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Cuadernos del Sur. Filosofía

versão On-line ISSN 2362-2989

Cuad. Sur, Filos.  no.40 Bahía Blanca  2011

 

Discurso y evidencia en la pragmática trascendental

Alberto Mario Damiani*

* CONICET-UBA-UNR. Correo electrónico: damial@filo.uba.ar

Resumen
El propósito de este artículo es explicar la conexión entre evidencia y discurso en un marco pragmáticotrascendental. El artículo comienza con una reconstrucción analítica del concepto de discurso. Luego se propone una explicación de la diferencia entre certeza psicológica y evidencia preformativa. La conclusión es que la evidencia perfomativa es compatible con una revisión del conocimiento tascendental.

Palabras clave: Discurso; Evidencia; Pragmática Trascendental.

Abstract
The aim of this paper is to explain and the connection between evidence and discourse in a transcendental-pragmatic frame. The paper begins with an analytical reconstruction of the concept of discourse. After that, an explanation of the difference between performative and psychological evidence is proposed. The conclusion is that the performative evidence is compatible with a re-examination of the transcendental knowledge.

Keywords: Discourse; Evidence; Transcendental Pragmatic.

Fecha de recepción: 5 de Agosto de 2012
Aceptado para su publicación: 4 de Marzo de 2013

Siempre que los seres humanos intentan resolver problemas teóricos o prácticos atendiendo exclusivamente a los argumentos en los que se apoyan las distintas propuestas de solución de los mismos, entablan entre sí un tipo especial de interacción social denominado discurso. Este supone un conjunto de condiciones y reglas que lo distinguen de otros tipos de interacción posibles. Las mismas han sido investigadas por una corriente filosófica contemporánea denominada pragmática trascendental. Dicha investigación dio por resultado que las mencionadas condiciones y reglas son presuposiciones universales, necesarias e independientes de la experiencia. Las mismas resultan incuestionables para los participantes del discurso y portan, por ello, cierto tipo específico de evidencia.

El propósito de este trabajo consiste en examinar la naturaleza de la evidencia que el interlocutor discursivo debe poder tener respecto de la validez necesaria de las condiciones de sentido del discurso. Para ello, en primer lugar, se intentará precisar el significado que se le asigna al término "discurso" en el marco de una filosofía trascendental transformada de manera pragmático-lingüística (1). En segundo lugar, se determinará la diferencia categorial entre la mencionada evidencia y la sensación psicológica de certeza, que fácticamente experimentamos cuando no tenemos ninguna razón para dudar de una creencia (2). Por último se mostrará que la afirmación de una evidencia respecto de las condiciones de sentido del discurso resulta enteramente compatible con la posibilidad y la necesidad de corregir las formulaciones filosóficas de esas condiciones presupuestas en el discurso (3).

1. El término "discurso" ha sido utilizado con diversas acepciones a lo largo de la historia de la filosofía occidental. El significado de este término ni siquiera es unívoco en la filosofía actual (cfr. Böhler y Gronke, 1994). La filosofía francesa contemporánea, por ejemplo, estudia los discursos como un tipo de prácticas sociales entre otras, que tienen su eficacia sobre la sociedad y obedecen a estrategias en conflicto. El historiador (arqueólogo o genealogista) se encarga de describir las condiciones fácticas en que estos discursos se forman, se transforman y se correlacionan en diferentes niveles de oposiciones (cfr., por ejemplo, Foucault, 1969, 1980). Esta perspectiva reduce el discurso a una herramienta del poder microfísico ejercido en el marco de relaciones sociales conflictivas. Esta reducción ha sido también reasumida por la teoría sociológica de los campos culturales (cfr., por ejemplo, Bourdieu, 1982). La versión pragmático-lingüística de la filosofía trascendental contemporánea, en cambio, le asigna al término "discurso" un significado muy diferente. Para esta versión contemporánea de la filosofía trascendental, el discurso consiste en cierto tipo de diálogo argumentativo, imprescindible tanto para conocer la realidad natural y social como para evaluar las acciones y las instituciones humanas.

Para apreciar la diferencia decisiva entre estas dos acepciones del mismo término es necesario destacar lo siguiente. En la segunda acepción mencionada, el discurso no es considerado solamente como un objeto de conocimiento histórico o de la crítica social, que el investigador examine en el contexto de las relaciones de fuerzas sociales en conflicto. El discurso es concebido por la filosofía trascendental contemporánea más bien como el conjunto de acciones realizadas por quienes intentan conocer y juzgar racionalmente, por ejemplo, las acciones del filósofo, del historiador, del arqueólogo, del genealogista, etc. El discurso no es solamente aquello que estos investigadores estudian, sino fundamentalmente aquello que hacen cuando estudian sus objetos. Para considerar el discurso, en este sentido del término, no es posible, entonces, adoptar una actitud objetivante, sino que resulta imprescindible adoptar una actitud reflexiva (cfr. Skjervheim, 1959). Si el discurso no es un objeto sino el conjunto de acciones necesarias para conocer o juzgar cualquier objeto posible, el estudio del discurso solo puede consistir en una consideración reflexiva de esas acciones. Quizás la perspectiva reflexiva de esta consideración contenga tanto la diferencia específica de la pragmática trascendental contemporánea frente a otras corrientes filosóficas actuales, como la más genuina herencia que recibe de la filosofía trascendental clásica (cfr. Apel, 2002).

