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Cuadernos del Sur. Filosofía

versión On-line ISSN 2362-2989

Cuad. Sur, Filos.  no.39 Bahía Blanca  2010

 

Pierre Bayle. El mal, la razón y la fe cristiana

Fernando Bahr*

* (UNL/CONICET)

Resumen
El objetivo de este trabajo es reunir y ordenar los argumentos en torno al problema del mal que utilizó Pierre Bayle a comienzos del siglo XVIII para sostener que la fe en el Dios cristiano debe entenderse literalmente como una continua humillación de las luces naturales. Luego de presentar en general la posición que sostiene, se examinan tanto sus críticas a la "enfermedad racional" como su concepción de la cura que ofrece la fe. Finalmente, se destacan las diferencias de interpretación que se han dado al respecto entre filósofos y especialistas, diferencias que, a nuestro juicio, apuntan a una tensión existente en el núcleo de la cultura occidental y que Pierre Bayle supo presentar en toda su crudeza.

Palabras clave: Objeciones Maniqueas; Teodicea; Razón; Terapia Escéptica; Fe.

Abstract
The aim of this paper is to collect and put in order the arguments about the problem of evil that were built up by Pierre Bayle at the beginning of the 18th. Century in order to sustain that Christian faith must be literally understood as a continuous humiliation of natural reason. After describing Bayle's position in a general way, we examine his critics to "rational illness" as well as his conception of the therapy or cure offered by Christian faith. Finally, we emphazise the differences in intepretation of this topic among philosophers and specialists in Bayle's thought. These differences, in our opinion, are signs of a tension, basic to Western culture, that Pierre Bayle knew how to present in all its roughness.

Key words: Manichaean Objections; Theodicy; Reason; Skeptical Therapy; Faith.

Introducción

En 1963, Elisabeth Labrousse, la principal promotora del rescate de Pierre Bayle para la Historia de la Filosofía Moderna, cerraba la biografía de este autor afirmando la posibilidad de que la fosa común de la Iglesia valona de Rotterdam se hubiera cerrado el último día de 1706, "antes que sobre los despojos de uno de los primeros deístas del siglo XVIII (...) sobre los de uno de los últimos maniqueos de la historia" (Labrousse, 1985:270-271). Veintidós años después, en 1985, iba a manifestar su arrepentimiento al respecto. Al final de la segunda edición de la biografía, en efecto, Labrousse reconoce que las críticas de Jean-Pierre Jossua eran justas y que aquella fórmula había sido "prematura y desgraciada" (Labrousse, 1985:294)1: Bayle no podía ser entendido ni como maniqueo ni como deísta; era mejor concebirlo como militante de una fe cristiana que postulaba la bondad y la santidad de Dios de manera heroica, esto es, a pesar de que la creación le parecía más un teatro de marionetas o una pesadilla que una expresión de aquellos atributos2.

El mea culpa de Elisabeth Labrousse es muy significativo. Hay que tener presente que la conjetura de 1963 no era efecto de la prisa o el malentendido, pues por entonces Labrousse llevaba ya varios años estudiando a Bayle y había publicado un Inventaire critique de su correspondencia3(Labrousse, 1961). La posibilidad del maniqueísmo, pues, tanto como la corrección posterior, nace más bien del desconcierto e indica sobre todo una apuesta. Dicho en otros términos, describe la inquietud teórica en la que se encuentra el intérprete frente a objetos tan resbaladizos como los escritos de Bayle, escritos "afilosóficos", decía André Robinet, de antítesis que jamás conocen la síntesis, de aforismos que nunca alcanzan el sistema (Robinet, 1959:50). Y si tal desconcierto aparece cuando la atención se fija en tópicos como la moralidad o el saber científico, aparece con mayor fuerza aún en el momento en que examina precisamente el punto que motivó la rectificación de Labrousse: el problema del mal y su relación con la fe en un único Dios providente. A este problema, y sobre todo a las posiciones extremas que Bayle obtiene de su análisis, queremos dedicar el presente artículo.

Creer o razonar

Empecemos resumiendo el problema, o más bien el desafío, que Pierre Bayle ofreció a los teólogos y filósofos de su tiempo. Si unos imaginarios escépticos retomaran la doctrina maniquea de dos divinidades coeternas y enfrentadas, el Principio del Bien y el Principio del Mal, sin ánimo de creerla verdadera y solo con el propósito de poner a prueba la teodicea cristiana en puntos cruciales de su despliegue (la doctrina del "permiso" del pecado, la relación entre libertad humana y providencia divina, la supuesta justicia del castigo eterno y el carácter aparentemente inevitable de los males físicos), saldrían fácilmente victoriosos del combate dialéctico y forzarían a los "defensores de la causa de Dios" a reconocer que sus explicaciones son incomprensibles para ellos mismos y constituyen más bien la expresión dulcificada de una creencia ciega.

El reto era muy molesto, pero, aun así, lo era menos que las consecuencias. Efectivamente, para Bayle ese fracaso de los teólogos era la contracara del triunfo de la fe y un "llamado a la humildad cristiana". Lo dejó escrito con gran claridad en 1701, ante el pedido de aclaraciones que le hizo el Consistorio de la Iglesia Valona de Rotterdam por las ideas y expresiones audaces que se encontraban en la primera edición de su Dictionnaire historique et critique (1696)4.

