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Cuadernos del Sur. Filosofía

versión On-line ISSN 2362-2989

Cuad. Sur, Filos.  no.40 Bahía Blanca  2011

 

Rancière, Jacques (2011) El Malestar en la estética, trad. de Petrecca, M.; Vogelfang, L. y Burello, M., Buenos Aires, Capital Intelectual, 161 pp. ISBN: 978-987-614-319-6

Hernán Lopez Piñeyro*

* Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: hernanlopezpineyro@gmail.com

Fecha de recepción
15 de Agosto de 2012
Aceptado para su publicación
31 de Agosto de 2012

Bajo el título El malestar en la estética se publica, en español, la que quizá sea una de las obras más importantes de teoría estética filosófica conocida en los últimos años. El volumen, editado originalmente en francés en el año 2005, compila distintas conferencias dadas por Jacques Rancière entre 1995 y 2001.

En líneas generales, el pensamiento del autor puede encuadrarse dentro de una filosofía contemporánea de la emancipación. Esta cuestión no solo puede verse en el ámbito de la política, sino que también sale a la luz en la revisión completa de la noción de estética que realiza. Según su argumentación, es en este terreno donde se continúa la batalla que, en tiempos anteriores a la caída del Muro de Berlin, supo producir promesas de emancipación. La estrategia de Rancière consiste en reelaborar el sentido mismo de aquello que es designado por el concepto de estética, entendiendo a este como un régimen específico de identificación y de pensamiento de las artes.

Conocidos estos objetivos y ambiciones fundamentales, abordaremos entonces los contenidos más sobresalientes de la obra. El libro se organiza de acuerdo a una introducción y a tres secciones. Intentando no descuidar la totalidad del texto, en esta reseña me concentraré sobre todo en la sección que abre la obra, "Políticas de la estética", por cuanto es quizá la verdadera novedad del libro.

La introducción constituye un excelente diagnóstico de la estética filosófica que bien puede ser sintetizado por el título de la obra. Pues esta disciplina, denuncia Rancière en las primeras páginas, ha adquirido mala reputación. El fin de la estética es vaticinado con llamativa frecuencia aún por teorías antagónicas, que coinciden en aducir que esta "se ha vuelto el discurso perverso que impide ese cara a cara, sometiendo las obras -o nuestras apreciaciones- a una máquina de pensamiento concebido para otros fines: absoluto filosófico, religión del poema, o sueño de emancipación social" (pp. 10-11). Analíticos y continentales, platónicos y anti-platónicos, todos encuentran en la estética un pensamiento de mezcla que devora, en el peor de los sentidos, al arte mismo. En rigor, para la opinión dominante el arte es aniquilado por un discurso especulativo que intenta abordarlo y que -dicho sin rodeos- lo asfixia.

Contraponiéndose a estas posturas, Rancière encuentra en el mencionado "pensamiento de mezcla" un punto nodal. Pues, "si 'estética' es el nombre de una confusión, dicha 'confusión' es de hecho lo que nos permite identificar los objetos, los modos de experiencia y las formas de pensamiento del arte que pretendemos aislar para denunciarla" (p. 13). Posiblemente zanjar esta confusión nos conduciría a condenar a las prácticas artísticas a carecer de singularidad, dado que esta última se encuentra en la mezcla misma.