Establecida la diferencia general entre dos acepciones del término "discurso" en la filosofía actual, es posible caracterizar el uso de este término dentro del marco de una transformación pragmático-lingüística de la filosofía trascendental. Esta caracterización puede comenzar presentando al discurso como un diálogo argumentativo mediante el cual los interlocutores intentan contribuir a la solución de un específico problema teórico o práctico. Estas contribuciones tienen la forma de acciones lingüísticas: preguntas, afirmaciones, objeciones, etc. Las mismas, sin embargo, no son consideradas de manera aislada, como son analizadas por la teoría de los actos de habla, sino en el contexto del diálogo mencionado (cfr. Austin, 1962; Searle, 1969). Al considerar los actos de habla como contribuciones a un discurso hechas por los interlocutores, se revela claramente que quien realiza un acto de habla eleva necesariamente pretensiones de validez. Estas pretensiones resultan aquí destacadas, porque quienes intervienen en un discurso se proponen encontrar la respuesta correcta a un problema teórico o práctico. Toda propuesta de solución al problema tratado debe presentarse ante los interlocutores como una contribución para la cual el proponente pretende validez. Ella es concebida, así, como una posible respuesta válida (verdadera o justa) al problema y así debe ser comprendida por los posibles interlocutores. Una vez hecha esa propuesta, el diálogo argumentativo llamado discurso consiste en el único medio disponible para "resolver" (einlösen) la pretensión de validez elevada por el proponente. Ello significa que los argumentos y contraargumentos ofrecidos por los interlocutores en ese diálogo son presentados para determinar si dicha pretensión resulta justificada, es decir, si la propuesta de solución al problema tratado es efectivamente la solución del mismo. Los interlocutores de este diálogo llamado discurso solo se proponen descubrir la solución correcta a un problema y para ello proponen soluciones como válidas y las examinan críticamente a la luz de los argumentos disponibles.

Esta breve caracterización del concepto de discurso resulta útil, en el marco del presente trabajo, para destacar tres aspectos del mismo dentro de la transformación pragmático lingüística de la filosofía trascendental. El primer aspecto puede formularse mediante la siguiente afirmación: el discurso es un diálogo, pero no todo diálogo es un discurso. Esto significa, por un lado, que la noción de discurso no es determinada aquí solo en contraposición a una presunta evidencia intuitiva, tal como aparece en la tradición filosófica occidental. Discurso no es solo el procedimiento de mediación racional frente a la inmediatez intuitiva de la que supuestamente sería capaz el espíritu humano (cfr. Peirce, 1868a, 1968b). Ese procedimiento es concebido ahora bajo la forma de un diálogo, en el que participan todos los posibles interesados en encontrar la solución del problema en cuestión. En ese sentido, el discurso es concebido aquí como una forma de diálogo. Pero, por otro lado, no todo diálogo es un discurso. Tanto en la vida cotidiana como en diversos ámbitos específicos de la interrelación social, política, religiosa, son posibles diálogos que no cumplen con las estrictas condiciones necesarias para que un diálogo pueda ser considerado un discurso (cfr. Michelini, 2010). Mientras que un diálogo puede tener diversas finalidades (y quizás, también, ser un fin en sí mismo), mediante el discurso los interlocutores intentan solo, o prioritariamente, contribuir a la resolución argumentativa de las pretensiones de validez que algunos de ellos elevaron, con vistas a encontrar la solución de un problema teórico o práctico.

Un segundo aspecto a tener en cuenta para comprender correctamente la noción de discurso en un marco pragmático trascendental consiste en advertir lo siguiente. Todo discurso es un diálogo argumentativo, pero no todo diálogo argumentativo es un discurso. En diversos ámbitos de interacción social es posible encontrar diálogos entre interlocutores que argumentan sin la intención de resolver pretensiones de validez, elevadas junto con las propuestas para solucionar algún problema. Para ilustrar esta cuestión puede pensarse en la educación, el psicoanálisis y la persuasión retórica. Para comenzar con la educación, puede considerarse una situación en la que tanto el educador como el educando alegan argumentos sobre el tema de una lección. Sin embargo, esos argumentos no son presentados allí con el objetivo de resolver pretensiones de validez elevadas por los interlocutores. Estos objetivos de una lección pueden ser, por ejemplo, la transmisión y el aprendizaje de un conocimiento, cuya validez no se cuestiona y se da por sentada; el desarrollo de una competencia o habilidad que se supone como deseable; la formación de un criterio cuyo valor se admite; etc. En ese sentido, lo que está en juego en este contexto no es ni la verdad del conocimiento, ni la conveniencia de desarrollar una habilidad, ni la validez de un criterio que la lección pretende transmitir.

También en el contexto de la terapia psicoanalítica podemos encontrar interlocutores que alegan argumentos. Sin embargo, en este contexto, ni el paciente ni el analista están intentando contribuir, mediante sus argumentos, a la resolución de pretensiones de validez. El objetivo de ese diálogo, en el que se alegan argumentos, parece ser más la cura del paciente, considerada como algo valioso por los interlocutores. Su diálogo no se propone poner en cuestión su valor. Por ello, en este proceso terapéutico, resulta legítimo que el analista no se tome en serio los argumentos del paciente como portadores de pretensiones de validez, y los considere objetivamente como meras racionalizaciones de procesos inconcientes.

Otro ejemplo de diálogo argumentativo no discursivo puede registrarse, por ejemplo, en el contexto estratégico que podemos denominar retórico o dialéctico, donde los oradores utilizan argumentos para persuadir al auditorio particular al que se dirigen, es decir, para lograr que los miembros del mismo admitan fácticamente sus propuestas de acción. En este caso, tampoco tiene lugar un proceso discursivo en el que todos los participantes se interesen realmente por la resolución discursiva de la pretensión de validez de dicha propuesta (cfr. Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1958).