Hay tanta gente que examina tan poco la naturaleza de la fe divina, y que tan raramente reflexionan sobre este acto de su espíritu, que se hace necesario sacarlos de su indolencia mediante una larga lista de las dificultades que rodean los dogmas de la religión cristiana. Es por un vivo conocimiento de estas dificultades por lo que aprendemos la excelencia de la fe, y de este favor divino. Aprendemos por la misma vía la necesidad de desconfiar de la razón y de recurrir a la gracia. Aquellos que no hayan asistido jamás a los grandes combates de la razón y la fe y que ignoren la fuerza de las objeciones filosóficas, ignoran una buena parte del agradecimiento que le deben a Dios, y del método para triunfar sobre todas las tentaciones de la razón incrédula y orgullosa (Bayle, 1740, IV:646).

La pregunta acerca del origen del mal era para Bayle ocasión inmejorable para esa reflexión acerca de la naturaleza de la fe divina, pues carece de respuesta: "Está más allá de nuestra razón, y la filosofía puede sentir aquí su fortaleza y su debilidad" (Bayle, 1727-1731, III:683a. Cfr. Bayle, 1740, III:319a). Justamente, que haya permanecido como dificultad teórica en el seno del cristianismo revelaba para él que teólogos y filósofos, incluidos los primeros Padres, habían equivocado el camino. Acosados por sus detractores ante el acontecimiento de la caída de Adán, la fuente reconocida de todos los males, intentaron darle una solución racional en lugar de retirarse a su fuerte: la palabra de Dios. Este error de estrategia los llevó a un cúmulo de esfuerzos infructuosos, cuando la respuesta era mucho más simple: "Que Marción y todos los maniqueos razonen cuanto quieran para mostrar que bajo una providencia infinitamente buena y santa esta caída del hombre inocente no podría haber acontecido, ellos razonarán contra un hecho, y por eso se volverán ridículos" (Bayle, 1740, III:627a). Alcanzaba con esta máxima, "ab actu ad potentiam valet consecuentia", y con este entimema, "ha sucedido, luego no repugna a la santidad y a la bondad de Dios". En la Revelación está el único depósito inexpugnable de argumentos (cfr. Bayle, 1740, III:306b, 319a y 635a). La palabra de Dios, por su sola presencia, desmiente todo lo que las máximas de los filósofos y las evidencias de la razón se atrevan a presentar como verdadero: sabemos que Dios es infinitamente bueno y santo, vemos que ese Dios ha permitido la caída de Adán y ha condenado a sus descendientes a una eterna serie de desgracias; luego, por más que las luces naturales se obstinen en demostrar lo contrario, nada puede haber entre esos dos datos que sea últimamente inconciliable.

Ahora bien, esta "solución" requiere para su eficacia que los contrincantes reconozcan la divinidad de las Escrituras, lo cual ya generaría otro problema. Pero inclusive suponiendo que se lograra persuadir a los maniqueos históricos en este punto, el argumento parece dejar intocadas a las tropas dialécticas de los paganos y, lo que acaso es peor, a los escépticos maniqueos imaginados por el Dictionnaire, simples curiosos que, como dijimos, no tienen domicilio fijo ni posesiones que defender. ¿Qué valor podrán tener frente a ellos las pruebas del origen divino de la Biblia, pruebas que en todo caso apelan a la confianza, pero no a la demostración matemática? Bayle reconoce que ninguno.

¿Entonces? Entonces, eso mismo deberá servir de criterio para elegir con quien discutir: "creo que de entrada deberemos preguntar a nuestros adversarios, ¿admitís la Escritura? Y si responden que no, les diremos lo que se acostumbra a decir a los que niegan los principios, no disputaremos con vosotros por lo tanto" (Bayle, 1727-31, III:674a; cfr. Bayle, 1727-31, III:778a-b y 1740, III:627a). En el caso de que los adversarios contestaran que sí, la disputa ya está ganada, o mejor dicho, no hay disputa, porque ambas partes se rinden ante el imperio de la Palabra divina. En el caso de que contestaran que no, tampoco hay disputa, esta vez en nombre de la falta de principios comunes. Se rechaza así la discusión en el terreno originalmente propuesto, horizontal y sin peticiones de principios, para trasladarla a un nuevo ámbito presidido por un Dios perfecto por definición que inmediatamente la disuelve. Esto, que en términos de reglas de discusión puede parecer un fraude, es en realidad una aplicación estricta del precepto cristiano que niega acceso a la verdad a todo aquel que no crea ya en ella.

Ahora bien, observemos entonces cuáles son, en realidad, las alternativas a las que se enfrenta, según Bayle, el cristiano desafiado por el problema del mal: o aceptar las leyes del combate y salir inexorablemente derrotado; o creer sin razonar. En lugar de responder elaborando hipótesis o doctrinas que disculpen a Dios de la incriminación, por lo tanto, deberá recordar a Isaías, "los caminos de Dios no son los nuestros", o a Pablo en la Epístola a los Romanos, "pero ¿puede la cosa formada decirle a aquel que la formó, por qué me has hecho así?", y guardar silencio. Elevar la fe y someter la razón; creer y callarse (cfr. Bayle, 1727-31, III:683a y 763a; 1740, III:627a y 636a, I:335a).

Este sentido higiénico tendría, pues, la larga serie de objeciones maniqueas. Descubriéndonos las incoherencias y errores, ellas nos enseñarían en carne propia a no confiarnos en las soluciones vanas de los filósofos; mostrándonos las dudas y perplejidades que encierran, ellas nos ayudarían a librarnos de los falsos ídolos de la razón y a entregarnos agradecidos a la seguridad inconmovible de la fe5. Cada argumento en contra de la bondad de Dios, por lo tanto, se transfiguraba de esta paradójica manera en una defensa de su majestad, y cuanto más cruda fuera la conclusión racional tanto más importante era su papel en la construcción de la vida cristiana, definida por Bayle como una valiente y continua humillación de las luces naturales:

Es más útil de lo que se piensa humillar la razón del hombre, mostrándole con qué fuerza las herejías más disparatadas, como ésta de los maniqueos, se burlan de sus luces y embrollan las verdades más importantes. Esto debe enseñar a los socinianos, para quienes la razón debe ser regla de la fe, que se meten por un camino de extravío, apropiado solo para conducirlos poco a poco a negar todo, o a dudar de todo, y que se arriesgan a ser derrotados por la gente más execrable. ¿Qué hay que hacer entonces? Someter el entendimiento a la obediencia de la fe, y no disputar jamás sobre ciertas cosas. En particular, no hay que combatir a los maniqueos más que por la Escritura y por el principio de sumisión, como hizo San Agustín (Bayle, 1740, III:629b).

