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Cuadernos del Sur. Historia

versión impresa ISSN 1668-7604

Cuad. Sur, Hist.  n.32 Bahía Blanca  2003

 

Métodos historiográficos y consecuencias ideológicas: Una perspectiva crítica del pasado de Israel en la antigua Palestina

Emanuel O. Pfoh*

Universidad Nacional de La Plata
* e.mail: eopfoh@fullzero.com.ar

Resumen
Las recientes intervenciones tanto en el ámbito de la arqueología como de la historia de la antigua Palestina han revelado la marcada influencia que el relato bíblico ha tenido en las interpretaciones modernas del pasado del antiguo Israel durante los últimos dos siglos de investigación bíblica e histórica. Reconocer tal influencia nos conduce a revisar críticamente la historia de Israel en la antigüedad oriental prácticamente en su totalidad y, fundamentalmente, a percatarnos de las serias consecuencias ideológicas y políticas implícitas tanto en las interpretaciones de la historiografía tradicional como en las nuevas perspectivas de investigación.

Palabras claves: Historia de Israel; Historiografía; Ideología política.

Abstract
Recent developments in the archaeological as well as historiographical fields of research on the history of ancient Palestine have led us to recognize the profound influence of the biblical account on modern interpretations of ancient Israel's past during the last two hundred years of biblical and historical scholarship. Such recognition allows us now to revise, from a critical point of view, virtually the whole of ancient Israel's history in the Ancient Near East and, most important, to be aware of the serious ideological and political consequences that dwell in both the traditional historiography's interpretations and the new perspectives of research.

Keywords: History of Israel; Historiography; Political ideology.

Introducción

El reciente y controvertido debate académico sobre la historia antigua de Israel / Palestina y sobre la historicidad de los eventos evocados en el Antiguo Testamento, que ha tenido lugar en Europa y los Estados Unidos especialmente durante la década de los '901, nos advierte de manera explícita que los resultados que surgen de la práctica historiográfica2 pueden llegar a afectar y repercutir de manera considerable en varias de las imágenes que la memoria cultural de Occidente ha hecho llegar hasta nuestros días, específicamente en aquellas referidas a los orígenes de nuestra civilización occidental. La causa de esta situación tal vez resida en la propia formación profesional e intelectual de quienes emprendieron y aún emprenden tal investigación; sin duda, esta formación ha condicionado de gran manera los resultados obtenidos. Y es que, en efecto, si prestamos tan sólo un poco de atención, notaremos fácilmente que quienes sentaron las bases hace más de cien años para que dicho debate se produjera en el presente, son teólogos y ministros cristianos -incluso algún rabino-, además de arqueólogos, filólogos e historiadores. Lo notable de esto es que, salvando la heterogeneidad de sus disciplinas, en su gran mayoría estos especialistas concentraron sus esfuerzos en el estudio del pasado de Israel a la luz, tenue pero aún viva, de la máxima de los excavadores tardo-decimonónicos y, especialmente, de principios del siglo XX de Tierra Santa: die Bibel hat doch Recht! (¡la Biblia tiene razón!); expresión, en acertadas palabras de Mario Liverani, de una "evidente brutalidad ideológica"3. Es cierto que esta construcción historiográfica, en sus versiones más serias y actuales, y luego de décadas de progreso en el conocimiento arqueológico e histórico de Palestina, ya no tiene por protagonistas principales a Abraham y a su hijo Isaac, a los descendientes de Jacob / Israel saliendo de Egipto y vagando cuarenta años en el desierto, a Josué liderando la conquista de Canaán, la Tierra Prometida; sin embargo, el testigo privilegiado de esta construcción, su fuente histórica por excelencia en los ámbitos profesionales de la disciplina histórica continúa siendo, sin duda, el Antiguo Testamento. En pocas palabras, el objetivo intelectual que animó a este paradigma de investigación fue encontrar el escenario histórico del relato bíblico mediante la factura de analogías con el entorno antiguo-oriental, en un intento de confirmar los dictámenes de una fe, de racionalizar una creencia mediante la prueba empírica (aun cuando esta última no existiera).

Ahora bien, aunque dominante, esta postura historiográfica no pudo evitar que un nuevo paradigma surja, de un modo un tanto "herético", a mediados de los años '704 y se consolide en los '90, con un enfoque crítico y con argumentos históricos más sólidos que los del anterior paradigma, que, en última instancia, estaban sostenidos -y aún lo están- por la sola autoridad de la fe judeocristiana. Los principales sustentadores actuales de este nuevo paradigma, que fundamentalmente aboga por escribir una historia de Israel y de Palestina en la antigüedad oriental dejando a un lado el relato del Antiguo Testamento como punto de partida de una creación historiográfica, son Thomas L. Thompson, Niels Peter Lemche, Philip R. Davies y Keith W. Whitelam5, los dos primeros de la Universidad de Copenhague (Dinamarca) y los últimos de la Universidad de Sheffield (Gran Bretaña), e indudablemente, toda investigación futura sobre el pasado más lejano de Israel en el antiguo Oriente deberá considerar las problemáticas y la crítica que estos investigadores han traído al campo de la arqueología y la historia de Palestina, se esté de acuerdo o no con su perspectiva. Y decimos esto debido al sonado debate -referido al principio- que esta perspectiva generó durante la década de los '90, poniendo de relieve las profundas connotaciones ideológicas que surgen de cada interpretación de la historia del antiguo Israel. Así pues, y a los efectos de comprender en qué consiste tal debate, a continuación expondremos la perspectiva historiográfica de estos investigadores para luego considerar las consecuencias políticas, ideológicas y morales de tal perspectiva en discusión con el paradigma tradicional, especialmente en referencia al moderno Estado de Israel.