A diferencia de lo que ocurre con los argumentos alegados en los ámbitos educativo, terapéutico y retórico, los interlocutores discursivos deben cumplir con ciertas condiciones específicas. La teoría del discurso pragmático trascendental se ha encargado de reconstruir y fundamentar filosóficamente estas condiciones, de las cuales puede hacerse referencia aquí solo a algunas de ellas para ilustrar la especificidad del discurso frente a otros tipos de diálogos argumentativos. Una condición del discurso, que se encuentra ausente en los tres casos mencionados de diálogo argumentativo, es la simetría entre los interlocutores. Esta simetría consiste en que los posibles participantes del discurso tienen el mismo derecho a criticar y el mismo deber de justificar mediante argumentos las pretensiones de validez en cuestión. Esta simetría es, por un lado, una condición necesaria para que pueda tener lugar el proceso de resolución discursiva de dichas pretensiones y, por el otro, no puede registrarse en los diálogos argumentativos no discursivos. En estos diálogos, los participantes asumen roles dependientes de las funciones específicas que deben cumplir y del objetivo general de cada diálogo argumentativo. Por ello, no son simétricas las relaciones que encontramos entre el educador y el educando, ni entre el terapeuta y el paciente, ni entre el orador y el auditorio. Educar, curar y persuadir son, respectivamente, los objetivos específicos de los diálogos argumentativos pedagógico, terapéutico y retórico/dialéctico. El discurso es un diálogo argumentativo que tiene otro objetivo específico, distinto de los mencionados, a saber: resolver pretensiones de validez. A diferencia de lo que ocurre con los participantes en otros tipos de diálogos argumentativos, los participantes del discurso no asumen roles diferenciados dependientes de funciones específicas, sino que todos juegan un mismo rol, a saber, el rol de interlocutor discursivo. Estos interlocutores buscan solamente resolver pretensiones de validez y para ello atienden exclusivamente a la fuerza del mejor argumento.

Un tercer aspecto del discurso considerado como este tipo especial de diálogo argumentativo puede presentarse del siguiente modo. Los actos de habla realizados por los interlocutores discursivos vienen acompañados necesariamente por un saber implícito acerca de las acciones que realizan. Estos interlocutores se atribuyen recíprocamente ese saber-hacer o saber performativo (Handlungswissen) sobre sus acciones discursivas, sobre las pretensiones de validez que elevan y sobre todas las condiciones que deben poder cumplir para participar en la resolución discursiva de las mismas. Este tercer aspecto es sumamente relevante para el objetivo del presente trabajo: examinar la naturaleza de la evidencia con que se le presenta dicho saber a los interlocutores discursivos. La pragmática trascendental descubre en dicho saber performativo las condiciones que hacen posible tanto el conocimiento del mundo natural y social, como las acciones humanas con sentido. La investigación de la evidencia mencionada solo puede consistir en una reflexión sobre acciones racionales acompañadas por un saber acerca de ellas. Estas acciones no pueden considerarse como actos mudos de un yo solitario y aislado, sino acciones lingüísticas de los miembros de la comunidad de interlocutores discursivos (cfr. Damiani, 2009).

2. En el apartado anterior se intentó aclarar el significado que se le asigna al término "discurso" en el marco de una filosofía trascendental, transformada de manera pragmático-lingüística. La última característica del discurso mencionada consiste en que los interlocutores discursivos son portadores de cierto saber performativo que les resulta evidente. En este apartado se intentará aclarar la naturaleza de esa evidencia, mediante el examen de la diferencia categorial entre ella y la sensación psicológica de certeza que, por lo general, experimentamos cuando carecemos de razones para dudar de una creencia.

A fin de examinar la diferencia mencionada, cabe tener presente la siguiente característica del discurso indicada en el apartado anterior. En cuanto interlocutores discursivos nos atribuimos mutuamente un saber seguro sobre las condiciones que debemos cumplir en el discurso. Ese saber, que puede denominarse "saber performativo", no es un conocimiento teórico, sino un saber implícito en nuestra competencia discursiva. Dentro de las condiciones mencionadas, siempre ya sabidas por nosotros, se encuentran, por ejemplo, el tipo de acto de habla que realizamos en cada caso, la pretensión de validez que elevamos con vistas a que sea evaluada por nuestros posibles interlocutores discursivos, la regla según la cual en esa evaluación nuestros interlocutores deben atenerse solo a la fuerza del mejor argumento, etc. La evidencia que tenemos de este saber performativo no debe confundirse con la sensación psicológica de certeza que puede experimentar un sujeto respecto de los estados intencionales de su conciencia. Para advertir la diferencia entre la certeza psicológica y la evidencia del saber performativo puede ser útil considerar lo siguiente. Mientras que una certeza psicológica siempre puede ser cuestionada mediante el discurso argumentativo, la evidencia de nuestro saber performativo es una condición de posibilidad, por principio incuestionable, de todo posible intento de cuestionamiento discursivo en general y de nuestras certezas psicológicas en particular. La evidencia mencionada no es un objeto posible del discurso, sino una condición necesaria del mismo.