Razonar es enfermarse

Los socinianos eran para Bayle un caso típico de enfermedad racional. Esta secta, consolidada en el siglo XVI por Fausto Socin, intentó depurar a la religión cristiana de todos sus elementos incomprensibles; propuso sustituir las pruebas del sentimiento por argumentos lógicos y nociones evidentes. ¿A qué se vio conducida? A negar la Trinidad, en nombre del principio evidente de que las cosas iguales a una tercera son iguales entre sí; a negar la presciencia de los futuros contingentes, en nombre de la noción evidente de que no se puede saber cómo ocurrirá aquello que tiene diversas maneras igualmente posibles de ocurrir; a proclamar la eternidad de la materia, en nombre del principio evidente de que nada se hace de la nada; a defender la noción de un Dios extenso, y por consiguiente, limitado; a negar la eternidad de las penas infernales o defender como preferible el aniquilamiento directo del condenado. Rechazaron así la palabra de Dios, se transformaron en una pequeña cantera de herejías perseguida por todos los príncipes y denostada por el pueblo. ¿Consiguieron aun a este terrible precio un sistema coherente? No, pues sus adversarios encontraron mil puntos débiles en su doctrina por donde atacarlos (Bayle, 1740, IV:232a; cfr. Bayle, 1740, III:544b y 545b).

Al caso de los socinianos se van sumando otros a lo largo del Dictionnaire; el de Uriel Acosta o Da Costa, por ejemplo6. Este, un portugués nacido a fines del siglo XVI como cristiano, se convierte al judaísmo por considerar que la razón y la evidencia histórica estaban a favor de esta fe; pronto ese mismo afán de exactitud lo lleva, sin embargo, a negar muchas tradiciones judías al encontrarlas no avaladas por la Escritura, a impugnar la inmortalidad del alma y también la divinidad de los libros de Moisés. Adopta al fin una suerte de religión natural, comenta Bayle, de la cual también habría abjurado de haber vivido seis o siete años más, porque quienes adquieren el hábito de disputar acerca de todo en materia de religión desembocan fatalmente en la destrucción de cualquier creencia. Fatalmente: por una ley inscrita en la esencia del instrumento de las disputas, la razón humana, cuando se la deja librada a sus propias fuerzas, a su propia voracidad (cfr. Bayle, 1740, IV:315).

La razón humana "es un principio de destrucción, no de edificación" (Bayle, 1740, III:306a), un arma tan letal en el ataque como impotente en la defensa. Podrá, acaso, construir o ayudar a construir una doctrina, pero es seguro que apenas haya terminado de hacerlo proveerá los medios para tirarla abajo (cfr. Bayle, 1740, I:707b y IV:81b-82a). Por ello, quien se entrega a un ejercicio indiscriminado y autónomo de los principios racionales terminará ahogado por un desierto de dudas y perplejidades, incapaz ya de distinguir el error de la verdad. Lo dice el artículo Acosta en su moraleja final con otra metáfora, mucho más desagradable que las anteriores pero en la misma medida eficaz:

(...)y podemos comparar a la filosofía con esos polvos tan corrosivos que después de haber consumido las carnes babosas de una herida, carcomerán la carne viva, y cariarán los huesos, y los horadarán hasta la médula. La filosofía refuta al principio los errores; pero, si no la detenemos allí, ataca también las verdades: y cuando la dejamos actuar a su fantasía, va tan lejos que ya no sabe adónde está ni encuentra ya dónde asentarse (Bayle, 1740, I:69a)7.

Hay quienes conjeturaron que en la historia de Uriel Acosta Bayle pudo haber deslizado ciertos rasgos autobiográficos, o que, quizá, el autor del Dictionnaire, reconociendo como propio ese regocijo por la disputa y la inquisición que sufría el portugués, vio adelantado en él su propio destino y quiso evitarlo (Barber, 1952:121-123). Puede ser cierto. En cualquier caso, está claro que Bayle presenta la vía de la razón como un temible error y aconseja -a la manera de Maimónides (cfr. Popkin, 1965:25-29)- que los extraviados se dejen guiar por una instancia superior, que no puede ser sino la Revelación. E. D. James señaló que esta conclusión o moraleja de Acosta no puede ser considerada heterodoxa. A partir de este artículo, decía, se puede inferir que Bayle reconoce en la razón un valor, aunque esencialmente crítico: el de descubrir los errores (las "carnes babosas" de la herida); admite también sus peligros, claro, pero allí está la Revelación para controlar las extravagancias en las que pudiera incurrir (cfr. James, 1962:308).