Dos modos de evocar el pasado

Como es sabido, la escritura de la historia de acuerdo a determinadas pautas metodológicas en aras de alcanzar una imagen "objetiva" de lo que sucedió en el pasado, es un producto recién del siglo XIX europeo, el siglo en el cual la historia se constituye como una disciplina burguesa de pleno carácter científico6. Los anteriores intentos pseudo-historiográficos no tenían como objetivo conocer los hechos "como en realidad sucedieron" aspiración gnoseológica, como dijimos, recién decimonónica sino que, más bien, sus intereses residían en comprender y explicar una determinada situación social, ritos e instituciones, tal el caso de las etiologías y genealogías, o en exaltar la vida de personajes santos (el ejemplo de las hagiografías medievales), etc.; siempre de acuerdo a las premisas de una concepción no-racional -en un sentido moderno- de interpretar la realidad, que bien puede ser comprendida bajo la designación de discurso mítico7.

En cualquier época que nos ubiquemos, cada construcción del pasado, inclusive la nuestra, se ve motivada por circunstancias del presente de esa época: toda construcción del pasado es sin duda una construcción social, tanto por lo que motiva esa construcción como (y en consecuencia) por lo que se hace explícito y, fundamentalmente, por lo implícito en ella. Hoy en día podemos alegar intereses científicos y, entonces, aplicar una metodología acorde que intente asegurar resultados lo más objetivos posibles. Pero, ¿cuál era el carácter de la literatura que hacía referencia al pasado en la antigüedad cercano-oriental durante los tres milenios anteriores a Cristo? Lo primero que podríamos decir es que difícilmente la escritura de esa literatura estaría precedida por nuestras consideraciones de corte metodológico-objetivas. Inevitablemente, toda inscripción, anales o crónica real, cualquier objeto portador de una significación gráfica, estaba cargado de, y fraguado de acuerdo a, una cierta simbología, un determinado universo intelectual: la realidad que transmitían estas inscripciones respondía a arquetipos y, por ende, nunca esta realidad, pasada o presente, era representada como realmente sucedió -esto, claro está, desde nuestra perspectiva de discurso racional- sino como debería haber sucedido. La cuestión se esclarece un tanto más cuando recordamos que el actor primario de lo que usualmente se llama "historiografía en el antiguo Oriente" era el rey, venciendo al mal, sirviendo a los dioses (en el caso egipcio, el faraón-dios garantizando el orden del cosmos, derrotando el caos), prodigando fertilidad y vida, etc8.; más aún, en el caso de los escritos bíblicos, este género literario tenía un fin didáctico antes que propiamente historiográfico9. En la gran mayoría de las culturas del antiguo Oriente, tanto la iconografía como el lenguaje empleados eran mucho más que meros medios pasivos de representación de realidades: ellos mismos eran la realidad que representaban, de acuerdo con la concepción oriental de pars pro toto. La posible ausencia de referentes reales no se debía pues a maquiavélicas y conscientes estrategias de dominio por parte de una élite (como hoy en día podríamos llegar a pensar); más bien, esa ausencia desde nuestra perspectiva, ya que para el antiguo lo representado estaba "ahí mismo" respondía, por un lado, a la naturaleza propia del pensamiento oriental, que no inquiría sobre la realidad última de las cosas del modo en que nosotros lo hacemos sino dentro de las necesidades y los límites de su universo intelectual y, por otro, a la función de esas tradiciones-mitos en la reproducción cultural de estas sociedades, en su autocomprensión y en la afirmación de su identidad10.

Siguiendo con esta argumentación, es relevante señalar que de ninguna manera la concepción del tiempo y de la realidad que poseía el pensamiento oriental se asemejaba a los nuestros. Así pues, el conocimiento del pasado, desde nuestras categorías modernas, habría sido una actividad fútil para esta mentalidad, lo cual se evidencia en la ausencia del género literario historia en todo el Mediterráneo oriental y en Asia occidental en estos tiempos. Como bien señala M. Liverani:

"En el antiguo Oriente no existe el auténtico género historiográfico, entendido como un fin en sí mismo. Las inscripciones reales y los anales son textos de carácter político y celebrativo, son esencialmente propaganda, [...] la literatura celebrativa de las inscripciones reales y otros textos de redacción palatina tienen unos fines políticos muy claros, expresan propósitos de legitimación, celebración, contraposición y comunicación" (1995 [1988]: 57-58).

Si repasamos las temáticas y los géneros de la literatura del antiguo Oriente, podemos observar que el pasado se evocaba con fines mágicos y rituales, para exaltar los logros y la grandeza de los monarcas durante sus reinados, para dar cuenta del significado de una determinada festividad, para comprender por qué la humanidad debe comportarse de una determinada manera y aborrecer ciertas conductas, etc., pero nunca con intereses en conocer objetivamente el pasado, que es a lo que aspira en principio nuestro modo racional de crear imágenes de lo pasado. Precisamente, nuestra forma de representación histórica era y es imposible en las sociedades antiguas y tradicionales a causa de aquello que Mircea Eliade llama "el terror a la historia" presente en ellas11. Así, si aceptamos por un momento los argumentos de quienes sostienen el carácter de historiadores de los escribas de la antigüedad12, inmediatamente se descubren el realismo ingenuo y los parámetros etnocentristas que guían a muchas de las reconstrucciones modernas del pasado antiguo-oriental, que se nos presenta así plagado de características propias de la modernidad occidental -el concepto de historicidad, en este caso-. Este etnocentrismo occidental se hace más evidente inclusive cuando escrutamos las historias modernas sobre Israel de los últimos 150 años: la historia de Israel que allí encontramos está construida por y para el mundo europeo, es funcional a la autocomprensión de la Europa moderna, especialmente a partir de la Reforma y de la Ilustración13. La matriz teológica y el contexto literario de la Biblia, en donde ésta adquiere por vez primera significado, se ven desplazados debido a las vicisitudes históricas del propio desarrollo intelectual de Occidente, que hace suyo el relato bíblico y lo despoja de su entorno geográfico e histórico-cultural, resignificando, universalizando, en suma, occidentalizando su contenido filosófico y teológico14.

A la luz de todas estas consideraciones, podemos señalar entonces que el Antiguo Testamento (especialmente, desde el libro de Josué al libro de Reyes) difícilmente puede ser considerado como historia, como portador de un pasado real, en nuestros términos modernos15.

