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Cuadernos del Sur. Letras

versión impresa ISSN 1668-7426

Cuad.Sur, Let.  n.35-36 Bahía Blanca  2005

 

Sagasti, Luis, Los mares de la luna, Buenos Aires, Sudamericana, 2006

Mario Ortiz

Universidad Nacional del Sur

Sagasti, Luis, Los mares de la luna, Buenos Aires, Sudamericana, 2006.

El empresario Loman ofrece una de sus proverbiales fiestas en el casco de su estancia. Poco es lo que se sabe de él porque "nunca aparece en las revistas ni en la televisión" (p.22). A esa fiesta exclusiva concurre, como es de suponer, lo más selecto del mundo de los negocios; y por lo tanto - como también es de suponer - allí se realizarán más negocios, ya que "precisamente de eso se trata: la continuación de los negocios por otros medios" (p.20). Un mundo que se prolonga en otro mundo y se cierra sobre sí mismo. Mundillo, cuyos estrechos y estrictos límites se remarcan por gruesas rejas, guardias y perros.

Con todo, la fiesta se desliza a lo largo de las páginas con la textura de un almohadillado que todo lo amortigua. En el salón principal, "no se distingue muy bien cuál es la principal fuente de luz" (p.27), mientras "la música de violines ha formado un colchón donde reposan las conversaciones; una música se escucha de a ratos, se abre paso entre los huecos de silencio y deja su estela, aparece y desaparece como los mozos" (p.23). Posible clave de lectura, o más precisamente, de tempo narrativo: la voz narrativa opera con esos efectos de superficie, de pura superficialidad en donde no ocurre nada, y donde los diálogos -siempre insertados en el párrafo mediante el estilo indirecto- están más bien esbozados que desarrollados, y forman una continuidad sintáctica y gráfica con los manjares y vinos. De un personaje se dice: "por su boca siempre pasa algo: palabras o comida o risas" (p.142). La voz narrativa selecciona fragmentos de diálogos y los intercala; de tal modo, los comentarios sobre el ámbito de los negocios se unen a las charlas banales sobre modas, viajes y ecología, y en ese roce se anulan y banalizan. Después de todo, "en la mesa no se habla ni de política ni de religión; es decir, en la mesa no se habla de nada serio" (p.29). Lo que ya se sabe: en una clase social que se define, entre otras cosas, por el gasto y el consumo, las palabras también se degustan como los buenos vinos, las obras de arte o los vestidos escotados. Unos se prolongan en otros porque los cinco sentidos del cuerpo son otros tantos órganos de consumo. Así, la fiesta se prolonga a lo largo de las páginas y de los días. El casco de la estancia es al mismo tiempo salón de baile, hotel, SPA; los invitados conviven como en un transatlántico de lujo.

Sin embargo, hay que leer todo esto desde la sospecha: a lo largo del relato, se van dejando señales, pistas de que las cosas en realidad no son lo que parecen. Pero la habilidad en la construcción del relato hace que esos detalles pasen casi inadvertidos, que caigan como al azar junto a los comentarios ocasionales y lugares comunes de sus personajes. Los mares de la luna -recuerda uno de ellos- en realidad no son tales: lo que hace falta entonces son instrumentos ópticos para acercar las cosas y ver sus detalles; telescopios para el espacio, lupas para el texto.

Por lo pronto, el clima de la novela va poco a poco enrareciéndose: pequeñas discusiones entre Julián y Emilia, la pareja protagonista; invitados que desaparecen sin motivos convincentes y sin despedirse; otros que llegan más tarde y reemplazan los lugares vacíos. A partir de la desaparición de Emilia, el relato cambia el tempo, y el clima se va tornando cada vez más amenazante. Mientras la fiesta continúa indefinidamente, Julián se siente perseguido y se refugia a la madrugada en un bosquecito aledaño a la cancha de golf. La narración, al focalizarse en él, juega con calculada ambigüedad entre el relato policial y el terror psicológico. Julián se trepa a un árbol, y experimenta un verdadero devenir animal o, como diría Sagasti, un retroceso en la escala evolutiva.