En el acotado terreno que James se detuvo -una página de las miles que componen el Dictionnaire-, su juicio es irreprochable. Pero el problema se plantea cuando se observa el modo cómo Bayle concibe ese "control" que la Revelación debe ejercer sobre la razón perpleja, por ejemplo, ante el origen del mal:

Aun cuando usted probara invenciblemente a un predestinador que su sistema está ligado necesaria e inevitablemente con esta consecuencia: Luego Dios es el autor del pecado; deberá conformarse con respecto a esa persona con una respuesta como ésta: Veo tan bien como usted la ligazón de mi principio con dicha consecuencia, y mi razón, que la ve, no me provee de luces suficientes para hacerme comprender en qué me equivoco; pero no dejo de estar firmemente persuadido de que Dios encuentra en los tesoros infinitos de su sabiduría un modo cierto de romper esa ligazón, un modo, digo, cierto y muy infalible, aunque me sea desconocido y sobrepase el alcance de mis luces. Un cristiano debe presumir principalmente de sumisión a la autoridad de Dios (Bayle, 1740, IV:218a).

"Veo tan bien como usted", aparece allí la ventaja que resultaba difícil de recuperar una vez concedida, y sobre todo cuando eso que se ve había sido desarrollado y fundamentado con el mayor esmero a través de cientos de páginas. Bayle podía comparar su proceder con el de un fiscal que con toda legitimidad se declara en contra de la parte que ha recibido un tratamiento más claro y más brillante en su alegato (cfr. Bayle, 1727-1731, IV:42b); pero no hay que asombrarse si los lectores descubrían en el gesto de devoción final algo más bien semejante a la sonrisa del cirujano cruel que remueve la herida. Esa insistencia en las consecuencias horribles que "las ideas del orden" derivaban del dogma cristiano, en particular, no podían dejar de parecerle inquietantes a un tiempo convencido de que nada podía tener una existencia muy duradera si tales "ideas del orden" no lo refrendaban. "Felices los que creen sin haber visto", citaba Bayle (1727-31, IV:89a); pero todos entendían que la ceguera y la felicidad no podían ir de la mano, que nadie podía "burlarse" sensatamente de objeciones insolubles (cfr. Bayle, 1727-31, IV:42a)8, y que recomendar a los "verdaderos cristianos" alejarse "de los abismos cuyas profundidades los tragarían si quisieran sondearlas demasiado" (Bayle, 1727-31, III:819b) era apelar a una docilidad menos propia de hombres que de animales. Ya veremos como nuestro autor se defendió de tales cargos. Por ahora, bástenos subrayar esto: que cualquier intento por someter la teología a la filosofía estaba para Bayle condenado a la impiedad o al fracaso, pues quien acepta la intromisión de la razón en cuestiones religiosas queda fatalmente contagiado de una enfermedad mortal y terminará destruyendo lo que quería originalmente fortalecer.

Creer es curar

Para Pierre Bayle el rechazo que su posición despertaba en la República de las Letras carecía de justificación. Reconocer que las objeciones de los maniqueos resultaban insolubles era actuar con buena fe, no engañar, buscar ser objetivo y ecuánime; todo ello sin moverse un paso de la tradición cristiana. El origen del mal nos resulta incomprensible; sabemos que Dios es infinitamente bueno y poderoso, pero la evidencia racional a nuestro alcance nos muestra que un Dios así no podría haber actuado tal como parece haberlo hecho. La dificultad es grande; las respuestas, débiles o inaceptables. ¿Qué debemos concluir sino que el misterio nos sobrepasa? ¿No ha sido esta la conducta cristiana por excelencia desde San Pablo? ¿No hacemos acaso como cristianos "una profesión abierta de incomprensibilidad" (Bayle, 1740, IV:524b)?

A quienes se escandalizaban por las conclusiones del Dictionnaire, Bayle les recuerda por lo tanto que el cristianismo no es una filosofía sino un mensaje de Dios, insondable para la criatura. Buscar conciliarlo con las reglas racionales equivale a alterarlo en su esencia, y que no se pueda responder mediante la luz natural a las objeciones que proponen los incrédulos antes que un motivo de alboroto debería ser un motivo de tranquilidad. La "derrota" ante los maniqueos indica una consecuencia lógica, dado que el carácter esencial de los misterios era ser un objeto de fe y no de ciencia. "Dejarían de ser misterios si la razón pudiera resolver todas las dificultades; y así, en lugar de encontrar extraño que alguien confesara que la filosofía puede atacarlos pero no responder al ataque, deberíamos escandalizarnos si alguien dijera lo contrario" (Bayle, 1740, IV:631). Inténtese explicar el misterio de la Trinidad o el misterio de la Eucaristía en términos racionales y se obtendrá el mismo resultado. Nadie se molesta por ello. ¿Por qué molestarse entonces cuando alguien observa lo incomprensible de la conducta divina con respecto al origen del mal? Al fin y al cabo, los decretos sobre la caída del primer hombre y sobre las consecuencias de esa caída constituyen uno de los misterios más profundos de la religión cristiana; teólogos insospechables de heterodoxia están de acuerdo en esto, y se apoyan en las fuentes más antiguas de la fe. Los escritos de san Pablo, dice Bayle, nos enseñan que este gran apóstol, se planteó con el mayor rigor las dificultades de la predestinación, y no pudo salir de ellas más que proclamando el derecho absoluto de Dios sobre todas las criaturas y sometiendo sus dudas a la incomprensibilidad de los caminos divinos. "¿Se podría mostrar de una manera más clara que mediante tal solución cuán inexplicable es el dogma de los decretos de Dios sobre el destino de los elegidos y los réprobos?" (Bayle, 1740, IV:635).

Sin embargo, Bayle admite que las objeciones maniqueas apuntan a un blanco distinto, más cercano al corazón del cristianismo, y que la irritación que provocan está en directa relación con el problema al que se refieren.

