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Cuadernos del Sur. Historia

versión impresa ISSN 1668-7604

Cuad. Sur, Hist.  n.34 Bahía Blanca  2005

 

Vidas (re)decoradas, metáforas biográficas: de la memoria industrial a la (des)memoria postmoderna

Jordi Roca i Girona

Universidad Rovira i Virgili, Tarragona. e-mail: jordi.roca@urv.net

Resumen
El artículo pretende indagar, sobre la base del marco general que ha tratado las relaciones entre individuo y sociedad dentro de las Ciencias Sociales, en los cambios biográficos que han acompañado el tránsito de la sociedad industrial a la sociedad postindustrial y su incidencia en el proceso de construcción de la memoria, tanto individual como colectiva, sobre el que se aportan algunas hipótesis relativas a su significación. Para ello se recurre de forma privilegiada al análisis de algunas de las metáforas que se han elaborado para explicar y comprender tales cambios y se propone una reflexión en torno al significado de la enfermedad de Alzheimer como posible metáfora del actual tiempo de (des)memoria.

Palabras clave: Memoria; Biografía; Sociedad Industrial; Sociedad Postindustrial; Metáforas.

Abstract
Using the general framework that dealt with the relationship between the individual and the society within Social Sciences, this article aims to investigate the biographical changes that accompanied the transition from the industrial society to the post-industrial society and its effect on the process of constructing both individual and collective memory. Some hypotheses about the significance of this process are provided. Therefore, some of the metaphors that have been created to explain and understand these changes are analyzed and the significance of Alzheimer's disease is discussed as a possible metaphor of the present age of (lack of) memory.

Key words: Memory; Biography; Industrial Society; Post-Industrial Society; Metaphors.

¿Qué nos hace recordar, qué nos despierta y/o adormece el recuerdo? ¿Por qué recordamos determinados hechos, personas, situaciones o experiencias y olvidamos otros y otras? ¿Aprendemos a recordar o recordamos para aprender? ¿Qué consecuencias tienen nuestros recuerdos, ubicados siempre en un tiempo pasado, sobre nuestro presente y nuestro futuro, que son o van a ser material de la memoria pero que aún no constituyen memoria? Y a la inversa: ¿en qué manera, si es que ello es así, nuestro presente incide sobre el recuerdo que tenemos del pasado, sobre nuestra memoria?

Una vieja conocida relación: individuo y sociedad

Las Ciencias Sociales, prácticamente desde sus inicios, presentan en su interior una serie de polaridades que podrían calificarse como de carácter permanente y, en cierto sentido, por esta misma razón, de irresolubles. Una de ellas, sin duda, es la que hace referencia a las relaciones entre sujeto y estructura (véase Menéndez, 2000). Su problemática de fondo radicaría en privilegiar el papel de los individuos o bien, por el contrario, el de las estructuras sociales como principales responsables de la vida social, ya centrándose pues en la afirmación del individuo como única realidad, porque de hecho sólo vemos individuos, no la sociedad; ya reivindicando que la única realidad es la sociedad, ya que los individuos tan sólo son muestras efímeras de ella.

Hasta los años setenta del siglo XX la mayoría de los esfuerzos fueron dirigidos a señalar el dominio de uno u otro polo, ya fuera centrándose en la posición hegemónica del sujeto o bien en la de la estructura, a pesar de que la tendencia dominante vino marcada por la eliminación o, en el mejor de los casos, la secundarización del papel del sujeto. Las últimas décadas, finalmente, se caracterizarían, para algunos autores, por un planteamiento que busca la articulación, más que el dominio o subordinación, entre el sujeto y la estructura.

La determinación de la naturaleza de esta relación entre sujeto y estructura es relevante, obviamente, cuando el foco de atención lo constituyen los relatos de vida. Una de las cuestiones que inquieta al científico social desde el inicio, en este sentido, consiste en dilucidar cuál es el vínculo entre las leyes sociológicas que son consideradas como referentes de las opiniones y modelos de conducta, por una parte, y, por otra, las leyes o normas a las que se refieren los informantes explícita o implícitamente en sus relatos, esto es, entre las guías que los individuos se dan para la acción y los determinantes que las Ciencias Sociales atribuyen a sus acciones (Murard, 2002:130), entre los auto-constreñimientos y los hetero-constreñimientos (Elías, 1974).

