de la Argentina de 1910 el período central de articulación de la "argentinidad" histórica. Si las ideas de González habían representado para Mitre una ruptura fundamental con la visión establecida del desarrollo nacional, la originalidad de La tradición nacional sería subestimada en gran medida tres décadas después por el mismo Rojas, bajo el pretexto de que la producción de González representaba un trabajo de transición entre dos etapas más importantes de la evolución intelectual del país: Rojas vería en la obra de González la "columna liminar alzada entre dos épocas de la cultura argentina" (117): la Organización Nacional y el Centenario7.

Con todo, las diferencias entre las formulaciones de González y las de otros nacionalistas de comienzos del siglo XX -Rojas y Lugones, por ejemplo-, son tan notorias en sus conceptos y propósitos que sólo un ejercicio de gruesa e interesada generalización podría tratarlas como parte de un proyecto lineal y coherente de construcción de la identidad que tendría su momento culminante en 1910. Es visible que el texto de González articula las relaciones entre políticas culturales y canon de un modo que resulta irreductible a los planteos de Rojas y Lugones en sus repercusiones políticas, sociales y culturales. La apuesta por la épica "culta" en el caso de González lleva consigo, por ejemplo, un implícito rechazo de un nacionalismo que ve en la supuesta voz anónima del pueblo la base de un programa de cohesión social. En oposición a las propuestas que los filólogos modernos estaban realizando en Europa a partir de la canonización de textos épicos populares -y que se traducirían en la Argentina tres décadas más tarde con la consagración del Martín Fierro-, González estaba convencido a fin de siglo de que la lucha contra el materialismo debía centrarse en el desarrollo de valores morales de fuertes connotaciones aristocratizantes cuyos protagonistas centrales eran las clases privilegiadas de la sociedad, encarnación y modelo de las virtudes cívicas.8 En esta dirección, la obra de González no es ajena a una defensa de una edad de oro heroica, de fuertes proyecciones cristianas, donde la educación de los "mejores" en la virtud y el talento desconocía cualquier dimensión política oficial, centralizada y de alcances masivos.9 La idea de que los Andes debían ser el eje del programa de reconstrucción ética y estética de la "argentinidad" agrega, por su lado, un elemento único al programa cultural de González, que no encuentra términos de comparación entre los letrados del Centenario. Haciendo del tema de la inmigración masiva y la formalización de la democracia electoral los ejes de su planteo nacionalista, Rojas y Lugones apostarían por la educación estatal y el espacio material y simbólico de la pampa como lugares de constitución de la identidad.

Así, más que una obra de transición, La tradición nacional es un texto que, mirado de cerca, tiene un espesor irreductible a posiciones anteriores y posteriores y, en su densidad, permite poner énfasis en las tensiones y disputas que atraviesan la formación simbólica de la "argentinidad" a lo largo del tiempo y en el interior mismo de los grupos que lucharon por su definición e imposición en el cuerpo social. En ese sentido, entender la obra de González en su peculiar complejidad ideológica y cronológica es clave para salir de una lengua crítica establecida, para escapar de la pesada trama institucional y retórica que sigue operando veladamente en las conceptualizaciones unificadoras del nacionalismo cultural argentino y su traducción en forma de canon: para desglosar la multiplicidad de sus versiones y de sus usos históricos.

Notas

1 Los aportes de Bertoni han sido fundamentales para la reconstrucción de este período de la política argentina.
2 Esta percepción de la inmigración se repite en otras obras de González (Roldán 1993).
3 No deja de sorprender el dramatismo de estas afirmaciones en la Argentina de finales de la década de 1880. Las resonancias cataclísmicas que dominan en el fragmento de González y la afirmación espiritualista que las sigue no adquirirán una presencia significativa en el campo literario hasta después de la crisis económica de 1890.
4 Esta estrategia de reivindicación no implica, sin embargo, que González quiera restituir algún tipo de "agencia" a los indígenas: en La tradición nacional ellos aparecen sobre todo como parte de una historia lineal en la que operan como antecedentes de la institución de la república, y así se ubican claramente como figuras localizadas en el pasado. Además, González no apela a cualquier grupo indígena: elige inscribir la cultura argentina en la herencia del imperio incaico, y con ese gesto reafirma un discurso monumentalista moderno que sirve para legitimar la tradición criolla.
5 Este punto ha sido estudiado en detalle por Diana Sorensen (Sorensen, 1998: 142-158).
6 De hecho, la lectura en voz alta y en familia pertenece a un repertorio representacional que tiene destacados ejemplos en textos bucólicos y autobiográficos, como así también en algunas imágenes consagradas de fines del siglo XVIII: El campesino que lee a sus niños (1755) de Greuze y el frontispicio de la obra de Rétif de la Bretonne de 1788 (Chartier, 1994: 97).
7 Rojas agrega: "Muchas de las funciones que aparecen reunidas en la compleja personalidad de Mitre o de Sarmiento -escribía-, desaparecen en González, para dejar en separada nitidez los perfiles del educador, del legislador y del escritor, de donde provino su relieve entre los políticos empíricos de su tiempo, y entre los hombres de letras, ajenos a la acción social, o sea un tipo que se define en la siguiente generación" (119).
8 La apuesta por la épica "culta" en el caso de González no puede leerse como un dato accidental en el contexto cultural de fines del siglo XIX, ya que para entonces las miradas sobre el género habían sufrido un viraje fundamental. Habiendo tenido su momento de apogeo en el siglo XVI, la vertiente "culta" de la épica estaba experimentando la culminación de su ciclo histórico dos siglos y medio después en la Inglaterra victoriana (Graham, 1998). Por el contrario, desde 1870, es la épica anónima y popular la que empieza a ganar su lugar en el canon europeo cuando Gastón Paris rescribe la historia literaria francesa al consagrar a La Chanson de Roland, una pieza que nunca había sido leída en "clave patriótica", como monumento fundacional de la tradición. El gesto de Paris, en este marco, no tenía nada de arbitrario: la canonización del poema se produce en el momento en que los alemanes estaban cercando la capital francesa, y era necesario valerse de las fuentes literarias "populares" para unificar ideológicamente a los franceses a través de un discurso guerrero que los identificara como "los hijos de aquellos que murieron en Roncesvalles" (Gumbrecht, 1986; Cerquiglini, 1999). Puede verse así cómo la propuesta de González se asienta sobre el desarrollo de un modelo discursivo que, en otros contextos, ya había sido desplazado en el marco del nacionalismo de Estado.
9 El hecho de que González se integrara más tarde a un aparato de Estado que sostenía posturas disímiles a las que él formula en su libro temprano no disminuye el peso de La tradición nacional en los debates de la década del 80; la obra sigue siendo, en cualquier caso, una crítica exhaustiva de las implicaciones del proyecto de modernización del país a partir de una relectura del pasado cultural argentino.

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recibido: 15/12/05
aceptado para su publicación: 28/03/06