Ahora bien, si descartamos al Antiguo Testamento como obra historiográfica, cabe la posibilidad de preguntarnos al respecto de su utilización como fuente histórica. Sin embargo, para que esto sea así, es menester responder antes un par de preguntas claves: ¿cuál sería, de acuerdo a estas consideraciones, el contexto histórico en el cual la literatura bíblica fue escrita?, y, no menos importante, ¿quiénes y con qué propósitos escribieron y editaron esta literatura? Un presupuesto metodológico fundamental que es necesario tener presente, dada la naturaleza de la literatura antigua, es que no podemos fechar con precisión razonable los acontecimientos de un texto antiguo únicamente sobre la base de su cronología explícita. El contexto histórico del texto está sólo implícito en él (excepto en ocasiones en que determinados acontecimientos explícitos son confirmados por otras fuentes; por citar tan sólo un ejemplo, el registro de las incursiones asirias en Palestina, atestiguadas también en el texto bíblico16). Es imperativo apelar pues a la evidencia externa al texto para comprobar la historicidad de los acontecimientos y el contexto en el cual el texto fue escrito. Esto último nos permite especular de un modo razonable acerca de los intereses y las consecuencias de la ideología implícita en el texto para la sociedad que lo produjo. La evidencia producida por los alguna vez famosos rollos del Mar Muerto, hallados a mediados del siglo XX en Qumrán (Israel), nos permite apreciar parte del proceso de edición de algunos de los textos bíblicos. Otros escritos, de retórica monárquico-mesiánica (Samuel, Reyes, Crónicas), hacen que nos preguntemos sobre los probables sectores sociales interesados en la canonización de estos escritos. Sin duda, detrás de la composición / edición / canonización de estos textos existe un interés de legitimación dinástica o real; así pues, -y si Thompson está en lo cierto- el contexto histórico de varios de estos textos sería el período de la re-dedicación del templo de Jerusalén en 164 a.C. por parte de los Macabeos, en un intento de legitimar su dominio teocrático en Palestina17; lo cual significa -a su vez- que, no obstante la posible antigüedad de ciertas tradiciones orales de las cuales se nutre el relato bíblico, el significado último, la creación misma de los textos que componen el Antiguo Testamento pertenece a un período que dista casi mil años del contexto histórico que propone la perspectiva historiográfica tradicional, que ubica tal producción literaria entre los siglos X y VI a.C., aún cuando no existe evidencia arqueológica, i.e., extra-bíblica, que pueda sustentar tal idea de manera concreta.

A los efectos de una mejor comprensión de la naturaleza literaria los escritos bíblicos y de la historia de los pueblos cuyos restos han sido parcialmente desenterrados en Palestina, Philip R. Davies hace una distinción conceptual tripartita de gran valor para el futuro de una investigación crítica de la historia de Israel / Palestina. De acuerdo con Davies18, se puede hacer una distinción entre tres Israel: por un lado, se encuentra el Israel bíblico, es decir, esa entidad que nos presenta el Antiguo Testamento sujeta a una alianza con la divinidad en tanto pueblo elegido y que puede ser comprendida a su vez en un "viejo Israel" y un "nuevo Israel"19. La imagen de este Israel es de alto valor teológico, es la imagen que tenían de sí mismos, de su pasado, presente y futuro quienes crearon la literatura bíblica. Es una imagen literaria con sentido original sólo en su contexto sociohistórico. Luego, se encuentra el Israel histórico, atestiguado en fuentes asirias y babilónicas y por la investigación arqueológica20. Y por último, el Israel antiguo, la imagen que el discurso historiográfico moderno ha construido sobre la base de una racionalización de los escritos bíblicos en forzada armonía con los datos arqueológicos. Este Israel antiguo es el producto virtual de una metodología que utiliza al Antiguo Testamento sin comprender su naturaleza literaria, obviando los serios problemas de interpretación histórica que surgen al considerarlo fuente histórica directa -o sea, la no-comprensión del Israel bíblico- y que soluciona sus aparentes incongruencias internas y sus anacronismos mediante la racionalización acrítica (incongruencias aparentes para el discurso racional, ya que para el discurso mítico tales incongruencias, por definición, no existen).

Decíamos que según el paradigma tradicional, la Biblia nos proporciona información histórica más o menos correcta y verificable y que es nuestro problema ordenar y racionalizar esta información. Y aquí está el quid de la cuestión. La perspectiva historiográfica tradicional no se percató de que los escritos que utilizaba como fuente primaria pertenecían a un mundo intelectual muy distinto del de la modernidad occidental. Occidente siempre percibió a la Biblia desde sus propias categorías y no supo, o no quiso, ver la otredad de la sociedad que la produjo, obviando los problemas que inevitablemente surgen al utilizar un texto varias veces editado y con una concepción de realidad histórica muy distinta a la nuestra como fuente primaria. Así pues, desde una perspectiva crítica, el Israel bíblico queda relegado al plano teológico, intelectual, ideológico de la narrativa bíblica en tanto literatura del antiguo Oriente. El Israel antiguo, por su parte, no es más que el producto romántico de un modo historiográfico que da por sentada la verdad histórica del Antiguo Testamento sin otro argumento más que la fe. Lo que queda para el historiador, entonces, es la construcción crítica y no guiada por el relato bíblico del Israel histórico, y para ello debemos poner el énfasis en lo que la arqueología nos puede aportar al respecto. Y la importancia de esta metodología radica en que a través de la arqueología interpretamos la evidencia sobre Israel directamente, sin los problemas que acarrean las fuentes literarias no halladas in situ, esto es, los escritos bíblicos21.

En efecto, si en una cuestión metodológica debemos acordar con el vetusto Leopold von Ranke cuando interpretamos la información bíblica es en su distinción entre fuentes históricas primarias y secundarias. Las fuentes primarias son las que testimonian sucesos contemporáneos a su escritura. Más seguridad tiene el historiador cuando esos sucesos se confirman al aparecer en otras fuentes contemporáneas. Las fuentes secundarias, en cambio, son las que afirman testimoniar eventos de los cuales ellas no son contemporáneas. El Antiguo Testamento, claramente pertenece a esta segunda categoría22. El Texto Masorético, versión principal a partir de la cual se ha editado nuestro Antiguo Testamento, data de alrededor del año 1000 d.C. (copia de sucesivas copias) y los textos exhumados más antiguos que podrían tener una relación directa con los textos bíblicos -esto es, los manuscritos de Qumrán- datan de los siglos II a.C. a I d.C.; por lo tanto, como historiadores deberíamos mantener una actitud bastante escéptica frente a la historicidad de los eventos que estos escritos nos transmiten, a menos que dispongamos de confirmación externa a ellos. El relato bíblico es mucho más importante como producto intelectual de los siglos V-II a.C., período del cual sí podría ser fuente primaria (secundaria, en algunos casos), aunque con serias precauciones ante los textos que no pueden ser fechados y, más aún, debido a la naturaleza mítica de la evocación de estos eventos.