La sensación psicológica de certeza puede distinguirse de la evidencia propia del saber performativo, incluso en el caso en que los estados intencionales de conciencia son los de un hablante empírico y se refieren a los actos de habla que realiza. La sensación de certeza meramente psicológica que un hablante pueda experimentar sobre la realización de sus propias acciones puede ser siempre objetada como falsa, esto es, como una autopercepción incorrecta, una falsa autointerpretación, un autoengaño, etc. Siempre se pueden encontrar buenas razones para poner en cuestión la validez objetiva, esto es, intersubjetiva, de la certeza subjetiva que un hablante tenga respecto de sus propios estados intencionales. Estas razones, sin embargo, nunca pueden afectar la validez del saber performativo, esto es, la evidencia infalible que tenemos de las condiciones que cumplimos como interlocutores discursivos. Ello se debe a que todas las razones que podamos alegar en el discurso para cuestionar una certeza psicológica presuponen necesariamente la validez del saber performativo.

Otro aspecto de la diferencia mencionada, que puede contribuir a aclararla, consiste en la independencia recíproca entre la certeza psicológica y la evidencia del saber performativo. Esta independencia recíproca se ha manifestado justamente en la discusión filosófica en torno al argumento de la fundamentación última reflexiva, propuesto por la pragmática trascendental (Kuhlmann, 1985). El proponente de este argumento intenta mostrar en esa discusión que determinadas presuposiciones pragmáticas del discurso (en cuanto componentes constitutivos del saber performativo) no pueden rebasarse ni cuestionarse con sentido y, por ello, deben ser aceptadas como infaliblemente evidentes para todo posible interlocutor discursivo. El oponente intenta, en cambio, cuestionar la validez de este argumento y mostrar así la falibilidad e inseguridad de nuestro saber performativo, es decir, la carencia de evidencia del mismo. Por lo tanto, la sola existencia de esta discusión filosófica remite a la siguiente circunstancia, cuya consideración resulta decisiva para comprender el carácter trascendental, esto es, no meramente intencional, de la evidencia propia de nuestro saber performativo.

La evidencia del saber performativo es independiente de la certeza psicológica, porque la misma es presupuesta necesariamente por cualquier interlocutor discursivo competente. Para participar correctamente en el discurso, este no necesita experimentar, como sujeto psicológico, ninguna sensación de certeza respecto de ese saber. Solo considerando esta circunstancia resultan comprensibles las acciones discursivas de los participantes de la mencionada discusión filosófica. Tanto la empresa pragmático-trascendental de presentar el argumento de la fundamentación última reflexiva, como el intento de cuestionarlo mediante argumentos solo pueden tener sentido si lo fundamentado como absolutamente evidente mediante ese argumento puede ser experimentado como incierto por los posibles destinatarios del mismo. Mediante ese argumento se pretende realizar una crítica del sentido, gracias a la cual el destinatario comprenda reflexivamente que la tesis sostenida en el mismo es necesariamente verdadera. El argumento de la fundamentación última reflexiva, propuesto por la pragmática trascendental, permite al destinatario reconocer claramente la validez de algo que hasta ese momento podía experimentar como inseguro, como incierto en términos psicológicos, es decir, como algo que podía ponerse en duda. En términos de Charles S. Peirce, la crítica del sentido realizada mediante ese argumento consiste en un procedimiento mediante el cual se aclaran ideas oscuras (cfr. Peirce, 1878). Este procedimiento permite poner de manifiesto las inconsistencias contenidas tanto en las convicciones absurdas acompañadas de la sensación de certeza, como en la sensación de incertidumbre respecto de afirmaciones incuestionables. De esta manera la independencia de la necesaria evidencia de nuestro saber performativo respecto de la contingente sensación de certeza permite advertir claramente su diferencia.

La aceptación de esta diferencia resulta imprescindible para poder comprender como acciones también acciones carentes de sentido. Esta comprensión resulta necesaria para considerar un intento de refutación del argumento de la fundamentación última reflexiva como el intento fallido de una jugada discursiva, esto es, como un intento que todavía es digno de una réplica argumentativa. Solo se puede advertir una inconsistencia pragmática a un interlocutor discursivo que, por un lado, cumpla implícitamente con las condiciones necesarias del discurso presupuestas necesariamente en la parte performativa de sus actos de habla y, por otro lado, niegue explícitamente dichas condiciones en la parte proposicional. El saber performativo, que puede ser explicitado y probado mediante un procedimiento crítico de sentido como un saber por principio incuestionable, no tiene, por tanto, nada que ver con una sensación de certeza meramente subjetiva que un agente pueda tener sobre los estados intencionales de su conciencia y sobre la relación de los mismos con sus propios actos de habla. Ese saber es totalmente distinto de esa sensación porque su validez es totalmente independiente de esta sensación, ello es así porque la prueba de esa validez es un procedimiento lógico-pragmático, a saber, el denominado argumento de la fundamentación última, utilizado para identificar presupuestos trascendentales del discurso.

El carácter trascendental del saber performativo y la independencia de su evidencia respecto de los contingentes estados de conciencia de individuos se presentan claramente si se considera el caso de un malentendido respecto de la fuerza ilocucionaria de un acto de habla y el diálogo que podría motivar ese malentendido. Este caso se presenta, por ejemplo, si un destinatario no ha comprendido si el acto de habla realizado por un hablante es una promesa o una predicción. El destinatario, entonces, podría solicitar al hablante que aclare el tipo de acto de habla que ha realizado. Esta solicitud, que podría formular el destinatario como una pregunta, contiene dos elementos relevantes en el marco del presente trabajo. En primer lugar, quien formula esta pregunta le atribuye a su interlocutor la capacidad de responderla. Esta capacidad es la competencia discursiva de determinar con seguridad la fuerza ilocucionaria de los propios actos de habla, esto es, de explicitar un acto de habla en una oración performativo-proposicional completa. En segundo lugar, un acto de habla debe ser comprensible como tal. Esto significa que su realización presupone constitutivamente la posibilidad de su comprensión. Este presupuesto remite al siguiente hecho.