Con estas premisas en el horizonte, el planteamiento que intentaré esbozar en este artículo parte de la consideración de que el ser humano es un producto social y que, en consecuencia, su experiencia vital está influida por las características socioculturales del entorno concreto en el que se desarrolla. Si esto es cierto en lo referente a la experiencia vital de los individuos, no lo es menos, siguiendo la misma lógica, en lo concerniente a la manera como los individuos piensan, organizan y presentan su vida. Y ello en dos sentidos: primero, porque experiencias vitales similares producirán relatos de vida igualmente similares; y segundo, porque el modelo o modelos biográficos proporcionados por el contexto sociocultural encarrilarán el discurso biográfico en una dirección similar. A fin de cuentas, pues, el relato vital resultante constituye tanto una adecuación de la propia experiencia biográfica a la expectativa presente en el o los correspondientes modelos o patrones biográficos de referencia como una expresión de la pretendida idiosincrasia vital del individuo, asimilable, en el fondo, a todas las idiosincrasias resultantes de experiencias necesariamente similares por el hecho de emanar de circunstancias socioculturales fundamentalmente idénticas.

Sobre la construcción y la significación de la memoria: memoria individual y memoria colectiva

Berger y Luckmann en su ya clásica obra (1988) de sociología del conocimiento incluyen, de forma diseminada, algunas referencias tanto a la biografía individual como colectiva que van a servirnos para ensayar un primer intento de significación de la memoria y para plantear también algunos problemas y consideraciones al respecto.

Para los citados autores la conciencia retiene únicamente una pequeña parte del conjunto de las experiencias humanas. Las experiencias que son retenidas se sedimentan y cuajan en la memoria como entidades que pueden reconocerse y recordarse. Sin esta sedimentación el individuo no podría dar sentido a su biografía, que no es más que un episodio situado dentro de la historia objetiva de la sociedad, que empieza antes que la del individuo y a la cual éste no alcanza con su memoria personal.

El proceso de sedimentación aludido puede tener asimismo una dimensión intersubjetiva, esto es, colectiva. Ello se daría cuando diferentes individuos comparten una biografía común, cuyas experiencias se incorporan entonces a un repertorio común de conocimientos. Dicho proceso supone una abstracción de la experiencia de sus coordenadas biográficas individuales y su conversión en una posibilidad objetiva al alcance de todo el mundo, o cuando menos de todos los miembros de una determinada categoría. Si bien esto implica una cierta educación de la memoria y su simplificación, puede decirse que, a cambio, ayuda a dar sentido, hasta el punto que acaba siendo preciso que la biografía del individuo, en sus diversas fases sucesivas, adquiera un significado que haga subjetivamente plausible todo el conjunto.

El planteamiento expuesto a grandes rasgos hasta aquí aporta, además de una cierta teoría de la construcción de la memoria, una posibilidad de discusión en torno a las limitaciones y problemas que la citada teoría creo que puede generar.

En primer lugar, de lo dicho se desprende o puede desprenderse que uno recuerda porque, y sólo porque, ha retenido previamente. Existiría, en este sentido, una suerte de material memorístico inmanente que uno puede reconocer y recordar. Si ello es así, una primera cuestión surge al intentar establecer qué es aquello que influye y/o determina la retención de unas experiencias y no de otras, en el supuesto de que, como apuntan los citados autores, tan sólo logramos retener una pequeña parte del conjunto de nuestras experiencias. Dicho supuesto, por cierto, puede ser ya de por sí problemático, puesto que bien podría decirse igualmente, y de forma diferente a lo expuesto, que en realidad retenemos todas nuestras experiencias -o cuanto menos una gran parte de ellas- y sí que, en cambio, es tan sólo una pequeña parte de éstas que recordamos. El planteamiento, en este nuevo supuesto, avanzaría en la línea de afirmar que recordamos aquello que en el momento de recordar -el presente- nos interesa -en el sentido de vinculación directa con las circunstancias específicas del presente- del pasado. En otras palabras: tal vez no se trate tanto de que recordemos en función de un límite material retenido en el pasado y por tanto disponible en el presente sino más bien en función de unos limitados intereses o necesidades acuciantes del presente. La importancia y relevancia de la memoria residen más bien en aquello que rescatamos en un momento dado del recuerdo desde el presente. Lo cual, además, puede explicar con mayor contundencia si cabe el hecho que la memoria es efectivamente una construcción y una invención. Más aún cuando podemos hablar también de memoria colectiva, intersubjetiva o de repertorio común de conocimientos. Puesto que de hecho, en esta hipotética selección de las biografías individuales en favor de la creación de un repertorio común de conocimientos, entiendo que no se escoge necesariamente aquello que es común sino más bien aquello que se decide, por lo general desde el presente, que es común. Y en este proceso, como es sabido, siempre existe la posibilidad de que alguien generalice lo propio como colectivo y de que otro u otros "alguien" acaben identificando este supuesto repertorio común como propio, esto es, que acaben adecuando su memoria a una supuesta memoria común que tal vez siéndoles en parte ajena acaban interiorizando y asumiendo como propia.