Las objeciones que [la razón] propone contra los misterios de la Trinidad y de la Encarnación no se hacen sentir, por lo general, más que en aquellos que tiene cierto barniz de lógica y de metafísica; y como estas pertenecen a las ciencias especulativas golpean menos al común de la gente; pero las que se proponen contra el pecado de Adán, y contra el pecado original, y contra la condena eterna de una infinidad de gente que no podía ser salvada sin una gracia eficaz que Dios no ha dado más que a sus elegidos, están fundadas sobre principios morales que todos conocen y que sirven continuamente de regla tanto a los sabios como a los ignorantes para juzgar si una acción es injusta o no lo es. Estos principios son de la última evidencia y actúan sobre la inteligencia y sobre el corazón, de suerte que todas las facultades del hombre se sublevan cuando es preciso imputarle a Dios una conducta que no está de acuerdo con esta regla (Bayle, 1740, IV:635).

Pero justamente esto, que el problema del mal se haga sentir en el común de la gente, en sus acciones cotidianas y en su lenguaje, marca según Bayle la gravedad del salto que implica la fe, por su desprecio a las objeciones filosóficas y su sumisión a la verdad revelada. Señalábamos antes esta cualidad paradójica de destruir para defender que expone el Dictionnaire. Creer en misterios tales como la Eucaristía o la Trinidad no requiere mayor esfuerzo, porque ni siquiera pensamos en su carácter incomprensible o nos conformamos con cualquier distinción verbal que se nos proponga. Un Dios autor del pecado, un Dios injusto que se divierte con los sufrimientos eternos de aquellos que no han podido evitar ser malvados, ataca en cambio los cimientos de cualquier fe, y por eso es allí -más que en ningún otro punto- donde deben obrar las palabras de Jesucristo: "Cree y te salvarás".

Para apagar los ecos de cualquier intención subversiva, Bayle cita a favor de su proceder a los teólogos más representativos de la Reforma: Lutero, Melanchton, Zuinglio, Calvino, Teodoro de Beza. Todos, dice, interpretando los textos de la Escritura, llegaron a esta encrucijada de la fe y se atrevieron a mirarla de frente9. Del argumento acerca del origen del mal, efectivamente, se había valido Calvino para llamar a los cristianos a "temblar con Pablo ante un misterio tan profundo" y para calificar como "perversos" a los que intentaban medir la justicia divina ante las normas de la justicia humana (cfr. Calvin, 1888:439-440). Romanos 11:20 es la referencia continua de los textos más duros de la Institution de Religione Christiana: "¿Quién eres tú, hombre, para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro puede decir a quien la modeló: por qué me hiciste así?" No es caprichoso, pues, que Bayle se haya servido del mismo pasaje, y de otros semejantes, para incluir las ideas del Dictionnaire en la tradición reformada separando tajantemente los dominios de la fe de los de la filosofía y considerando que la pretensión de conciliar las "máximas" racionales con la palabra de Dios era recaer en la herejía de los socinianos.
Si las Iglesias Reformadas de Francia hubieran creído que era posible conciliar la Providencia de Dios con respecto al mal con nuestras maneras ordinarias de juzgar acerca de la bondad, de la santidad y de la justicia, ¿habrían dicho adoramos humildemente los secretos que nos están ocultos sin inquirir por arriba de nuestra medida? (Bayle, 1727-31, IV:6b-7a).

Nadie hace esta confesión si se siente capaz de responder a las dificultades de los filósofos.

En los Eclaircissements agregados al final del Dictionnaire, Bayle presenta esta sumisión de las evidencias de la razón ante los hechos revelados por la Escritura como el gesto que distingue al hombre nuevo anunciado por los Evangelios. Confiar en las fuerzas de la razón, "[h]e allí el viejo hombre del que deben despojarse principalmente antes de estar en condición de recibir el don celeste, y de entrar en los caminos de la fe, la ruta elegida por Dios para la salvación eterna" (Bayle, 1740, IV:643). El ejemplo al que recurre para subrayar la incomunicación existente entre creer y saber es el del fracaso de san Pablo ante los filósofos paganos de Atenas. Estos se indignaban y burlaban porque alguien quisiera convencerlos de su doctrina, reconociendo que era oscura y que la había recibido de Dios sin apenas entenderla, no exponiendo un sistema bien construido o principios evidentes. Se equivocaban, dice Bayle, san Pablo no quería disputar sino llevarlos a la verdad y a la salvación, dos caminos divergentes, como había enseñado Jesucristo:

Su designio [el de Jesucristo] ha sido primero confundir a toda la filosofía, y mostrar su vanidad. Él ha querido que su Evangelio estuviera en contra, no solamente de la religión de los paganos, sino también de los aforismos de su sabiduría; y que a pesar de este contraste entre sus propios principios y los del mundo pudiera triunfar sobre los gentiles por el ministerio de un pequeño número de ignorantes que no empleaba ni la elocuencia, ni la dialéctica, ni ninguno de los instrumentos necesarios para todas las otras revoluciones. Él ha querido que sus discípulos y los sabios de este mundo se trataran recíprocamente de locos; ha querido que así como el Evangelio les parecía una locura a los filósofos, la ciencia de éstos les pareciera a su vez una locura a los cristianos (Bayle, 1740, IV:642).

Popkin consideró que el argumento bayleano se apoyaba sobre la distinción de dos tipos de certeza: la objetiva, de la ciencia, y la subjetiva, de la fe (cfr. Bayle, 1965:414)10. La primera se regula por las leyes de la dialéctica y por el valor de las pruebas; repleta de medios claros, su final, no obstante, es confuso o destructivo, según hemos visto: el afán de claridad no tarda en transformarse en un vértigo de dudas. La segunda produce una certidumbre perfecta, pero su objeto no será jamás evidente; ante el ataque de los objetores, su respuesta no podrá ir mucho más allá de un "creo", insuficiente como medio para convencer a otro de esa certeza. Bayle marca con claridad las diferencias: la razón pertenece al ámbito público, a la horizontalidad de la disputa, a la universalidad del lenguaje; la fe, al ámbito privado, a la verticalidad de la predicación, a la particularidad del sentimiento. De las convicciones filosóficas se pueden dar argumentos ante cualquiera; de las convicciones religiosas solo se puede dar testimonio práctico de una certeza íntima que tanto más valiosa será cuanto menos razones externas a ella misma la sostengan.

