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Cuadernos del Sur. Letras

versão impressa ISSN 1668-7426

Cuad.Sur, Let.  n.37 Bahía Blanca  2007

 

Miguel Dalmaroni, Una república de las letras. Lugones, Rojas, Payró. Escritores argentinos y Estado, Rosario, Beatriz Viterbo, 2006, pp. 241.

Sergio Pastormerlo

Universidad Nacional de La Plata
Universidad Nacional del Sur

Recibido: 05/12/07
Aceptado para su publicación: 20/12/07

"Durante la modernización de la literatura argentina, tanto algunos escritores-artistas como ciertos funcionarios públicos concedieron, desearon, imaginaron o alcanzaron a creer que planificar el Estado era la misión principal de las nuevas letras y, luego, la justificación del escritor moderno y de su lugar en la sociedad". ésta es la tesis de Una república de las letras, planteada sin perder tiempo y bajo su forma más riesgosamente escueta en los "Avisos" con que se abre el libro. El tramo histórico estudiado va desde 1888 (año de publicación de La tradición nacional de Joaquín V. González) hasta 1917 (año en que se inició la publicación de la Historia de la literatura argentina de Ricardo Rojas). El subtítulo incluye los nombres de Lugones, Rojas y Payró. Si bien el libro no desmiente esos protagonismos, para la tesis el nombre de Payró no resulta más indispensable que el de González -un personaje a la vez secundario y omnipresente.

¿Una alianza entre escritores y Estado cuando tantos nuevos escritores, estrenando trajes de artistas modernos, se quisieron al menos vagamente anarquistas y diseñaron sus subjetividades a contrapelo del discurso estatal? Dalmaroni, que desalienta casi siempre las paráfrasis, anticipa también casi todas las objeciones. "Es cierto que esos valores [de la oposición o impugnación del Estado por parte del escritor] surgen con toda la fuerza de la novedad en América Latina hacia el 900, pero en ese momento no son indiscutibles ni los únicos que definen las posibilidades disponibles de modernización de las letras, por más que resulten estadísticamente impactantes y, a largo lazo, dominantes". Con el mismo procedimiento (una concesión seguida de una reafirmación), contesta los menos indulgentes reparos imaginables contra su tesis. Admite que el fenómeno analizado solo "reúne un puñado de nombres y alcanza su clímax durante unos pocos años", pero recuerda que esos nombres (González, Lugones y Rojas, entre otros) y esos pocos años (alrededor de 1910) "han sido considerados de modo casi unánime por la crítica de la cultura entre los más importantes durante el proceso de modernización de la literatura argentina". Admite, también, que se trató de una alianza "transitoria", pero lo hace para mejor negarle un verosímil carácter "residual": no fue el declive final de un proceso en el que los letrados pasaron de planear, construir y dirigir el Estado a ocupar puestos secundarios en su aparato burocrático, sino un proceso, aunque relativamente breve, novedoso. Fue un alianza en la que ciertamente no faltaron los cargos y encargos estatales, pero fue mucho más que una mera cuestión de subsistencia económica, de empleos o canonjías.

Así, desde sus primeras páginas, Una república de las letras se adelanta a las objeciones y parcialmente las asume. Al mismo tiempo reconstruye un amplio estado de la cuestión que, mediante el registro de coincidencias y discrepancias, le permite afinar sus propias propuestas. Cuando el lector se interne en las lecturas dedicadas a los casos particulares de Lugones, Rojas y Payró, estará en condiciones de probar la consistencia de una hipótesis principal bien definida que, sin alardes de originalidad y polémica (al contrario, el libro se autodefine sencillamente como la exploración de una idea bien pública del nada secreto ángel Rama), ilumina de manera metódica lo menos evidente e invita a la discusión.

Hay por lo menos tres argumentos mayores, recurrentes en las lecturas consagradas a Lugones, Rojas y Payró, sobre los que se apoya Una república de las letras. El primero advierte sobre la relación de reciprocidad entre las necesidades del Estado y las de algunos de estos nuevos escritores del 900. Si los escritores se creyeron convocados por las demandas de un Estado en proceso de modernización, esa creencia, que más de una vez pudo ser desmesurada y hasta puramente ilusoria, quedó sin embargo respaldada por estrategias de cooptación de estos intelectuales por parte del Estado. En este punto resulta clave, desde luego, la figura intermedia y mediadora de Joaquín V. González, que fue quien mejor articuló esta funcionalidad de doble dirección entre la modernización del Estado y la de las letras.