El antídoto reside en tomar en sentido inverso los razonamientos hegemónicos que auguran el fin de la estética y en echar luz sobre aquello que este término significa. Para ello Rancière se demora en cuatro puntos centrales. En primer lugar, no hay arte sin una mirada y un pensamiento que lo identifiquen a partir de un proceso complejo de diferenciación. Pues la relación discordante entre una forma de ser (una aisthesis) y una forma de hacer (una poiesis) signa al discurso estético desde su origen en el pensamiento kantiano. En segundo lugar, "estética" más que una disciplina filosófica designa un régimen de identificación específico del arte. Los filósofos, desde Kant y hasta Adorno, construyen regímenes de inteligibilidad a partir de los cuales las prácticas y productos artísticos se vuelven pensables. En efecto, estética no es otra cosa que "un régimen general de visibilidad y de inteligibilidad del arte, y un modo de discurso interpretativo que pertenece en sí a las formas de dicho régimen" (p. 20). Justamente lo inapropiado de la estética -he aquí el tercer punto- es su esencia. Inútil es, por tanto, pronosticar su fin tal como lo hacen los filósofos contemporáneos. Suprimir la confusión es también suprimir al arte que se busca preservar. Por último, y como cuarto punto, el desorden de la estética modifica la jerarquía de temas y de públicos. Las obras dejan de relacionarse con sus antiguos poseedores -clase dominante- y pasan a congeniar con los pueblos. Se reconfigura así, y a partir de una igualdad inédita, el escenario de lo sensible.

Aclarar qué quiere decir la palabra estética es transitar la historia de una "confusión". A su vez, dicha labor solo tiene el propósito de revelar cómo esta disciplina trae consigo una política. En las tres secciones del libro que siguen a la introducción, Rancière ensaya razonamientos que van en esta dirección en tanto que, además de ayudar a comprender el malestar que la palabra estética suscita, dan cuenta de la esencia indisoluble del vínculo entre arte y política.

Luego de la introducción nos encontramos con la primera parte de la obra, titulada "Políticas de la estética". Allí, Rancière afirma que ante el fin de la utopía estética -es decir, la consumación del intento por parte del radicalismo artístico de contribuir a transformar las condiciones de vida colectiva- nos encontramos en un presente postutópico del arte en el que existen dos puestas en escena posibles. La primera de ellas es llevada a cabo por filósofos e historiadores del arte que oponen a la utopía denunciada la fuerza liberadora del arte que reside, según ellos, en su distancia con respecto a la experiencia ordinaria1. Se trata de una presencia irreductible de una fuerza que desborda y le confiere al arte la misión de construir un ser-común. Rancière se refiere a dicha postura como la estética de lo sublime. El arte queda "bajo el signo de una deuda inmemorial hacia un Otro absoluto" (p. 31). En cambio, quienes adoptan la segunda actitud, profesionales del arte (curadores y galeristas), oponen a la utopía una micropolítica que se vislumbra en un arte que puede catalogarse como modesto en relación a su intento de transformar el mundo.

Ambas posturas derivan de una relación entre arte y política. Pues, una y otra-aunque cada una a su modo- reafirma una labor comunitaria del arte que se basa en configurar el mundo de lo común. En rigor, el arte tiene que ver con la política en tanto que este opera un nuevo recorte del espacio material y simbólico. Al decir de Rancière la política es justamente "la configuración de un espacio específico, el recorte de una esfera particular de experiencia, de objetos planteados como comunes y como dependientes de una decisión común, de sujetos reconocidos como capaces de designar estos objetos y de argumentar sobre ellos" (p. 33). La política, en términos del pensador francés, no ocurre ante el consenso, sino que, por el contrario, se halla en el seno del desacuerdo. Pues es a partir de este que los seres sin voz, invisibilizados irrumpen en la sociedad de los seres parlantes y adquieren voz. Cabe aclarar que la idea de una "estética de la política" que recorre las páginas de este libro no debe ser confundida con la "estetización de la política" que denuncia Walter Benjamin. Más bien debe entenderse que se trata de dos conceptos opuestos, pues mientras el primero le adjudica al arte un rol de constructor de disensos, el segundo -en cambio- lo concibe como un instrumento generador de puestas en escenas de poder y de movilización de masas.

La estética, señala Rancière en el segundo capítulo de este primer apartado, subsiste gracias a una tensión originaria entre la política del devenir vida del arte y la política de la forma resistente. La primera impulsa al arte hacia la vida, la segunda separa la sensorialidad estética de las otras formas de la experiencia. Sobre esta tensión, que implica un juego de intercambios y de desplazamientos continuos entre el mundo del arte y el mundo del no-arte, yace el contenido político del arte contemporáneo.