Los pasajes de la Escritura se multiplican; a la condena del saber de este mundo hecha por Pablo se agregan la de Santiago y la de Juan: la duda y la disputa son propias del hombre sin fe, que oscila como un barco en la tormenta y se aleja del Reino de los Cielos. Bayle los cita con profusión y puede concluir que todo aquel que se deje confundir por las objeciones de los incrédulos, incluyendo las de sus propios maniqueos-escépticos, no ha asumido plenamente la novedad del Evangelio y "tiene un pie puesto en la misma fosa que ellos" (Bayle, 1740, IV:644). "Seamos como niños", pide. Sin embargo, ese pedido se acerca demasiado en ocasiones a un Kant que, después de haber probado hasta el hartazgo los daños que la "autoculpable minoría de edad" ocasiona en la conciencia, aconsejara no salir de ella. Aisladamente, la defensa es irreprochable; el contexto de ella, sin embargo, sugiere que la cuestión ya no apunta a si es posible creer en lo no evidente sino si es posible dejar de creer en lo evidente. A este punto seguirán dirigiéndose todos sus adversarios, y Bayle ya no podrá encontrar allí un apoyo tan sólido como el que los teólogos reformados le brindaban en el primer aspecto. Defenderá una y otra vez su posición, pero sin despejar jamás cierta ambigüedad de fondo, acaso porque tal ambigüedad existe en los dos sentidos opuestos que connota la gratuidad de la fe, y porque la obra de la gracia para algunos puede ser la simple rémora del prejuicio y la ignorancia para otros11. En cualquier caso, la desconfianza que generó en sus contemporáneos indica muy bien que la cultura postcartesiana, a diferencia del Renacimiento tardío, parecía ya no poder aceptar semejante oposición entre razón y fe. Los defensores de la causa de Dios observaban, en efecto, que la propagación del Evangelio demandaba ahora teología y fundamentaciones metafísicas, no incompresión y misterios que aumentaran el riesgo de transformar la majestad infinita de Dios en una simple ausencia12.

Consideraciones finales

Hemos mostrado las piezas piezas principales del rompecabezas bayleano. Los conflictos entre razón y fe, las dificultades insalvables a la hora de dar cuenta racionalmente de los dogmas cristianos, la necesidad de desconfiar de la razón, la fe como don divino y también como asilo de la ignorancia, el corte tajante entre aquello que creemos y aquello que las evidencias nos muestran como cierto. Cada uno de estos elementos será desmenuzado a través de centenares de páginas en un combate con diversos antagonistas que Pierre Bayle recién pudo abandonar al morir, plume à la main, diez años después de la primera edición del Dictionnaire, el 28 de diciembre de 1706 (cfr. Bayle, 1740, I:ix).

¿Fue solamente un problema existencial, de un hombre amante de las paradojas, que se cerró con su muerte? Basta recordar el hecho de que un filósofo como Leibniz escribió sus Essais de Théodicée. Sur la bonté de Dieu, la liberté de l'homme et l'origine du mal (1710) con el propósito de refutarlo para entender que sería un error creerlo así13. Los argumentos de Bayle, por otra parte, se multiplicarán a partir de manuscritos clandestinos como Doutes des Pyrrhoniens (ca. 1711)14 y reaparecerán en la Mémoire (1725-1729) de Jean Meslier (cfr. Meslier, 2010:527-542)15 antes de volver a la imprenta de manera rotunda con el Systè me de la nature de d'Holbach (cfr. Holbach, 2008, 388-197) o escondidos en la maestría literaria de Voltaire y Hume16. Lejos de ser un problema cerrado, pues, cabría la afirmación de que todo el siglo XVIII, incluyendo a Kant y Jacobi, puede ser entendido en este punto como un intento por resolver, en uno u otro sentido, el desafío de Bayle17.

De ellos, si exceptuamos la desconcertante Parte XII de los Dialogues on Natural Religion de Hume, el único que se tomó en serio la apuesta antirracional por la fe fue Friedrich Heinrich Jacobi18. Esa posibilidad, sin embargo, no recibió posteriormente verdadera atención y los pocos que recordaron a Bayle en el siglo XIX lo hicieron en tanto crítico manifiesto de la religión. Es lo que se nota en Ludwig Feuerbach, autor que en 1838 le dedicó un estudio completo para descartar la apuesta de Jacobi y presentar las objeciones de Bayle a la teodicea como parte de un proyecto liberador de la razón y de la naturaleza humana (cfr. Feuerbach, 1844:84-138). En el mismo sentido lo interpretó Karl Marx, quien en La sagrada familia destaca que Bayle, combatiendo la teología y reduciendo la fe a su última crudeza, preparó el materialismo histórico y adelantó el advenimiento emancipador del ateísmo (Engels-Marx, 1845:200)19.