Recién a partir de aquí comenzamos a unir esos detalles dispersos en un a línea de sentido posible. El telescopio "evaporó" los mares de la luna. Del mismo modo, cierta noche, antes de la catástrofe final, Julián sale a fumar al balcón de su habitación y al levantar la vista al cielo recuerda que siempre quiso tener uno de esos aparatos; pero de haberlo enfocado, no a las alturas, sino a la tierra misma, hubiese podido acercar al lente el bosquecito de la cancha de golf, y ver con mayor detalle esas extrañas luces que se mueven en su interior, las actividades de los guardias, lo que se oculta a los ojos despreocupados de esa fête galante.

Como decíamos, algunos personajes desaparecen; cierta noche, hay un espectáculo de magia en el que, obviamente, también desaparecen cosas. Pero un personaje, algo entendido en trucos, comenta que las cosas en realidad no desaparecen; siguen estando en el mismo lugar; "el truco consiste simplemente en hacer que el público mire para otro lado y se convenza de que, precisamente, en el otro lado suceden las cosas" (p.94). El texto apuesta a este lector atento y desconfiado a quien, como en un relato de Carver, los hechos le son sugeridos más que explicados.

Texto que juega al ocultamiento, al secreto más que al misterio, a lo que ocurre en los bordes que escapan a la mirada del invitado lector. ¿Qué hay en ese bosque? Si en el gran salón y en las mesas de juego se "cocinan" negocios, ¿qué se cocina en esas enormes cocinas, por otra parte de acceso prohibido? ¿Qué son esas extrañas piernas de cordero que se sirven a la madrugada? La antropofagia es una posibilidad tenebrosa que parece dibujarse. En tal sentido, el barroco, y específicamente el barroco holandés, operan como resonancia de la propia trama de ocultamiento, juego de espejos y montaje: Loman muestra a algunos de sus invitado su colección privada, en la que se destaca El banquete de caballeros de Van Geertgen; en él se representa "a un grupo de caballeros que, al girar la cabeza, clavan sus ojos en los ojos de quien los observa, como si hubieran sido sorprendidos en una falta". Este observador, como en Las Meninas, se perfila en uno de los espejos del cuadro (p.118).

A partir de aquí se plantea un abanico de lecturas: ¿fresco satírico de una clase opulenta pero vacía? ¿Metáfora de la fiesta menemista organizada por un Loman -Yabrán que se escapa de la visibilidad pública?, ¿O también metáfora de la dictadura y los desaparecidos? ¿Alegoría de una clase que, en última instancia, termina devorándose a sí misma? La novela juega con estas posibilidades, sin definirse por ninguna. Pero sabemos cuáles son los problemas que se derivan de una lectura de tipo alegórica: la materialidad del texto se disuelve a favor de un sentido trascendente al cual se remiten todos los sentidos de ese texto, el cual, de este modo, se convierte en una mera ilustración en clave ficcional. Pero, como lo viera Adorno en las novelas de Kafka, no se sabría cómo encajar en un sentido unificador la multiplicidad de detalles que presenta la narración concreta y, por lo tanto, la alegoría tiende a estallar. Del mismo modo, si la fiesta es un símbolo de un momento determinado de la historia argentina reciente, ¿qué hago con su duración inacabable, y que se me impone a lo largo de tantas páginas como una presencia ineludible? ¿Qué con las relaciones complejas que empiezan a tramarse entre los propios protagonistas? ¿Qué le ocurre a mi propio cuerpo de lector después de tantas comidas y cigarros?