Para realizar un acto de habla no basta que el hablante esté subjetivamente seguro de que lo está realizando. También es necesario que ese acto se atenga efectivamente a las convenciones lingüísticas vigentes, esto es, a las convenciones públicas que son reconocidas como válidas por los miembros de una comunidad real de comunicación. Ese recurso a convenciones lingüísticas comunes, es decir, intersubjetivas, permite superar los mencionados malentendidos sobre el aspecto performativo del significado de los actos de habla y, por tanto, corregir y aclarar la expresión confusa de una intención de significado performativa. Pero este mismo recurso es posible porque esas convenciones contienen reglas constitutivas del significado lingüístico y, justamente por ello, también de las intenciones del significado, no siempre expresadas pero siempre expresables por el hablante. Estas reglas constitutivas son condiciones de posibilidad de los hechos convencionales de la cultura humana en general, y los lenguajes pertenecen a esta clase de hechos. Estas reglas que determinan las acciones lingüísticas como hechos convencionales pueden distinguirse claramente de las denominadas reglas regulativas, esto es, las reglas técnicas, según las cuales se orientan las acciones instrumentales y, en general, las acciones ordenadas de acuerdo a fines. Es por ello que las intenciones de significado meramente subjetivas que pueda tener un hablante como ciertas para su conciencia pueden ser comprendidas desde un comienzo por un oyente o destinatario como intenciones comunicativas solo en relación a las mencionadas convenciones públicas del significado lingüístico, según las cuales pueden expresarse esas intenciones (cfr. Searle, 1969; Kripke, 1982).

La diferenciación categorial entre la certeza psicológica y la evidencia respecto de las acciones de los interlocutores discursivos es posible gracias al uso de la originaria teoría de los actos de habla por parte de la pragmática trascendental. Gracias a este uso puede rehabilitarse filosóficamente la autorreferencia reflexiva, propia de la filosofía trascendental clásica, en el marco del giro pragmáticolingüístico y luego de su prohibición por parte de las teorías semántico-analíticas (Wittgenstein, 1922: 3.332; Tarski, 1977; Apel, 1998: 140 y ss.). Sin embargo, esta reflexión autorreferencial no se realiza ya sobre las facultades del espíritu humano, a la manera del solipsismo metódico de la filosofía de la conciencia moderna, sino sobre la doble estructura, performativo-proposicional, del habla humana y las oraciones explícitas completas que expresan esa estructura (Habermas, 1976; 1981).

Contra la asimilación directa del saber performativo a una autoconciencia meramente psicológica de las intenciones de significado de un hablante aislado, pueden recordarse aquí dos propuestas de Apel. En primer lugar, su crítica a la semántica intencionalista del último Searle. Esta teoría semántica intenta reconducir el significado lingüístico a estados intencionales de la conciencia del hablante, presuntamente prelingüísticos y precomunicativos, tales como creencias, deseos, propósitos, etc. Según Apel, esta teoría recae en el solipsismo metódico de la filosofía de la conciencia moderna, porque no puede advertir que el significado de esos estados depende, desde el comienzo, de su posible expresión lingüística y que esta expresión se encuentra siempre regida por convenciones lingüísticas de significado, esto es, por las reglas convencionales que son imprescindibles para que una expresión tenga un significado compartido por sus usuarios (Searle, 1983; Apel, 1998: 413-457). En el marco de esta discusión de la teoría del significado, Apel ha destacado el siguiente hecho: no hay entidades prelingüísticas, que puedan pretender el status de significados intersubjetivamente válidos (Apel, 1989: 63). Este hecho nos interesa aquí en cuanto un aspecto del significado lingüístico reside en la dimensión performativa del habla humana. Este aspecto debe poder ser reconocido con evidencia por todo interlocutor competente, no solo cuando realiza efectivamente un acto de habla sino también cuando piensa en soledad, pero con sentido, una mera intención de significado mediante lo que Platón denominaba "el diálogo interior y silencioso del alma con sigo misma" (Sofista, 363 d).

En segundo lugar, cabe recordar también, que Apel ha recurrido a una expresión elaborada en el marco de la teoría de los juegos del lenguaje del segundo Wittgenstein para distinguir entre la evidencia del saber performativo y una certeza meramente psicológica. A saber, "evidencia paradigmática" (Apel, 1998: 291-315; Wittgenstein, 1969). Respecto de esta denominación es posible efectuar el siguiente balance. Por un lado, la misma puede resultar útil para no confundir una evidencia discursivamente incuestionable con la mera sensación subjetiva de certidumbre. Por otro lado, sin embargo, la misma puede conducir a una inadecuada asimilación del discurso argumentativo, esto es, del núcleo racional de un lenguaje formalmente completo con un juego del lenguaje cualquiera (Øfsti, 1994: 44, 53-55). Efectivamente, la evidencia del saber performativo no depende de un paradigma o juego de lenguaje contingente, sino que constituye una condición de sentido de la comprensión de todo juego de lenguaje en general.