Un buen ejemplo de esto lo he podido constatar en el estudio que realicé sobre la construcción del género femenino en la postguerra española (Roca, 1996, 2000). Dejando a un lado las cuestiones relativas al proceso concreto de construcción del género, en esta investigación los discursos de los distintos informantes vehiculaban, entre otras, una representación o configuración global del citado período de postguerra. La valoración o caracterización que se hacía de esta etapa pude constatar que no era ajena al tipo de consideraciones que acabo de señalar. En este sentido el conocimiento pormenorizado de la totalidad de la historia de vida de cada informante me permitió inferir en muchas ocasiones cómo el desarrollo, hasta el presente desde el que se me hablaba, de la experiencia vital del informante o de la informante influía significativamente en el posible juicio de valor que éste o ésta realizaban de la etapa concreta de análisis. Así, de forma un tanto simplificada, a una experiencia de presente poco satisfactoria acostumbraba a acompañarse una cierta mitificación del pasado y viceversa.

Igualmente, y a pesar de lo que acabo de señalar, en el universo simbólico de la práctica totalidad de mis informantes estaba presente y se conocía, cuando menos, la suerte de imaginería colectiva que caracteriza la postguerra como un período sombrío y triste asociado a las dificultades para la supervivencia, a la ausencia de libertad, a la represión tanto política como moral, a la imposibilidad en suma de realizar y realizarse como los hijos y nietos de las protagonistas de mi investigación. Sin embargo, era obvio que para muchas ellas, que habían vivido la postguerra en un pequeño pueblo rural, algunos de los elementos de la caracterización hegemónica del período deberían de haber sido cuando menos prudentemente matizados. No quiero decir con ello que las penalidades y la falta de libertad en una localidad de las características de la estudiada no fueran ciertas. Sin duda las hubo. Pero también es cierto que, por ejemplo, la subsistencia diaria no fue tan dura en una comunidad de base agrícola como lo fue en las grandes ciudades. Es más, incluso en el caso por ejemplo de la represión política, ideológica y moral, ésta pudo no ser vivida como tal en su momento sino más bien en el presente como consecuencia de una suerte de toma de conciencia del pasado, dándose en cierto modo una especie de proceso similar a lo que Marx denominó y diferenció como clase en sí y clase para sí, esto es, la existencia objetiva de una situación sin conciencia de ella por parte de sus protagonistas y la existencia objetiva de esta misma situación con conciencia de sus protagonistas.

De hecho, al hilo de esto último, puede afirmarse que la conciencia colectiva cuando se transforma en discurso se convierte en memoria colectiva, organizándose en forma de discursos de síntesis que postulan el carácter continuo, homogéneo y direccional del pasado, el presente y el devenir histórico de una generación o de un colectivo. Esto, como construcción social, supone una determinada lectura o interpretación del pasado que implica un proyecto de futuro o, simplemente, como parece más adecuado a nuestro caso, un proyecto de presente tan sencillo y necesario como es el de legitimar, dar sentido o hacer puramente soportable la historia. Puesto que los seres humanos, al decir de algunos autores, organizamos nuestra experiencia pasada, presente y futura conforme a un tiempo concebido como una "relación de orden". Se trata, en cierto modo, de lo que Castoriadis (1975) denomina el tiempo identitario (lineal), el cual permite a los agentes individuales determinar y localizar acontecimientos, encuadrarlos en épocas diversas, prever futuros desarrollos de sus vidas, en definitiva, conferir continuidad y orden a su percepción y a su experiencia.