Entonces, una vez aceptados los instrumentos ópticos que propone el texto, lo que sugiero es abandonarlos bajo la hipótesis de que no hay un más allá para ver, de que este narrador / tramoyista / prestidigitador quiere hacernos desviar la mirada, pero al mismo tiempo quiere que veamos las cosas en su propio lugar, haciendo una lectura literal. De esta manera, la fiesta deviene algo en sí mismo pesadillesco por acumulación y multiplicación de las series de eventos y comidas; pequeño infierno del consumo desmedido que provoca intoxicación y decadencia en los cuerpos de los invitados. Mucho más eficaz que una sátira, la potencia política de esta novela se juega, entonces, a nivel de la letra, de lo específicamente literario. El consumo no se denuncia ni se condena: se lo multiplica hasta el delirio y la monstruosidad. Sólo así podremos apreciar la deformación de los cuerpos: de ese personaje que mencionamos al principio, y al que siempre le están pasando cosas por la garganta, a continuación se dice que pareciera tener dos bocas, una para hablar y otra para comer. Entes bicéfalos, o cuerpos seccionados como el de un invitado pura sonrisa educada en las técnicas de marketing, y que por eso se aparece al narrador como sonrisa separada del cuerpo, lo mismo que -menciona explícitamente- la del gato de Alicia en el País de las Maravillas. Mujeres de rostros estirados, pero manos como garras. En algunas reseñas periodísticas se hace referencia al barroco holandés (con sus juegos de sombras y luces, punto de vista problemáticos y espejos) como posibilidad de lectura que la misma novela ofrece. Es probable, pero si de pintura se trata, establezco mejores relaciones con los cuadros de Jorge de la Vega, en concreto con su serie norteamericana donde pintaba seres con rostro de felicidad radiante pero cuerpos deformados como babosas o pulpos.

Si seguimos pegados al texto, podremos ver las relaciones de poder que se establecen en el interior de este mismo mundo de poder. Las relaciones jerárquicas pasan no sólo por quien tiene más o menos dinero o posibilidades de movilizar inversiones e influencias, sino que en este mundo cerrado de la fiesta, donde solamente parecen reunirse para consumir -los negocios en realidad quedan en un plano secundario- se establecen relaciones de saber, de un saber que, obviamente, pasa por el consumo. El "hombre de mundo" es aquel que consume la variedad de objetos del mundo (gastronómicos, artísticos, turísticos, tecnológicos, etc.), y que sabe su peso, medida, nombre y valor. Julián da un primer sorbo a la copa de vino, y luego de degustarla, anuncia solemnemente "cabernet". Disimuladamente, da vuelta la botella, y ve que la etiqueta dice "malbec". Julián todavía no pasa del nivel de un dilettante en materia de consumo. Por ello, Loman ocupa un puesto de poder en la novela, no sólo porque es el anfitrión y su fortuna aparece como desmedida, sino porque sabe más: él es el supremo consumidor que, a su modo, se ha vuelto un especialista. Al principio del relato se lo presenta en la compra de una bodega que, si bien para él sería un negocio económicamente menor, reclama toda su personal atención como si se tratase de una inversión de envergadura. Su pinacoteca, como ya se ha dicho, es específica del barroco holandés. A ella invita a un reducido grupo de invitados, entre ellos a Pía, una curadora: "Loman se detiene un momento en cada pintura; y en cada una, antes de decir algo, deja un cono de gentil silencio para que Pía pueda reconocer en voz alta al autor. Julián tiene la impresión de que se trata de un ritual que Loman ha representado muchas veces" (p. 116). Es, claro, el ritual del examen; y se sabe que todo examen implica una relación de poder.

La antropofagia en este contexto no sería tanto un ritual ancestral o un símbolo de la clase explotadora, sino una prolongación de la misma lógica del consumo exquisito llevada hasta el grado de delirio perverso. Tramas de poder, entonces, entre quienes comen y eventualmente son comidos.

Tomo y obligo. Ofrezco una lectura propia; pero también reclamo de los demás la lectura de este texto ineludible en el panorama de la literatura argentina reciente. Es, sin duda, un acto obligatorio, pero también de auténtico placer.

recibido: 14/09/06
aceptado para su publicación: 15/10/06