De todas maneras, y dejando a un lado la cuestión de la denominación adecuada para designar a este tipo peculiar de evidencia, la pregunta por el contenido de la misma se refiere a las condiciones que alguien debe poder cumplir para ser considerado como un interlocutor discursivo. La respuesta a esa pregunta solo puede ofrecerse mediante un procedimiento crítico de sentido, consistente en la confrontación de las dos partes de un acto de habla, a fin de determinar si la parte proposicional puede ser negada sin contradecir la parte performativa y si puede ser deducida sin círculo lógico. El contenido del saber performativo es evidente, porque los interlocutores discursivos lo presuponen necesariamente, tal como puede probarse mediante el procedimiento mencionado. Nosotros (el autor y el lector de estas líneas) en cuanto interlocutores discursivos nos atribuimos recíprocamente, aquí y ahora, un saber cierto de todo lo que podría ser probado como necesario mediante dicho procedimiento. Esto nos está indicando una característica de la evidencia del saber performativo: nosotros nos atribuimos, necesaria e implícitamente, una evidencia cuyo contenido solo puede ser determinado claramente mediante un procedimiento crítico de sentido. Sin la afirmación de esa atribución necesaria, el filósofo no podría pretender ofrecer un conocimiento trascendental que sea la explicitación de un saber implícito en la parte performativa de nuestros actos de habla.

3. En los apartados anteriores se ha aclarado el significado de la noción de discurso y se ha examinado la diferencia entre la evidencia del saber performativo y la sensación psicológica de certeza. Con ello se han puesto las condiciones necesarias para la afirmación de la siguiente tesis: la evidencia respecto de las condiciones trascendentales presupuestas en el discurso resulta enteramente compatible con la posibilidad y la necesidad de corregir las formulaciones filosóficas de esas condiciones. Esta tesis se refiere a una aparente tensión contenida en la idea de un conocimiento trascendental obtenido mediante el mencionado argumento de la fundamentación última. Dicha tensión puede presentarse del siguiente modo. Por un lado, el argumento de la fundamentación última reflexiva permite mostrar que hay enunciados necesariamente incuestionables. Ellos contienen la explicitación de las condiciones imprescindibles de todo cuestionamiento en general, que se encuentran siempre ya presupuestas en toda crítica. Por otro lado, debe también reconocerse que las formulaciones de esos enunciados, que contienen la explicitación de nuestro saber performativo, son corregibles. Estas formulaciones pueden y deben siempre ser sustituidas por mejores formulaciones, que puedan expresar el contenido de ese saber en formas proposicionales más precisas. La cuestión planteada consiste en determinar si un enunciado cuya formulación aún es corregible puede ser tenido por válido y a fortiori por incuestionable. A primera vista, la evidencia sobre los presupuestos necesarios del discurso, examinada en el apartado anterior, no parece compatible con la revisión de la formulación explícita de los mismos.

Una forma de encarar esta cuestión consiste en distinguir entre hipótesis empíricas y enunciados filosóficos sobre las condiciones de validez de las mismas y, por tanto, también entre la posible revisión de las primeras y la posible revisión de los segundos. Esta última diferenciación se asienta sobre las razones alegadas en cada tipo de revisión. En las revisiones de hipótesis empíricas, las razones alegadas dependen de evidencias empíricas externas. En las de enunciados filosóficos, en cambio, las razones dependen de las ya mencionadas "evidencias paradigmáticas" de nuestro saber performativo infalible, que puede utilizarse para corregir los resultados de sus mismas explicitaciones anteriores. Estas distinciones conceptuales entre tipos de enunciados, de correcciones y de razones ha sido completada en la bibliografía mediante algunas observaciones lógico-semánticas sobre la función de las definiciones en la limitación de la vaguedad del significado de los términos del habla cotidiana y la prueba del carácter pragmáticamente inconsistente del principio holístico de indeterminación del significado (Apel 1998: 188 y ss.).

Esta forma de responder a la pregunta por la compatibilidad entre la evidencia del saber performativo y el carácter corregible de su formulación explícita contiene cierta debilidad, consistente en depender de las distinciones conceptuales y observaciones postuladas, que podrían ser objetadas por un oponente. Por ello, resulta necesario presentar una respuesta alternativa que no dependa de dichos elementos. Esta respuesta puede ofrecerse si se atiende a la diferencia entre dos tipos de discurso. Mediante el primer tipo, los interlocutores intentan probar o cuestionar la validez de un enunciado, esto es, intentan determinar, por ejemplo, si un enunciado es verdadero o moralmente correcto. Este tipo de discurso en torno a la validez de un enunciado, puede ser claramente distinguido de otro en torno a la formulación de un enunciado. Esta formulación no puede ser cuestionada como falsa, injusta o insincera, sino, por ejemplo, como incomprensible, vaga o ambigua. Mediante este segundo tipo de discurso se trata de precisar el significado de un enunciado y no de determinar su validez. Esta pregunta por la precisión del significado se formula para eliminar un malentendido actual o posible en la comprensión de un enunciado. La pregunta por la validez, en cambio, se formula para resolver una pretensión de validez elevada por el hablante que realiza un enunciado, esto es, para determinar si dicha pretensión está justificada o no para la comunidad de los interlocutores discursivos.

De esta manera pueden distinguirse claramente dos preguntas: la pregunta por la validez de un enunciado y la pregunta por la exactitud de su formulación. La cuestión relevante en el contexto del presente trabajo consiste en la determinación de la relación lógica entre estas dos preguntas. A primera vista, podría suponerse que la pregunta por la validez de un enunciado recién puede formularse cuando el significado del mismo fuese totalmente preciso y unívoco para los interlocutores. En favor de esta representación de la cuestión podría alegarse que solo es posible cuestionar o fundamentar enunciados que son comprendidos con precisión. Esta representación podría tener la siguiente consecuencia sobre nuestro problema de la compatibilidad entre el argumento de la fundamentación última y la necesidad de corregir la formulación de sus resultados. Un enunciado cuya formulación tuviese que ser aún precisada no podría todavía ser considerado ni verdadero ni falso y, por ello, no podría ser fundamentado de manera última como verdadero. Dicho brevemente, según esta forma de plantear la cuestión, si las explicitaciones del contenido de nuestro saber performativo son corregibles, el mismo carece de evidencia.