El notable progreso de los estudios sobre Bayle que comienza a darse en la segunda mitad del siglo XX prueba de todas maneras que ni Feuerbach ni Marx, ni tampoco la posibilidad de un Bayle positivista que sostuvo Jean Delvolvé en 1906, lograron dar por zanjada la cuestión20. Por el contrario, la autocorrección de Elisabeth Labrousse que tratamos al comienzo, así como la disparidad de lecturas que hoy en día defienden los especialistas con vehemencia en estudios y congresos, revelan más bien que el desafío que propuso sigue estando vivo y toca de alguna manera el núcleo de la cultura occidental, cultura que se alimentó tanto de la racionalidad griega como de la fe judeo-cristiana y que, por tal motivo, suele suponer una conjunción y no una disyunción entre Atenas y Jerusalén. Pierre Bayle, como san Pablo, Tertuliano o, mucho más cerca en el tiempo, Leo Strauss, parece haber tomado en serio la disyunción, y por ello en su tensión personal es posible descubrir una tensión cultural constitutiva de Occidente. En tal sentido, lo que una especialista llamó en su desánimo la "esquizofrenia" de Bayle puede dar todavía mucho que pensar (Whelan, 1989:197).

Notas
1 Jean-Pierre Jossua había objetado las palabras de Labrousse en un artículo titulado "Actualité de Bayle" publicado en la Revue des sciences philosophiques et théologiques (1967:411). Jossua fue autor de varios trabajos sobre Bayle, entre los que sobresale Pierre Bayle ou l'obsession du mal (1977).
2 "[I]l a été tenté par le pessimisme intégral qui conçoit éventuellement un Dieu créateur -un Grand Architecte- mais à la façon d'un Malin génie, sans moralité, et, par suite, le monde, comme un théatre de marionettes, dont les fils sont tirés conformément à des lois implacables, celles qui régissent la matière. Mais à l'encontre de ce cauchemar, selon Bayle, milite une foi chrétienne qui postule -héroïquement- la bonté et la sainteté d'un Dieu dont pourtant, la Création, ne reflète pas, visiblement, de tels attributs" (Labrousse, 1985:294).
3 Recordemos que Madame Labrousse vivió durante más de diez años en Argentina, siendo profesora en la Universidad Nacional de Tucumán al igual que su marido, Roger Labrousse. En nuestro país publicó dos estudios (Descartes y su tiempo [1945]; El mal, [1956]) y varias traducciones (Cartas sobre la moral, [Descartes, 1945]; Todo en Dios [Voltaire, 1951]; De la dignidad del hombre [Pico della Mirandola, 1951]). Juan Adolfo Vázquez publicó una amable nota sobre el tema titulada "Recuerdos de Elisabeth en la Argentina" (Magdelaine, Pitassi, Whelan y McKenna [Comps.], 1996:9-14).
4 Siguiendo las observaciones del Consistorio, a esta segunda edición del Dictionnaire, publicada en diciembre de 1701, Bayle agrega cuatro "Eclaircissements" ("Sur les Athées", "Sur les Manichéens", "Sur les Pyrrhoniens" y "Sur les Obscénitez") y corrige la redacción original del artículo sobre el profeta David. Recordemos que el Dictionnaire historique et critique en su versión definitiva reúne 2.035 artículos; a cada uno de ellos, Bayle agrega "Observaciones", a veces mucho más largas que el cuerpo del artículo, y abundantes notas marginales.
5 La alusión al lenguaje de Francis Bacon no es gratuita, pues también Bacon asimilaba la Revelación a "un narcótico para calmar y detener no solo la vanidad de las especulaciones curiosas, en las que trabajan las escuelas, sino también la furia de las controversias, en las que trabaja la iglesia" (Bacon, 1973, II:97).
6 Es interesante notar cómo Bayle no presenta su descripción de la naturaleza destructiva de la razón como un producto teórico, el fruto de una especulación, sino como una constatación avalada por los testimonios de la historia intelectual. Es un hecho, y aquí también parece valer la advertencia de que cualquier intento de razonar contra el mismo corre el riesgo de hacer el ridículo.
7 La misma metáfora aparece en "Euclide" (Bayle, 1740, II:415b), bajo los auspicios del rechazo de Montaigne a las disputas filosóficas (Essais, III, viii). Es muy interesante observar cómo esta concepción de la razón le impide a Bayle ilusionarse respecto del poder clarificador de la nueva filosofía cartesiana, aun cuando elogie su papel en contra del oscurantismo escolástico. Vale la pena citar el siguiente pasaje del artículo "Takkidin": "Disipe la ignorancia y la barbarie, hará caer las supersticiones y la tonta credulidad del pueblo, tan fructífera para sus conductores, que abusan después de sus ganancias para arrojarse a la ociosidad y a la corrupción: pero esclareciendo a los hombres acerca de estos desórdenes, también se les despertarán las ganas de examinar todo, escudriñarán y sutilizarán tanto que ya no encontrarán nada que conforme a su miserable razón" (Bayle, 1740, IV:315b). Es claro que una idea como ésta basta para colocar entre signos de pregunta a las interpretaciones que hacen de Bayle un precursor consciente de la Ilustración del siglo XVIII.
8 Leibniz rechaza específicamente esta posibilidad en el Discours préliminaire de los Essais de théodicée (Leibniz, 1969:98-99).
9 "Si Dios mismo ha declarado por su propia boca que endurecería el corazón del faraón, y si los escritores que han hablado según sus inspiraciones representan en cien pasajes, con términos tanto o más fuertes que aquéllos, su influencia sobre el pecado, ¿se debe tener escrúpulos en hablar como Calvino? Los que debilitan las palabras de la Escritura, y no se atreven a tomarlas en el sentido que primero se presentan in sensu obvio quem verba prae se ferunt, sino que les dan una significación muy alejada del sentido propio y literal, ¿no parecen imputarle al Espíritu Santo una extrema negligencia en la elección de los términos? Si la explicación literal dañara la gloria de Dios, ¿pueden ellos creer que el Espíritu Santo habría olvidado enseñarnos cómo deben ser tomados los términos? ¿Se atreverán a pensar que Dios tiene necesidad de que hagamos su apología?" (Bayle, 1727-31, III:859b. Cfr. Bayle, 1727-31, III:841-845).