La memoria colectiva, pues, en su articulación con la memoria individual permite llevar a cabo dos tipos de lecturas: una primera en que los actores sociales reproducen y asumen el discurso dominante que remite a la construcción social de una memoria colectiva; y una segunda que presenta un cuadro desestructurado, superador del corsé ideológico del discurso dominante y del inmanentismo presumible en una memoria colectiva, que focaliza más bien en las discontinuidades (Véase Pujadas, 1994).

De la sociedad industrial a la sociedad postmoderna: ¿dos modelos biográficos distintos?

De los diversos esfuerzos teóricos que desde la década de los setenta han intentado caracterizar el tránsito de la era clásica de la moderna sociedad industrial a la nueva etapa o sociedad etiquetada con denominaciones diversas (sociedad postindustrial, neotecnológica, de la información, del riesgo...) pueden componerse, esquemáticamente, dos modelos que, fijando la atención en aquellos aspectos que resultan más relevantes para mi argumentación, se configurarían como sigue.

En la sociedad industrial propiamente dicha nos hallamos en un contexto marcado por un nuevo modo de producción que incorpora una estricta y planificada organización del trabajo, basada en la división técnica del trabajo, cuya máxima expresión será la cadena de montaje. Esto implicará que el trabajo, especialmente para los hombres, se constituirá en el eje de la vida individual y del orden social. El trabajo constituirá el principal factor de ubicación social del individuo y la fuente básica de su identidad social, que a menudo se construirá de una sola vez y para el resto de la vida: la permanencia a lo largo de toda la vida laboral en una misma empresa constituía la norma y se expresaba con frecuencia con un sentimiento de orgullo. La carrera laboral, en este sentido, marcaba el itinerario vital, siendo así que la fábrica se convirtió en la principal institución panóptica de la sociedad moderna, el lugar donde se moldeaban los sujetos dóciles y obedientes que el estado moderno y el modo de producción industrial necesitaban (Bauman, 2000).

La base productiva de esta sociedad industrial comportó, como ya se ha insinuado, los correspondientes efectos en el conjunto de la experiencia de los individuos, en la medida que incidirá decisivamente en el modelo social hegemónico existente. Así, tanto los hombres, centrados mayoritariamente en el universo laboral, como las mujeres, idealmente inscritas a un modelo familista-doméstico, construyeron sus respectivas identidades de forma regular y planificada en base al seguimiento de unas etapas claramente definidas. A las personas, en este contexto, les era relativamente fácil -;o difícil no hacerlo-; acomodarse a los roles prescritos y segregados de padre, madre, trabajador, vecino... (Hage, 1995). Por lo común no existía la necesidad de negociar los roles correspondientes y su seguimiento, por tanto, demandaba poca energía: tanto la rutinización y planificación de la conducta como el férreo control social lo hacían posible. Los problemas o "desajustes" propios de esta sociedad industrial eran solucionados generalmente por la comunidad inmediata -;familia, vecindario o bien institucional -;empresa, sindicato, estado del bienestar-;.

En la postmodernidad o sociedad postindustrial, en cambio, la crisis o el fracaso de un amplio número de instituciones -;empresas, familia, estado providencia, etc.-; con sus corolarios de las transformaciones acaecidas en ámbitos tan diversos como la seguridad de ocupación de los empleados o de la pensión de los pensionistas, el aumento de las tasas de divorcio y las nuevas formas de convivencia, etc., han situado la flexibilidad y la movilidad en el punto neurálgico de las habilidades personales y sociales. El curso de la vida, de este modo, "liberado" de la secuencialidad preestablecida, se mantiene abierto a una reformulación continuada según las demandas del mercado laboral. Su construcción social se desplaza hacia un conjunto de prácticas y valores menos sujeto a los tipos de papeles, de actividades y de contextos que son adecuados para etapas vitales o identidades de género determinadas. La modernización reflexiva o segunda modernidad característica de la sociedad postmoderna (véase Beck y otros, 1994) incentivaría, así, la búsqueda de la aptitud personal en un mundo trastornado y plural en el que la diferencia es aceptada positivamente. Las consecuencias naturales del postmodernismo se formulan sólidamente en términos de procesos de individualización-pluralización que tienen un impacto en la formación del sujeto y en la construcción social de la biografía. Como ha señalado Giddens (2000:59-60), todo contexto de destradicionalización ofrece la posibilidad de una mayor libertad de acción de la que existía antes. A medida que la influencia de la tradición y la costumbre decrecen, la base misma de nuestra identidad personal -;nuestra percepción del yo-; cambia. En la situación anterior, propia de la sociedad industrial, la percepción del yo se sustentaba sobre todo en la estabilidad de las posiciones sociales de los individuos en la comunidad. Cuando la tradición se deteriora, y prevalece la elección de estilo de vida, el yo no es inmune: la identidad personal debe ser creada y recreada más activamente que antes, se formulan estilos de vida individualizados en los que las personas se ven obligadas a situarse en medio de sus esquemas y a construir de manera reflexiva sus propias biografías sociales. De ahí por ejemplo la popularización de las terapias y asesoramientos de todo tipo, la proliferación de una suerte de supermercado del desarrollo personal y la autoayuda pensado para superar las dolencias de un yo íntimo enfermo y la expansión del psicoanálisis en los países occidentales, ya que constituyen mecanismos para renovar la identidad personal, para reescribir el guión de la propia vida.