Entonces, sobre la base que nos proporciona la arqueología, incluyendo el material epigráfico, la historia de Israel que podríamos escribir comenzaría -antes que con Abraham, Moisés, Josué o David y Salomón a mediados y a fines del segundo milenio a.C.- recién hacia el siglo IX a.C., con la actividad constructiva de la Dinastía de Omri en Samaria (1 Reyes 16), lo cual coincide con el comienzo de la actividad edilicia en sitios como Hazor, Megiddo, Gezer y Tell Jezreel que la arqueología ha demostrado23, y del cual poseemos, además, referencias extrabíblicas en las fuentes asirias contemporáneas24. Aquí es, por cierto, donde podemos confrontar el relato bíblico con la información arqueológica. Lo que, por cierto, no deberíamos hacer, a partir de una metodología crítica, es tratar de armonizar la información arqueológica directamente con el relato bíblico, en aras de una construcción histórica coherente, por la simple y lógica razón de la naturaleza tardía de esta literatura, que ha sido creada, además, desde las coordenadas del discurso mítico.

Si reconocemos las falencias metodológicas de la perspectiva tradicional, surge entonces la posibilidad de pensar, por un lado, en una historia del Israel histórico distinta de la construcción tradicional Israel antiguo y con probabilidades más altas de historicidad. Por otro lado, podemos tratar de comprender el significado que tuvo el texto bíblico en su contexto antiguo, en el seno de la sociedad que lo produjo. Así pues, en el relato veterotestamentario estaríamos presenciando la concepción teológica que tenía una determinada sociedad -o los determinados grupos que la constituían en la Palestina de los siglos V a II a.C.- acerca de su pasado (esto es, la representación del Israel bíblico), un pasado que dista de ser histórico por más que evoque ciertos eventos que bien pueden ser atestiguados en fuentes extrabíblicas.

En resumen, puesto que el Antiguo Testamento es el producto de una mentalidad mítica que evoca el pasado de un modo sustancialmente diferente al nuestro, las posibilidades de utilizar críticamente los eventos narrados en tal literatura en un estudio historiográfico moderno están confinadas a una instancia secundaria o terciaria en tanto fuente histórica; nuestra evidencia de primera mano está constituida por la investigación arqueológica, la cual nos provee, además, con la evidencia material más confiable para escribir una historia de Israel en la antigua Palestina. La historia que podemos construir a partir de esta perspectiva crítica es la de dos pequeños reinos, el de Israel y Judá, que existieron en la antigua Palestina entre ca. 900 y 586 a.C. La información arqueológica podría ser enriquecida mediante la utilización de modelos antropológicos y de comparación etnográfica, para comprender ciertas dinámicas sociales "mudas" en el registro arqueológico. Asimismo, la escasa evidencia epigráfica puede ser integrada para iluminar diversos aspectos del universo intelectual de las élites de estas sociedades. Con respecto al 95 % restante de la sociedad, esto es, agricultores, campesinos, nómades pastoralistas, etc., solamente podemos hacer especulaciones acerca de su comportamiento social mediante el registro etnográfico y etnohistórico y la aplicación de modelos demográficos. Estos son tan sólo algunos de los principios a partir de los cuales podemos comenzar a crear una historia secular de la antigua Palestina durante la Edad del Hierro (ca. 1200-586 a.C.), libre de la evocación teológica de las narrativas bíblicas25.

Consecuencias: de una imagen del pasado a la violencia política

Revisar y replantear por completo las consideraciones metodológicas de nuestra historiografía incide en aspectos y en ámbitos que escapan a la mera discusión académica. Una nueva historia de Israel implica no sólo apartar las imágenes bíblicas de nuestra atención en tanto historiadores de la antigua Palestina. El modo en que percibimos la antigua teología de estos escritos y el modo en que su revisión afecta a la teología moderna, construida en parte sobre aquella, debe ser además tenido en cuenta26; así como también, las repercusiones en el actual -y desafortunadamente perenne- conflicto palestino-israelí.

Respecto a esto último, y si atendemos a determinados consensos sobre la moderna escritura de la historia, podemos afirmar que todo resultado del estudio del pasado, toda revisión historiográfica implica la toma, consciente o no, de una actitud política en el presente en tanto construcción social, como ya señalábamos más arriba. Y la producción historiográfica de los siglos XIX y XX sobre el Israel de tiempos pre-helenísticos quizás constituya el ejemplo paradigmático, dada la estrecha relación existente entre la autolegitimación ideológica y política del moderno Estado de Israel y el relato bíblico. Brevemente, podríamos decir que la historiografía y la arqueología tradicional contribuyeron en grande en el plano ideológico a la concreción de las aspiraciones nacionalistas del movimiento sionista europeo del siglo XIX, porque a medida que trastos y vestigios se iban descubriendo en Tierra Santa, sitios eran excavados y que toda esta evidencia se interpretaba a través del prisma bíblico, un nuevo pasado mítico -uno moderno- iba tomando forma, y una justificación histórica empezaba a guiar el accionar político: "una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra". Tal justificación, que se desprendía de una metáfora absolutamente religiosa (en los términos espirituales de posesión y abandono de la tierra sagrada que figura en el Antiguo Testamento), adquirió una connotación política más que notable cuando -y a partir de los principios racionales que adquirió la disciplina histórica desde el siglo XVIII en adelante- la historiografía tradicional comenzó a interpretar el relato bíblico desde una perspectiva historicista y, especialmente, cuando los movimientos nacionalistas europeos del siglo XIX sentenciaron que sin una tierra propia ningún pueblo constituía verdaderamente una Nación ni podía concretar su destino histórico. En consecuencia, podemos observar claramente cómo el sionismo político liderado por Theodor Herzl (1860-1904), marcadamente laico en sus comienzos, se transformó progresivamente en el fundamentalismo religioso -pero también de vertiente secular- de derecha de nuestros días, de acuerdo con el cual la tierra de Israel debe ser habitada sólo por judíos, incluyendo a los que se encuentran actualmente en la diáspora, y los no-judíos (los cananeos bíblicos) deben ser dominados o expulsados, de igual manera que se relata en el Antiguo Testamento27. La pervivencia en la ideología política del sionismo de mediados de siglo XX de la idea bíblica de un Estado israelita poderoso, imperial que se extendía desde el río éufrates en el norte hasta la frontera con Egipto en el Sinaí por el sur, fundado por el rey David y dominando a las poblaciones de su periferia -como se describe en los libros bíblicos de Samuel y Reyes-, se puede percibir claramente en las siguientes palabras de David Ben-Gurion, uno de los fundadores del Estado de Israel en 1948, que declaraba que las fronteras de Israel deberían incluir el sur del Líbano, el sur de Siria, Jordania, toda Cisjordania y la península de Sinaí:

"La aceptación de la partición [territorial] no nos compromete a renunciar a Transjordania; no se demanda a nadie a que renuncie a esta visión. Aceptaremos un Estado con los límites acordados hoy, pero los límites de las aspiraciones sionistas conciernen al pueblo judío y ningún factor externo las limitará" (citado en Chomsky, 1983: 180. La traducción es nuestra).

La renuencia y la falta de disposición de crear un Estado israelí conjuntamente a una entidad política palestina en los territorios que el relato del Antiguo Testamento describe como conquistados por el rey David -y, en consecuencia, legítimamente pertenecientes al pueblo de Israel-, es más que evidente en las palabras pronunciadas durante la declaración de la independencia israelí por Menahem Begin, futuro primer ministro del país por ese entonces:

"La partición del hogar nacional [Homeland] es ilegal. Nunca será reconocida. El acuerdo de partición por parte de las instituciones e individuos firmantes es inválido. [Este acuerdo] no atará al pueblo judío. Jerusalén fue y siempre será nuestra capital. Eretz Israel será devuelta al pueblo de Israel. A todo su pueblo. Y para siempre" (citado en Chomsky, 1983: 161. La traducción es nuestra).

Estas citas nos permiten considerar hasta qué punto la historicidad indudable de las imágenes y eventos bíblicos afectaron y guiaron el accionar político del sionismo. Ya sea desde una perspectiva religiosa o desde una secular, "la Biblia tenía razón" y no cabía duda alguna al respecto durante esta época. Como señala M. Prior:

"Gran parte del núcleo ideológico del sionismo deriva de una interpretación literal del testimonio bíblico acerca de la tierra y de algunos textos mesiánicos, con escasa atención hacia los derechos de las [poblaciones] indígenas" (1998: 58-59. La traducción es nuestra).

Son evidentes, pues, las interrelaciones entre la ideología política del sionismo contemporáneo y la historiografía tradicional al concebir al Israel bíblico como histórico, especialmente a partir de la reciente crítica historiográfica a esta perspectiva. En los estudios bíblicos, la revisión de la historia de Israel se enfrentó de un modo directo con el actual conflicto en el Medio Oriente con la publicación del libro de Keith W. Whitelam, The Invention of Ancient Israel (1996), de acuerdo con el cual la historia de los verdaderos pueblos de Palestina ha sido silenciada gracias a la invención, por parte de una historiografía occidental tendenciosa y fuertemente signada por el relato bíblico, de un antiguo Israel (comparable a la entidad de Davies, ya mencionada) construido a semejanza de los estados nacionales del siglo XIX europeo28. Así pues, la investigación arqueológica en Palestina durante el siglo XX habría ignorado conscientemente la presencia étnica de los antiguos palestinos en favor del Israel de la Biblia debido, principalmente, a la presión ideológica que tanto los estudios bíblicos como el establecimiento del Estado de Israel habían ejercido sobre ese descubrimiento arqueológico del pasado de Palestina (mejor dicho, re-descubrimiento, puesto que ya se sabía con antelación lo que se iba a descubrir).

Ahora bien, muchos de los argumentos de Whitelam -referidos sumariamente aquí por cuestiones de espacio- son sumamente válidos y la contribución que hace con su estudio a la necesaria revisión de la historiografía sobre Israel es, por cierto, fundamental; sin embargo, debe notarse que no es históricamente correcto referirse a los pueblos de la antigua Palestina, anteriores y contemporáneos a la aparición del Israel de la antigüedad oriental, los llamados "cananeos", como antepasados directos de las poblaciones árabes de la Palestina moderna, como Whitelam parece insinuar29. El relato bíblico de la conquista de la tierra de Canaán (Palestina) por parte de un grupo de tribus israelitas en el siglo XI a.C., que luego se constituirían en un Estado "nacional", alguna vez -y hasta no hace mucho tiempo- legitimó sin más ante el mundo el establecimiento de un moderno Estado de Israel en Palestina en 1948 y el consecuente sometimiento y desplazo o "transferencia" de la población indígena -árabes, cristianos y judíos palestinos por igual-, continuando las mismas pautas de dominación colonialista que el imperio británico había ejercido durante el período del Mandato (1922-1948). Pero, tal conquista, a la luz de las investigaciones arqueológicas de los últimos veinticinco años, no constituye más que un mito historiográfico sustentado y confundido en otro mito, el bíblico30. Tampoco se puede diferenciar en el registro arqueológico de los siglos XI-X a.C. qué elementos constituyen la cultura material israelita y cuáles lo hacen con la cananea, puesto que no existió ninguna realidad étnica "cananea" en la historia de la antigua Palestina más que en el discurso teológico de los escribas bíblicos31. La dicotomía "israelita-cananeo" es una polaridad de cuño ideológico-teológico. Se conforma como expresión religiosa del judaísmo del Levante meridional a partir de los siglos VI-V a.C. en adelante, y tal expresión de exclusivismo religioso entre el pueblo de los que siguen la palabra de Yahweh (los israelitas) y el impío resto del mundo que no lo hace (los cananeos) es la que hallamos en el Antiguo Testamento32. No es una diferenciación étnica que pueda llegar a ser comparada con el moderno enfrentamiento entre palestinos e israelitas sino que constituye un ejemplo antiguo de sectarismo religioso que debe ser interpretado en su propio contexto intelectual.