El arte crítico de ayer, cuya rebeldía supo evaporarse por el exceso de los signos interpretativos, hoy se desplaza hacia nuevas imágenes de composiciones heterogéneas. Al decir de Rancière, dicho deslizamiento ocurre a partir de cuatro formas distintas que pueden o no superponerse. El juego, la primera de ellas, se basa en el registro lúdico que atraviesa las obras y suspende su sentido con el signo de lo indecidible. La segunda forma, la del inventario, convierte a los artistas, que rescatan el potencial de la vida común, en archiveros de la vida colectiva. En tercer lugar se halla la forma del encuentro presente en las obras de arte relacional. Esta consiste en la construcción de situaciones que procuran establecer relaciones imprevistas entre espectadores. El artista deviene en sanador de los vínculos sociales afectados por las relaciones que genera el mercado. El misterio, he aquí la cuarta forma, construye un juego de analogías que muestran un mundo común que liga los heterogéneos por medio de la fraternidad de una metáfora.

En la segunda sección, titulada "Las antinomias del modernismo", Rancière aborda críticamente las producciones de dos filósofos contemporáneos. El primero de ellos es Alain Badiou, autor del Pequeño manual de inestética. En palabras de Rancière el concepto de "inestética", que saca a la luz el platonismo moderno de su inventor, designa "el acto de volver a poner en juego lo 'propio' del arte" (p. 109). Sin embargo, esta búsqueda conduce a Badiou a reafirmar la antinomia dominante del modernismo, que consiste en fundar la separación antimimética del arte bajo categorías que pertenecen a la modalidad de la mimesis.

El segundo filósofo que trabaja Rancière en esta sección es Lyotard. Este pensador postula que las artes contemporáneas han resignado la búsqueda de la belleza, al tiempo que la han reemplazado por "algo relacionado con lo sublime". Según postula Kant, lo sublime hace patente la incapacidad de la imaginación para abarcar un monumento como totalidad. Partiendo de allí, Lyotard encuentra en el arte de lo sublime el enfrentamiento a la alteridad misma de la materia sensible. Pero el fracaso de la imaginación no nos somete a la ley, tal como afirmaba Kant, sino que nos remite a una deuda inmemorial con un Otro. El problema que encuentra allí Rancière está dado por la presencia de una "metapolítica" signada por la promesa de emancipación. En este caso, esta se encuentra ligada a la heterogeneidad sensible de la forma estética. Es decir, nuevamente aparece el riesgo que implica el fin del disenso político y que equivale a "la supresión conjunta de la estética y la política en favor de esta ley única que hoy toma el nombre de ética" (p. 132).

Finalmente en "El giro ético de la estética y de la política", la tercera sección que cierra el volumen, Rancière afirma que ciertas producciones artísticas contemporáneas se han visto invadidas por un pensamiento que regula la coincidencia entre un entorno, un modo de ser y un principio de acción. De este modo, la estética da un vuelco ético en el que ley y hecho son equivalentes. Este giro se arremete contra la comunidad política y la trasforma en una comunidad ética. Desaparecido el disenso, origen primordial de la política como ya se dijo, queda aniquilada la diferencia de las invenciones de la política y del arte que nos conducen por el camino de las continuas reconfiguraciones de lo sensible.

El malestar en la estética es una reflexión tenaz que aporta luz a la estética filosófica contemporánea, además de construir una nueva perspectiva para pensar el lazo entre arte y política. Más aún, luego de la lectura del libro se hace evidente la forma en la que el arte de nuestros días, los discursos filosóficos que lo abordan y la política se iluminan mutuamente. Ranciére nos muestra, a lo largo de las páginas de esta obra, que el arte, aun habiendo renunciado al ideal de trasformación, continúa siendo un espacio de resistencia.

Notas
1 Esta postura del radicalismo artístico, que le confiere a la obra de arte el rol de testimonio de lo no presentable, puede hallarse entre otros pensadores en Jean-François Lyotard.