El modelado consciente de la personalidad y el estilo de vida -;ya sea en respuesta a la percepción de exigencias externas o al aparato escénico autodirigido de una persona-; representa una mezcla de creatividad, experimentación, autoactualización y autodirección, en un entorno en el que es preciso tomar decisiones y realizar elecciones importantes respecto a la vida de uno mismo, en un contexto notablemente diferente de aquél precedente en el que la previsibilidad y la consiguiente linealidad marcaban el rumbo vital de la mayoría de personas. Corolario importante de esto, entre otros, es que en tanto que la responsabilidad de la propia biografía, en este último caso, descansaba en gran medida en lo que podríamos denominar "el sistema" -;una realidad altamente institucionalizada-;, ahora parece extenderse la ilusión, cuando menos, de la responsabilidad individual en cada biografía, en el marco de lo que Chisholm (2002) califica de planificación biográfica más abierta que, dicho sea de paso, tiende a exagerar la capacidad de las personas para llevar a cabo una autonomía razonada.

De la sociedad de productores rutinizados por la cadena de montaje, basada en la separación entre la planificación y la ejecución, con un número limitado y determinado de roles perfectamente segregados, se habría pasado a una sociedad de consumidores, fundamentada en la necesidad de elección constante ante una oferta variada, con un número potencialmente ilimitado de roles que a menudo se mezclan y pueden incluso inventarse -;en el chat uno puede crearse y mostrarse bajo la identidad que quiera, en el marco de una ficción que no debe responder a la obligación del mundo físico de comportarse como se espera que uno lo haga de acuerdo con su estatus-;. De la saturación del nosotros promovido por las Ciencias Sociales nacidas con la industrialización, en suma, a la eclosión del yo omnipresente.

Del tren al automóvil: metáforas de un cambio sociobiográfico

Para acabar de entender mejor los cambios que se han producido y que parecen diferenciar la modernidad industrial de la postmodernidad consumista, con las correspondientes influencias sobre las trayectorias biográficas y la manera de construirlas y presentarlas, tal vez pueda resultar útil entretenerse en la presentación, ampliándola y refomulándola en ciertos aspectos, de la metáfora ideada por Ken Roberts (citado en Furlong y Cartmel, 2001), en el bien entendido que la metáfora puede constituir un indicador de apertura del pensamiento hacia diversas interpretaciones o reinterpretaciones, una posibilidad de desvelar la visión o la percepción que se ha vuelto estereotipada, de otorgar intensidad afectiva a la comprensión mediante la generación de ondas analógicas que permiten superar la discontinuidad y el aislamiento de las cosas (Morin, 2001: 116-117). El planteamiento parte del hecho que el modelo de reproducción social característico de la sociedad industrial, que he presentado en el apartado anterior y que ha sido descrito a menudo en términos de "trayectorias", puede percibirse y describirse como un recorrido en tren. En este sentido, la gente nace y/o coge el tren en estaciones diferentes, con diferencias también en cuanto a la frecuencia de paso y tipo de trenes y direcciones. En la escuela -;piedra angular de la sociedad industrial, con demandas de escolarización generalizada y especializada-; los jóvenes cogen ferrocarriles que les llevan a destinos distintos. Las características de estos trenes se determinan a partir de factores tales como la clase social y el género, a pesar de que la distribución de "billetes" se lleva a cabo sobre la base de la habilidad escolar. Una vez iniciado el viaje existen pocas oportunidades de cambiar la destinación: tal vez puede mejorarse un poco la categoría del billete o bajar en una parada intermedia, pero dado que los trenes recorren vías diferentes, cambiar de tren es realmente difícil. Después de compartir largos períodos de tiempo con unos mismos paisajes y unos pasajeros concretos, se establece un cierto tipo de camaradería: los individuos empiezan a ser conscientes de sus experiencias y sus destinaciones comunes y desarrollan afinidades con sus compañeros de viaje y sentimientos de afecto hacia su tren particular. Por el contrario, si se sienten frustrados en relación a algunos aspectos del viaje, pueden llegar a pensar que el cambio de dirección únicamente es posible mediante la acción colectiva.