Para examinar esta cuestión de la relación lógica entre la pregunta por la validez de un enunciado y la pregunta por la exactitud de su formulación es necesario detenerse un momento en el siguiente hecho. Si el discurso sobre la validez de un enunciado presupusiese necesariamente que los interlocutores comprenden ya unívocamente el significado del mismo, la realización de un discurso tal sería casi imposible. Solo en el marco de un lenguaje artificial, lógico-matemático, en el que los significados de los términos se encuentran fijados unívocamente por definiciones convencionales, puede contarse (en cierta medida) con significados absolutamente unívocos. Esta fijación convencional, sin embargo, no puede ella misma ser realizada solo mediante un lenguaje artificial. Para construir un lenguaje artificial se necesita recurrir a un lenguaje natural o idioma, cuyos elementos portan inevitablemente vaguedad, falta de precisión, ambigüedad, etc. Solo gracias al lenguaje natural pueden ser aplicadas las reglas de un lenguaje artificial, esto es, pueden ser comprendidas las operaciones de un lenguaje artificial como actos de habla con sentido. La exigencia de precisión y univocidad definitivas es excesiva para la comunicación humana del lenguaje natural. Así se advierte que la precisión y la univocidad del significado de un enunciado no puede ser una condición para la evaluación discursiva de sus pretensiones de validez.

Sobre esta relación entre discurso y precisión semántica quizás resulten útiles las siguientes observaciones. En primer lugar, un discurso sobre la formulación de un enunciado no surge de la nada, sino que recién comienza cuando el significado del mismo es realmente percibido como vago, ambiguo, oscuro, etc. por los interlocutores. El mismo encuentra su término cuando estos logran explicar el significado mediante definiciones, que les resulten suficientes a ellos para comprenderlo en un determinado contexto fáctico. La univocidad, la claridad, y la exactitud definitivas del significado de un enunciado del lenguaje natural solo pueden ser una meta de un proceso en el cual se intenta reducir progresivamente la vaguedad, la ambigüedad y la oscuridad del mismo mediante mejores formulaciones. Esta meta puede pensarse como una idea regulativa que orienta este proceso y, por tanto, nunca puede presentarse como un resultado ya alcanzado en el curso del mismo. A pesar de ello, intentamos, mediante discursos argumentativos, fundamentar y cuestionar la validez de enunciados mejor o peor formulados. Por ello, la precisión del significado es siempre relativa a un contexto. Para que un enunciado sea suficientemente preciso basta con que los interlocutores puedan evaluar las pretensiones de validez del mismo. Esta relativa independencia entre el proceso de fundamentación de un enunciado y el proceso de corrección de su formulación puede ser aplicada al caso del argumento de la fundamentación última reflexiva y la corrección de la formulación de sus resultados. La formulación proposicional de un presupuesto del discurso puede ser siempre corregible a pesar del carácter incuestionable del presupuesto, porque dicha corrección no afecta la validez evidente del presupuesto.

La ventaja de esta segunda forma de considerar la cuestión consiste en que no depende de ninguna diferenciación conceptual, filosóficamente postulada, sino solo de un examen reflexivo sobre la parte performativa del discurso actual sobre la presunta incompatibilidad entre la pretensión de infalibilidad del argumento de la fundamentación última reflexiva y la necesidad de corregir las formulaciones de sus resultados. Este examen puede presentarse del siguiente modo. Quien propone dicha incompatibilidad debe presuponer, necesariamente, como válidas dos condiciones de sentido de su acción de afirmarla. Por un lado, debe aceptar que su tesis puede ser aquí y ahora aceptada como verdadera. Pero, por otro lado, él debe también presuponer que la formulación de la misma podría ser corregida si se produjese algún malentendido sobre su significado. Por ejemplo, en el futuro se podrían encontrar buenas razones para sustituir, en esa tesis, el término "incompatibilidad" por el término "incoherencia", o "contradicción" u "oposición", porque mediante esta sustitución se lograría una formulación más precisa y unívoca de esa tesis. Las dos condiciones de sentido mencionadas se encuentran implícitas en la parte performativa del acto de afirmar la tesis de la incompatibilidad como un enunciado comprensible. Este acto de habla puede presentarse del siguiente modo: "Afirmo como verdadero el siguiente enunciado, cuya formulación reconozco al mismo tiempo como corregible: la afirmación de la verdad de un enunciado es incompatible con el reconocimiento de su corregibilidad".

La dificultad contenida en este acto de habla consiste en que la tesis afirmada, en su parte proposicional (formulada después de los dos puntos), niega algo que es necesariamente presupuesto en su parte performativa (formulada antes de los dos puntos). Este presupuesto es aquí presentado explícitamente, pero el mismo yace, siempre ya, implícito en el acto de afirmar, con pretensión de sentido y verdad, la tesis de la incompatibilidad y, en general, cualquier contribución a un discurso teórico o práctico. Por lo tanto, sin necesidad de recurrir a ningún postulado filosófico, el mero examen reflexivo de la objeción sobre la incompatibilidad mencionada permite advertir claramente que quien presenta esta objeción, por un lado, la afirma como verdadera, y, por el otro, reconoce la corregibilidad de su formulación.