Las relaciones entre estos escritores y el Estado, por otra parte, se leen en sus trayectorias como intelectuales y funcionarios estatales, pero también en sus textos. "Los primeros contactos personales de Lugones con el autor de Mis montañas pueden haber sido indirectos, pero datan ya de 1889", escribe Dalmaroni en la página 62. Y en la página 126, con el mismo ánimo detectivesco: "Por lo menos desde 1905 Rojas toma contacto con González". A partir de estos contactos iniciales, el libro reconstruye una trama de relaciones en la que se cruzan sujetos, textos y oficinas del aparato estatal, y los puntos de cruce, en tanto hacen sistema, resultan puntos de corroboración. Por lo demás, los textos considerados pertenecen a muy diversos géneros (ensayos, poemas, leyes, prólogos, relatos), y los análisis propuestos consiguen extraer significados concurrentes a pesar de esa diversidad. Así, cuando Una república de las letras se ocupa de las relaciones entre Lugones y González, analiza vínculos personales y textuales más o menos evidentes como los que pueden detectarse en El imperio jesuítico (encargo de González, por entonces ministro de Roca) o en La guerra gaucha, pero también descubre continuidades entre el proyecto de Ley de Trabajo enviado por González al Congreso en 1904 (del que Lugones fue uno de sus redactores) e "Izur", aquel relato de Las fuerzas extrañas basado en la teoría de que los monos habían sido hombres que alguna vez simularon, por comodidad, no saber hablar: "No hablan para que no los hagan trabajar".

Por último, Una república de las letras propone una explicación de la modernización literaria en Argentina que se resigna explícitamente a ser parcial (aun el lector más distraído entenderá que las determinaciones iluminadas por sus análisis no fueron las únicas ni gravitaron parejamente sobre la literatura de la época) para mejor examinar aspectos locales y diferenciales respecto de los modelos europeos. "Una zona destacada de la literatura de pretensión culta o gusto elevado", escribe Dalmaroni al resumir por segunda vez su tesis principal, "no puede modernizarse sino a condición de identificar las necesidades del nuevo público con las necesidades de la nueva ciudadanía, esto es, respondiendo al mercado-en-modernización (o produciendo bajo sus formas) lo que les demanda el Estado-en-modernización (y lo que se imaginan que les demanda)". Esa "zona destacada de la literatura", la zona de la cultura letrada culta o dominante del 900, es la que mejor conoce los retratos y relatos ejemplares del escritor y la vida literaria modernos, pero es al mismo tiempo la que "no dispone aún, a diferencia del emergente circuito popular, de un mercado que le permita autonomizarse de la política". El libro no prescinde de la cópula literatura y política (aunque le moleste su vaguedad) ni, menos aun, literatura y nacionalismo (porque las pretensiones del poeta experto en espiritualidades y sensible a las vibraciones más íntimas de la patria no resultan indiferentes a su argumentación). Pero prefiere enlazar literatura y Estado porque encuentra allí, junto a la presencia de la figura del escritor pedagogo aliado a un Estado educador, cierta ausencia clave para entender las singularidades de un proceso de modernización literaria periférico y, pese a su voluntad mimética, heterodoxo: la ausencia de un Estado democrático moderno consolidado.

Hasta aquí intenté reseñar el argumento que funciona como eje del libro. Está lejos de ser, sin embargo, la única reseña posible. Contra esta lectura atenta a la continuidad de una argumentación sostenida, sería necesario subrayar que varios de los capítulos van seguidos de digresiones tituladas "Desvíos", o que el libro termina con una "Coda" dedicada a Lucio Mansilla, Juan José Saer y César Aira donde la alianza con el Estado estudiada precedentemente muestra el revés de su trama. La escritura misma de Dalmaroni, que sabe combinar registros extremos (desde los protocolos de la crítica académica hasta las indocilidades del discurso panfletario) participa de esta dualidad.

El libro está dividido en dos partes. La primera sigue el recorrido Lugones-Rojas-Payró. La segunda vuelve a Lugones y le está íntegramente dedicada. Los "Avisos" preliminares aclaran que la segunda parte corre "el riesgo de excederse en la repetición", pero también le sugieren al lector la posibilidad de comenzar su lectura salteando la primera, con lo cual Una república de las letras no sería (solamente) un libro sobre las relaciones entre escritores y Estado en el proceso de modernización literaria, sino un libro sobre Leopoldo Lugones.

"Para ciertas morales críticas dominantes en las universidades, los libros suelen ser considerados más bien por su interés cultural, histórico, antropológico, político", escribe Dalmaroni, para advertir enseguida que sigue creyendo en la distancia entre "la muy mala literatura de, pongamos por caso, Manuel Gálvez, y la muy buena de Juan L. Ortiz". Con su ebriedad innata y permanente, con su humor voluntario o involuntario pero en cualquier caso irresistible, Lugones (especialmente el Lugones del Lunario) parece seguir siendo capaz de fijarle un límite a aquellas morales críticas. Resulta notorio que Dalmaroni tiene con Lugones lo que vulgarmente llamamos una cuestión personal, es decir, la primera condición que debe cumplir la crítica, el género del más probable aburrimiento, para interesar. También resulta por lo tanto feliz que Una república de las letras acepte sin acatamientos reverenciales ni esteticismos intempestivos aquel límite que la literatura, cuando consigue imponerse como tal, impone a la crítica.