Si los viajes en tren pueden proporcionarnos una metáfora adecuada para los procesos de reproducción social en el marco de una sociedad industrial -;no en vano el ferrocarril es el paradigma del transporte en la industrialización-;, los cambios acaecidos en la llamada sociedad postindustrial los podemos describir mejor comparándolos con el aumento del uso del automóvil en detrimento del ferrocarril.

¡En este nuevo contexto, el viaje se emprende, desde la clase social de origen hasta la de llegada, en coche. Así como los trenes siguen recorridos fijos, quienes conducen un automóvil pueden escoger su camino entre un cierto número de opciones. A diferencia de los pasajeros de un tren, los conductores de coche se enfrentan a una serie de decisiones sobre la ruta que les llevará desde el punto de origen al de destino. Pueden ir por autopista, por carreteras nacionales o secundarias o realizar rutas turísticas, o incluso decidir combinar estas opciones de maneras distintas. En este proceso, cada cruce les da la oportunidad de cambiar de ví(d)a, según las dificultades con las que se encuentren en las carreteras por donde acaban de pasar. Durante todo el viaje, los conductores tienen la impresión que controlan la velocidad y el itinerario de sus viajes. La experiencia de conducir un automóvil propio en lugar de viajar como pasajeros en transportes públicos contribuye a que los conductores atribuyan los resultados conseguidos a las capacidades y decisiones individuales. La creencia que se posee el control sobre la cadencia y el itinerario del viaje y la experiencia de avanzar a otros conductores provoca que muchos viajeros olviden que el tipo de coche con el que iniciaron esta aventura es el elemento que predetermina en buena medida el resultado final del viaje, difuminándose de este modo el punto hasta el cual los esquemas de desigualdad continúan reproduciéndose, aunque sea de otras maneras. Además, dada la variedad de caminos que se pueden escoger, uno puede llegar a creer que su itinerario es único, y que los riesgos a los que se enfrenta debe superarlos como individuo más que como miembro de una comunidad.

De hecho, esta metáfora relacionada con los medios de transporte conecta muy directamente con uno de los elementos que se han destacado como claves para describir las transformaciones societales que he ido presentando: la movilidad. Así, a la "movilidad biológica" de la sociedad tradicional le habría sucedido la "movilidad mecánica" de la sociedad moderna, ambas capaces de transportar materia, esto es, objetos, a una velocidad limitada, y ambas sucedidas, a su vez, por la "movilidad electrónica", característica de la sociedad postmoderna, capaz de trasladar micromateria, susceptible de ser codificada y descodificada en símbolos, a la velocidad de la luz (véase Castells, 1996 y Bericat, 2003). Ni que decir tiene que la aparición y el asentamiento de un nuevo tipo de movilidad provoca cambios en la configuración de las coordenadas de tiempo y espacio -;como el dominio, en este caso, de lo sincrónico sobre lo diacrónico o del espacio sobre el tiempo y la historicidad-;.