Entonces, la correcta pretensión de Whitelam de escribir una historia libre de preconcepciones bíblicas sobre las poblaciones de la antigua Palestina, entendidas éstas como étnicamente palestinas, crea, no obstante, los mismos problemas que escribir una historia del Israel bíblico, ya que ambos relatos constituyen las imágenes polarizadas de un pasado original de dos discursos políticos en conflicto, el del sionismo y el del nacionalismo palestino33, en caminos desiguales de consolidar y crear, respectivamente, una etnicidad nacional. Un modo posible de entender a los pueblos de la antigua Palestina como "palestinos" sería desde una perspectiva geográfica. Con todo, tal nomenclatura histórica constituiría de la misma manera una interpretación perniciosa ya que generaría una razón para legitimar una respuesta política violenta por parte de los palestinos hacia el Estado de Israel a partir de las mismas premisas seguidas por Israel para expulsar a la población palestina durante los últimos cincuenta años. Quizás, entonces, un principio de solución ante esta cuestión se halle en una condenación moral explícita de toda clase de accionar político amparado en las narrativas provenientes de un conjunto de textos antiguo-orientales de dos o tres mil años de antigüedad.

Desde una perspectiva crítica, la narrativa bíblica no puede guiar nuestra investigación sobre el pasado histórico de Israel ni puede ofrecernos los esquemas temporales completos de tal historia ni nos presenta una clara diferenciación étnica de los pueblos que habitaron Palestina en la antigüedad oriental. En tal sentido, las políticas de expansión territorial y de exclusión poblacional que el Estado de Israel llevó a cabo desde 1948 en adelante, especialmente desde 1967 con la ocupación de Cisjordania (el West Bank o la Ribera Occidental), y que se amparan en el relato bíblico, no tienen una justificación histórica, no poseen una legitimidad que permita la expulsión de las poblaciones palestinas de los territorios que ocupaban hasta la creación del Estado israelí. Así pues, el relato bíblico no puede ser utilizado de manera inocente como justificación de una práctica política digna del más puro colonialismo; y esta es una de las más importantes conclusiones no-historiográficas a las que la reciente revisión de la historia antigua de Israel / Palestina nos permite arribar34.

Consideraciones finales

El proceso de análisis crítico del discurso de los estudios bíblicos y del discurso historiográfico moderno sobre esa entidad llamada antiguo Israel no confronta directamente, de un modo político, la realidad del actual Estado de Israel en Palestina ni la hace ilegítima por completo. No obstante, hace explícito el peligro de utilizar el pasado histórico y el pasado mítico como armas políticas, así como sus consecuencias. Tal peligro nos debería conducir a tomar una posición firme frente a las consecuencias políticas de nuestros resultados historiográficos y, asimismo, evitar que la crítica que ejercemos hacia los usos políticos del pasado por parte de una determinada organización de gobierno (en este caso, el Estado de Israel) se transforme en un ataque directo hacia esa propia organización como tal. Una crítica furiosa, sesgada y unilateral no puede conducirnos sino a más conductas de fundamentalismo, exclusión y odio, conductas que precisamente deseamos condenar en cada una de las formas en que se manifieste. Pero, no por ser cautos debemos dejar de ser críticos.

Es necesario reconocer que Occidente, a través de ese modo de percibir la otredad que Edward W. Said (1994 [1978]) llamó "orientalismo", ha concebido al antiguo Israel como su antecesor cultural primigenio, como el origen de sus expresiones religiosas en un ámbito de culturas extrañas y "orientales". Israel era el pueblo elegido por Dios, el precursor necesario de la civilización occidental a través del cristianismo (de acuerdo con la visión canónica de la Iglesia), y, en los estudios bíblicos -hasta hace no mucho tiempo-, era el único elemento cultural del antiguo Oriente digno de una admiración comparable a la que producía la civilización griega. Por supuesto, no podemos afirmar sin más que esta imagen occidental del antiguo Israel fue la causa directa de los conflictos imperialistas en el Medio Oriente durante el siglo XX, lo cual sería sobrevalorar tal influencia ideológico-cultural por sobre los intereses económicos y geopolíticos de Occidente en la región35. Sin embargo, esta imagen preconcebida a partir del relato bíblico creó -en efecto- un determinado condicionamiento cultural en Occidente. Así pues, cuando el Estado de Israel fue declarado en 1948, Occidente se alineó rápidamente junto a esta nueva entidad política. Esto no era de extrañar en absoluto puesto que el concierto de poderes internacionales, dirigido por Estados Unidos, veía con provecho poseer un aliado occidental en Medio Oriente. Además, muchos de los propios fundadores de este nuevo Estado eran de origen europeo, con una cultura y valores occidentales, frente a poblaciones de una cultura y valores extraños. Desde esta perspectiva, se entendía en Occidente al establecimiento del Estado de Israel como el advenimiento de la modernidad y la democracia en el atrasado y despótico Medio Oriente.

Pero, en definitiva, lo que creemos que esta situación terminó por crear, debido a la profunda relación que posee la idea de un antiguo Israel en el origen cultural de Occidente, es un condicionamiento moral etnocéntrico a partir del cual Occidente permitió que repetidas violaciones a los derechos humanos fueran llevadas a cabo por parte de los dispositivos del aparato estatal del moderno Israel, sin reaccionar ante tales hechos de la misma manera que habría reaccionado si las violaciones se hubiesen producido en un país occidental.