Advertida la inconsistencia pragmática del acto de habla que afirma la mencionada tesis de la incompatibilidad, una cuestión ulterior consiste en determinar si la misma afecta realmente los resultados del argumento de la fundamentación última. La parte proposicional de este acto se refiere a "la verdad de un enunciado" en general y no a la verdad necesaria, un resultado del argumento de la fundamentación última. Sobre esta cuestión baste señalar que la misma no es relevante para nuestro problema, porque este consiste en determinar si alguien que afirma un enunciado como verdadero debe reconocer simultáneamente el carácter corregible del mismo. Ahora no se trata, entonces, de la seguridad con que alguien conoce la verdad de un enunciado, como mera hipótesis o como un enunciado fundamentado de manera última, sino que se trata de la relación entre la verdad de un enunciado y el carácter corregible de su formulación.

La compatibilidad entre la verdad de un enunciado y el carácter corregible de su formulación no es algo que deba concedérsele solo al proponente del argumento de la fundamentación última, sino algo que todo hablante reconoce cuando afirma un enunciado como verdadero. También el oponente de este argumento reconoce la mencionada compatibilidad como un componente implícito en la parte performativa de sus objeciones. Si solo pudiesen ser comprendidos, aceptados y cuestionados enunciados formulados de manera absolutamente precisa e unívoca, entonces nosotros (el autor y el lector de estas líneas) ahora no podríamos siquiera considerar el problema aquí planteado. La univocidad, la precisión y la claridad de un enunciado son siempre aspectos de un resultado buscado mediante un proceso de aclaración de su significado. El comienzo de ese proceso puede ser, por ejemplo, un malentendido ocasionado por una ambigüedad identificada en un enunciado. En el contexto determinado donde se produce ese malentendido, ese enunciado puede ser rechazado como confuso, ambiguo, vago, oscuro, etc. Recién luego del reconocimiento del malentendido tiene sentido el propósito de aclarar y precisar el significado de ese enunciado. El resultado de ese proceso de aclaración es un segundo enunciado que, en el mismo contexto, puede ser tenido por unívoco, preciso y claro, porque permite superar el malentendido que dio origen al mencionado proceso de aclaración del significado. Sin embargo, este segundo enunciado puede ocasionar nuevos malentendidos en contextos futuros y, por tanto, ser rechazado como vago, ambiguo, confuso, oscuro, etc.

Esta forma de plantear la cuestión no supone una teoría prelingüística o mentalista del significado. En efecto, la diferencia aquí propuesta entre el nivel de la validez de un enunciado y el nivel de la formulación, mejor o peor, del mismo no exige suponer que el significado de un enunciado sea algo independiente del lenguaje en el que se expresa. El giro pragmático-lingüístico de la filosofía contemporánea permitió superar teorías del significado propias de la moderna filosofía de la conciencia. Estas teorías conciben el significado de los pensamientos humanos como algo independiente del lenguaje, y el lenguaje como un instrumento externo que permite comunicar esos pensamientos. Esta teoría tradicional del significado se corresponde con el punto de vista del solipsismo metódico de la filosofía de la conciencia. El mencionado giro ha logrado poner de manifiesto las dificultades de esta teoría tradicional. Sin embargo, la diferencia aquí afirmada entre el nivel de la validez de un enunciado y el nivel de la precisión de su formulación no implica una recaída en la teoría tradicional del significado.

Ello se debe a lo siguiente. Aunque ningún pensamiento pueda tener significado antes o fuera del lenguaje, es posible establecer una diferencia entre palabra y juego del lenguaje al interior del lenguaje. El hablante puede distinguir entre la palabra como el medio arbitrario de expresión en un idioma determinado y el juego del lenguaje en el que esa palabra es utilizada (Øfsti, 1994: 60-64). Esta diferencia entre palabra y significado no tiene, por un lado, nada que ver con la representación tradicional de pensamientos independientes del lenguaje y, por el otro, es una condición necesaria de la posibilidad tanto de la traducción de una expresión de un idioma en otro, como de la interpretación de una expresión mediante otras en el mismo idioma, y por ello también de la aclaración o precisión de la formulación de un significado. Expresamos el significado de un enunciado mediante otros enunciados cuando traducimos, interpretamos o proponemos mejores formulaciones del mismo significado. Hacemos todo eso sin necesidad de admitir una teoría prelingüísitca del significado. Un componente ineliminable de nuestra competencia lingüística consiste en formular un mismo significado mediante diversos medios de expresión.

Como miembros de una comunidad de comunicación que utiliza signos de un lenguaje natural, siempre podemos buscar la univocidad y la precisión de nuestras expresiones lingüísticas, pero nunca podremos lograrlas definitivamente. A pesar de ello, podemos, de todos modos, entendernos recíprocamente y discutir sobre las pretensiones de validez que elevamos mediante nuestras expresiones, siempre algo ambiguas y vagas. Los argumentos que podemos ofrecer mediante expresiones siempre corregibles son el único camino para resolver dichas pretensiones. Mediante un examen reflexivo del discurso podemos explicitar y probar como evidentes y necesarias sus condiciones de sentido. La validez de estas condiciones, que siempre se encuentran presupuestas en nuestro saber performativo, puede determinarse de una vez por todas mediante el denominado argumento de la fundamentación última. A la vez, debe reconocerse, sin embargo, que la formulación explícita de esas condiciones, como todo enunciado, puede contener cierta vaguedad y ambigüedad. Estas carencias pueden superarse solo in the long run. Quizás las dos tareas principales de la filosofía trascendental, luego de su transformación pragmático-lingüística, consistan justamente en probar la validez de los presupuestos del discurso y formularlos de manera más precisa.

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