10 Popkin toma esta terminología a partir de la comparación con Kierkegaard.
11 El mismo Bayle afirma explícitamente que la acción del Espíritu Santo es indistinguible, exteriormente por lo menos, de la acción, mucho más profana, de la educación o de la costumbre. Esta idea lo lleva en ocasiones a pintar un cuadro de la actitud religiosa que a ningún philosophe del siglo XVIII podía dejar de parecerle una burla.
12 Los Dialogues on Natural Religion de Hume, publicados de manera póstuma en 1779, se ocuparán especialmente de señalar estos cambios del discurso teológico de acuerdo a las nuevas exigencias de los tiempos: "Antes, uno de los tópicos teológicos más populares consistía en sostener que la vida humana era vanidad y miseria, y en exagerar todos los males y dolores que inciden sobre los hombres. Pero en los últimos años, vemos que los teólogos ya empiezan a retractarse de esa posición, y a sostener, aunque con cierta vacilación, que son más los bienes que los males, más los placeres que los dolores, aun en esta vida. Cuando la religión dependía completamente de los temperamentos y de la educación, se creía conveniente fomentar la melancolía, pues, de hecho, nunca recurre la humanidad con más prontitud a los poderes superiores que cuando está en esta disposición. Pero como los hombres ya han aprendido a formular principios y a sacar consecuencias, es necesario cambiar las baterías y utilizar aquellos argumentos que, por lo menos, presentan cierta resistencia al escrutinio y al examen" (Hume, 1993:115). Al comienzo de los Dialogues, Philo, el personaje escéptico, había señalado que los teólogos del momento "hablan el idioma de los estoicos, platónicos y peripatéticos, no ya el de pirrónicos y académicos" (Hume, 1993:42).
13 "Or, comme un des plus hábiles hommes de notre temps, dont l'éloquence était aussi grande que la pénétration, et qui a donné de grandes preuves d'une érudition très vaste, s'était attaché par je ne sais quel penchant à relever merveilleusement toutes les difficultés sur cette matière que nous venons de toucher en gros, on a trouvé un beau champ pour s'exercer en entrant avec lui dans le détail. On reconnaît que M. Bayle (car il est aisé de voir que c'est de lui qu'on parle) a de son côté tous les avantages, hormis celui du fond de la chose; mais on espère que la vérité (qu'il reconnaît lui-même se trouver de notre côté) l'emportera toute nue sur tous les ornements de l'éloquence et de l'érudition, pourvu qu'on la développe comme il faut; et on espère d'y réussir d'autant plus que c'est la cause de Dieu qu'on plaide, et qu'une des maximes que nous soutenons ici porte que l'assistance de Dieu ne manque pas à ceux qui ne manquent point de bonne volonté" (Leibniz, 1969:38-39).
14 Cfr. Bibliothèque Royale de Belgique, ms. 15191, especialmente DouteVI: "Des attributs de Dieu".
15 Sobre la relación Bayle-Meslier se encontrarán algunas notas interesantes en Gianluca Mori, Bayle philosophe (1999).
16 Hadyn Mason recuerda la cambiante relación de Voltaire con los argumentos maniqueos, que va desde la fascinación -en cuentos como Songe de Platon, de 1756, y Candide, de 1759-, hasta el rechazo de Questions sur l'Encyclopédie de 1765 (cfr. Mason, 2004:447-48). Para una visión de conjunto de la posición de Voltaire respecto del problema del mal, véase Voltaire (1964:67-72). En cuanto a la influencia de Bayle en Hume, y particularmente en los Dialogues on Natural Religion, es tan abundante como los trabajos que se han escrito al respecto; permítaseme remitir en tal sentido a dos artículos míos (Bahr, 1999:7-38 y 2002:33-45).
17 Respecto de la relación entre el "desafío maniqueo" de Bayle y las reflexiones kantianas acerca de la imposibilidad de una teodicea filosófica, véase Paganini (2000:628-30). Respecto del conocimiento que tenía Kant de los escritos de Bayle, véase Tomasoni (2004:485-88). Finalmente, respecto de F. H. Jacobi, véase Jacobi (1996:97-106); de hecho, Francesco Tomasoni en el artículo anteriormente citado (p. 489) afirma que esos pasajes de Jacobi dejan en claro "que recurría por lo tanto a Bayle para dirigir el criticismo kantiano hacia el fideísmo", es decir, "intentar el salto peligroso de la fe".
18 La otra excepción sería Georg Hamann, quien consideraba a la creencia religiosa tan independiente de la inteligencia como el gusto o la visión y que por ello, según cuenta Isaiah Berlin, tradujo para su vecino Kant el comienzo y el final de los Dialogues de Hume, donde el antirracionalismo se manifiesta con toda su fuerza, con el fin de que cayera en la cuenta de lo que significaba realmente ser cristiano (cfr. Berlin, 1997:89-91).
19 Al respecto, son interesantes las consideraciones de L. Baronovitch, "Pierre Bayle and Karl Marx: Some Reflections on a Curious Connection" (1981).
20 Se considera, con razón, que Bayle volvió a ser objeto de estudio en la comunidad académica internacional a partir de la publicación en 1959 de Pierre Bayle. Le philosophe de Rotterdam, volumen colectivo bajo la dirección de Paul Dibon (Amsterdam, Elsevier). Por su parte, la obra de Jean Delvolvé a la que nos referimos se titula Religion, critique et philosophie positive chez Pierre Bayle (1970).

Referencias bibliográficas
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