Un ejemplo de este condicionamiento en el ámbito de los estudios bíblicos se encuentra en las palabras del principal arqueólogo bíblico norteamericano de todos los tiempos, William Foxwell Albright, quien impávidamente declaraba a comienzos de la segunda mitad del siglo XX que el exterminio de una población cananea, cultural y moralmente inferior, por parte de una población israelita, superior en estos mismos términos, como se relata en el libro bíblico de Josué, era un hecho históricamente inevitable a la luz de los designios divinos de evolución de la humanidad36. La sorpresa ante tal declaración es mayor cuando constatamos que Albright la seguía sosteniendo inclusive una década después de que los horrores perpetrados por el régimen nazi en Europa fueran de conocimiento y repudio mundiales.

Nos preguntamos, entonces, teniendo de nuevo en mente el conflicto palestino-israelí, si no debiésemos dejar a un lado de una vez y por todas el dogmatismo religioso que surge de interpretar literalmente un conjunto de escritos de más de dos mil años de antigüedad que no fueron escritos para nosotros y tratar de hacer una historia crítica de Israel / Palestina en su contexto antiguo-oriental, libre de prejuicios heredados y, en consecuencia, considerar los supuestos fundamentos históricos de ciertas políticas del Estado israelí como inexistentes. Las políticas de ocupación territorial del Estado israelí pueden, de hecho, encontrar su fundamento original en la idea de que hace tres mil años una divinidad le otorgó al pueblo de Israel la tierra que hoy se halla en disputa; sin embargo, cuando tal premisa justifica la "transferencia" demográfica, la opresión, la violación de los derechos humanos, el aniquilamiento o la limpieza étnica -como sugería Albright-, no existe condonación moral posible ante tal acción política. Quizás, la verdadera y definitiva solución de este conflicto, así como el fin de los abusos y ataques a las poblaciones civiles de ambos pueblos, se encuentre en la creación de un Estado binacional que aúne a judíos, árabes y demás identidades viviendo en Israel / Palestina bajo un solo poder político equitativamente distribuido37; aunque cabe preguntarse si tal propuesta política es realmente viable. Con todo, esta última cuestión excede los límites y la temática de este artículo.

Los ejemplos ofrecidos más arriba nos muestran claramente la profunda interrelación que la historia, la religión y la política poseen en este pequeño rincón del mundo. Como historiadores, nos vemos éticamente obligados a lidiar con las consecuencias actuales que se desprenden de nuestras interpretaciones y eso debería incitarnos a tomar el compromiso moral, y a la vez político, de denunciar tanto las tergiversaciones de tales interpretaciones como su utilización para justificar lo injustificable, de comprometernos a que no sean el fundamento legitimador de variados actos de violencia y de terrorismo de Estado, así como tampoco la causa que justifique el no menos condenable terrorismo por parte del extremismo islámico. En tal sentido, es de esperarse que los avances en nuestras investigaciones historiográficas sean consecuentes con los del proceso de paz en Israel / Palestina.

Notas

1 Cf. la discusión en Davies, 1995b: 699-705; Provan, 1995: 585-606; 2000: 281-319; Thompson, 1995b: 683-98; Lemche, 2000a: 165-93; [inédito]; Dever, 2001: 23-52, 245-98. Hasta donde sabemos, este debate no ha sido recibido en los ámbitos de investigación historiográfica argentinos.
2 Con práctica historiográfica hacemos referencia a la escritura de la historia, a la historio-grafía. Dada la ambigüedad de este último término, utilizado tanto para referirse a la literatura que relata los hechos del pasado como a la práctica moderna y profesional de escritura de los hechos del pasado de acuerdo a determinadas pautas metodológicas, hablaremos de historiografía especialmente en referencia a este último significado. Por otra parte, cuando hagamos referencia a escritos de la antigüedad que evocan el pasado, hablaremos de literatura antigua sobre el pasado y no de historiografía antigua. Queremos enfatizar las divergentes motivaciones de estas dos prácticas, la antigua y la moderna: si bien ambas evocan el pasado, lo hacen desde concepciones epistemológicas totalmente diferentes.
3 Liverani, 1995 [1988]: 20. Cf. además, Silberman, 1995: 15-16. Respecto a la bibliografía clásica de la historiografía tradicional sobre el antiguo Israel, se pueden citar las obras de Bright, 1959; Albright, 1960 [1949], 1963; y Noth, 1966 [1950]. Cf. Thompson, 1992: 1-170, para una revisión crítica de la historiografía bíblica desde J. Wellhausen hasta mediados de los años '80; Liverani, 1999: 488-505, para el estado del debate actual desde una postura moderada; y Zevit, 2002: 1-27, para un resumen de los tres principales temas -imposibles de ser tratados en detalle aquí- del debate actual: a saber, 1) el debate sobre la "arqueología bíblica"; 2) la controversia minimalismo-maximalismo; 3) el debate sobre la arqueología del siglo X a.C. en Palestina.
4 Para ser precisos, el artículo de G. Mendenhall (1962), junto con el ensayo de H. Friis (de 1968 pero publicado recién en 1986) son los primeros exponentes críticos (y parcialmente alternativo, el primero) ante las posturas norteamericana (W.F. Albright y G.E. Wright) y alemana (A. Alt y M. Noth), dominantes en América y en Europa, respectivamente. Sin embargo, el origen del debate actual se puede fijar con la publicación de las obras fundamentales de Thompson (1974) y Van Seters (1975) acerca de la no historicidad de los Patriarcas bíblicos.
5 Pertenecientes a lo que hoy, en el campo de los estudios bíblicos, usualmente se conoce como Escuela de Copenhague y, en un sentido peyorativo por parte de sus furibundos detractores, enfoque "minimalista", "revisionistas", "deconstructivistas", "nihilistas", y así ad nauseam. Cabe señalar que el término "escuela" tal vez no sea el más adecuado para hablar de esta perspectiva ya que los cuatro autores mencionados representan las posturas más radicales y sofisticadas de un paradigma que dista de ser homogéneo en referencia a quienes lo sostienen; por ejemplo, Thompson y Lemche se reivindican como teólogos (aparte de historiadores) y tienen un propósito didáctico central de renovación del interés teológico en los estudios veterotestamentarios; por otra parte, Davies sostiene un enfoque totalmente desvinculado de la teología, mientras que Whitelam hace hincapié especialmente en la relación entre la construcción del discurso historiográfico del mundo bíblico y la geopolítica del Medio Oriente actual. Cf. al respecto, Whitelam, 2002: 194-223 (agradezco la gentileza del profesor Keith W. Whitelam al proveerme con una copia de este artículo).
6 Los dos principales historiadores de ese siglo fueron Leopold von Ranke (1795-1886), que pregonó la reconstrucción de los hechos del pasado "como en realidad sucedieron" (wie es eigentlich gewesen ist) de acuerdo con la crítica de las fuentes; y Johann Gustav Droysen (1804-1884), según quien el historiador debía escrutar las fuentes tratando de distinguir entre Bericht, la interpretación, y Überreste, los hechos "brutos". Es recién en el siglo XIX cuando podemos fijar el acta de nacimiento de la historiografía moderna, y no antes. No es este el lugar para discutir la historiografía griega, pero si Heródoto es el "padre de la historia" (historiografía), ciertamente no lo es de la moderna, por lo tanto, la práctica -etnográfica antes que historiográfica- de este "indagador" debe conscientemente situarse en el universo intelectual griego y helenístico para luego pensar hasta qué punto la paternidad de nuestra historiografía le corresponde a él así como a sus colegas contemporáneos (sin implicar esto, desde luego, la invalidez a priori de sus relatos como fuentes históricas).
7 Cf. Eliade, 1997 [1951]; Wyatt, 2001: 3-56; Pfoh, 2002b: 31-33.
8 Cf. Van Seters, 1995: 2433-44.
9 Cf. Lemche, 2000b: 127-40.
10 Cf. Frankfort et al, 1954 [1946]: 13-44; Wyatt, 2001, passim.
11 Cf. al respecto Eliade, 1997 [1951]: 129-49.
12 Por ejemplo, Halpern, 1988.
13 Thompson, 1998: 24-26; 1999: 375-80.
14 Por supuesto que, como señaló J. Huizinga, "cada civilización crea su propia forma de historia" (1936: 7; la traducción es nuestra), con lo cual una historia del antiguo Oriente escrita a los fines de Occidente es posible (de hecho, lo fue), mas no es la que nos interesa aquí. Este aforismo puede utilizarse mejor a la inversa, para tratar de pensar qué idea de historia poseían los antiguos israelitas y, en consecuencia, si la Biblia puede utilizarse como fuente primaria de los hechos que referencia.
15 Como sostenían hace varios años, Albright, 1960 [1949]; 1957; 1963; Bright, 1959; Mendenhall, 1962: 66-87; y aún siguen sosteniendo, entre otros, Halpern, 1988; Dever, 2001.
16 Cf., por ejemplo, el relato del sitio de Jerusalén en 701 a.C. por parte del rey Sennaquerib, presente tanto en los anales asirios (cf. Pritchard, 1955: 287-88) como en la literatura bíblica (2 Reyes 18-19; 2 Crónicas 32; Isaías 36-38)
17 Thompson, 1999: 294; cf. también 1 Macabeos 4:36-61.
18 Davies, 1995a [1992]: 21-89.
19 Al respecto de esta polaridad, cf. Lemche, 1998: 86-132. El "viejo Israel" es el Israel de la primera alianza con Yahweh, el Israel que no cumplió con el convenio divino y, en consecuencia, fue castigado con el Exilio. El "nuevo Israel" es el Israel que renueva la alianza; varias de las sectas del judaísmo de la Palestina grecorromana -así como también el posterior cristianismo primitivo- se identificaban a sí mismas bajo este concepto de "nuevo Israel".
20 Véase, por ejemplo, la traducción de los anales asirios y babilónicos en Pritchard, 1955: 280-88, 308; y la evidencia arqueológica en Thompson, 1992: 215-351; Lemche, 1998: 35-85; Dever, 2001: 108-243.
21 Cf. Ottoson, 1994: 206-23. Esto no significa, por supuesto, que la interpretación arqueológica sea más objetiva o esté libre de asunciones teóricas a priori (cf., entre otros, Shanks y Tilley, 1987: 1-28; Hodder, 1994 [1991]: 15-32). Lo que deseamos señalar es que el registro arqueológico de Palestina nos permite construir una imagen histórica muy distinta de las sociedades antiguas de la región si no es interpretado a la luz del testimonio bíblico.
22 Al respecto, véase Niehr, 1997: 156-65.
23 Cf. Finkelstein, 1999: 35-52.
24 Cf. Pritchard, 1955, 280-81.
25 Cf. Thompson, 1992: 215-412; Niehr, 1997: 156-57; Lemche, 1998. Puede verse también nuestra síntesis en Pfoh, 2002a: 3-13.
26 Cf., al respecto, Pfoh, 2002b: 27-40.
27 Cf. Prior, 1999: passim.
28 Whitelam, 1996: 122-75.
29 Véase la crítica en Lemche, 1997: 123-49.
30 Cuando hablamos de mito bíblico hacemos referencia no tanto a la idea de falsedad o ficción que acude a nuestras mentes modernas sino a una categoría de una mentalidad que se rige por normas no-racionales, diferente de las de nuestro universo explicativo y comprensivo (véase Wyatt, 2001: 3-56, esp. 36-46; Pfoh, 2002b: 27-40).
31 Véase al respecto el importante estudio de Lemche, 1999 [1991].
32 Cf. Thompson, 1995a: 107-24; 1998: 30-31, 37.
33 Este último creado, irónicamente, por oposición directa al primero, ya que nadie viviendo en Palestina antes de 1948 se consideraría palestino/a en un sentido nacional sino, más bien, territorial o geográfico. Al respecto, cf. Lemche, 1997: 129-32.
34 Véase también la crítica post-sionista sobre la reciente historia de Israel desde 1948 hasta nuestros días en Pappé, 2002: 9-35.
35 Cf. Whitelam, 1998: 9-21, esp. 10-12.
36 Albright, 1957: 280-81. Cf. la crítica en Whitelam, 1996: 79-101.
37 Cf. las consideraciones en Ghanem, 2002: 61-84.

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recibido: 26/05/03
aceptado para su publicación: 01/11/03