Todo ello en conjunto permite considerar el extremo que, en la postmodernidad, la vida gira alrededor de una falacia epistemológica en la cual el hecho de sentirse al margen de la colectividad es tan sólo una parte de un proceso histórico a largo plazo que está estrechamente relacionado con percepciones subjetivas del riesgo y la incertidumbre. Los individuos se ven obligados a vencer una serie de riesgos que afectan a todos los aspectos de su vida diaria y esta intensificación del individualismo provoca que las crisis se perciban más como fracasos individuales -;lo cual sucedería también con los éxitos-; que como resultado de unos procesos que escapan al control de los individuos. De ahí que una de las características centrales de la sociedad actual sea la pérdida de fortaleza de las identidades sociales colectivas, un debilitamiento subjetivo de los vínculos sociales a causa de una creciente diversidad de experiencias vitales que tiene consecuencias en la manera como las personas interpretan el mundo y construyen subjetivamente la realidad social. La modernidad avanzada o postmodernidad simboliza, de este modo, dentro de un marco más general, un paso adelante en un proceso continuo que va desde las identidades colectivas hacia las identidades individualizadas, siendo el producto de evoluciones históricas a largo plazo que implican el aumento del autocontrol y una reducción de la disciplina impuesta desde el exterior (Elías, 1993).

Estas identidades cada vez más individualizadas deberán tener el don, además, de acuerdo con el mercado laboral actual, de la flexibilidad, eufemismo mediante el cual se enmascara la creciente precariedad de la existencia en relación a las certezas de la época anterior. Será preciso, pues, que esta identidad pueda ser cambiada a corto plazo y esté regida por el principio de mantener abiertas todas las opciones o cuando menos la mayor cantidad posible de ellas (Bauman, 2000:49-50).

La flexibilidad identitaria, finalmente, irá de la mano del eclecticismo, otro de los rasgos destacados de esta postmodernidad que se expresa igualmente mediante la eclosión de la estética de la mixtura, en donde todo tiende a mezclarse, a hibridarse, a formar collages.

Todo ello, en síntesis, resulta perfectamente coherente con otro de los grandes elementos característicos de la postmodernidad que tiene que ver con la lógica de enlace en forma de red. Una lógica híbrida, de nodos conectados por vínculos débiles, generadora a su vez de una lógica organizativa especialmente apta para una época de cambios rápidos en la que la innovación y la flexibilidad se señalan determinantes para la supervivencia (Castells, 1996; Bericat, 2003).

Entre Blade Runner y el Alzheimer: el tiempo de la (des)memoria

En su ya clásico y célebre ensayo, Susan Sontag (1980) argumentó de forma contundente cómo la imaginería patológica sirve para expresar una preocupación por el orden social, una insatisfacción por la sociedad como tal, y para sugerir que existe un profundo desequilibrio entre individuo y sociedad1. Mi pretensión en este último apartado es presentar y reflexionar sobre la hipótesis siguiente: al igual que la tuberculosis en el siglo XIX del romanticismo y el cáncer en el siglo XX del industrialismo más asentado, la enfermedad de Alzheimer puede ser considerada una metáfora -;tal vez quizás la metáfora- de la postmodernidad consumista característica de finales del siglo XX y principios del XXI. Si es cierto, como decía Antonio Machado, que "una idea no tiene más valor que una metáfora; por lo general tiene menos", tal vez este ejercicio nos permita desvelar bajo una luz diferente y más clara algunas de las características principales del tránsito de una etapa a otra y su significado.

El enfermo de Alzheimer, en efecto, pone en evidencia las tensiones características de la postmodernidad: cuestiona las seguridades, el ordenamiento rígido y meticuloso e inapelable de la sociedad industrial, la organización científica del trabajo, la división de los roles de género, los conceptos de salud, enfermedad y atención. El enfermo de Alzheimer, en medio de la emergencia abrumadora del yo, se caracteriza por el hecho de perder su individualidad y quedar a merced de los otros. Como la tuberculosis y el cáncer, la enfermedad de Alzheimer aísla al individuo de la comunidad, a diferencia de las grandes epidemias clásicas -;peste bubónica, tifus, cólera- que se precipitaban sobre el individuo en su calidad de miembro de la comunidad afectada. Por elevada que haya sido o sea su frecuencia dentro de la población, las tres enfermedades citadas siempre han sido percibidas como de carácter individual, como una suerte de ruleta del azar que puede tocar a cualquiera, que elige sus víctimas una a una.

Es en este contexto, bajo la presión, moderna, de la necesidad de expresar la propia individualidad, el yo, que la enfermedad alcanza un registro metafórico. Así sucedió con la tuberculosis, maldición y emblema de refinamiento a la vez. Durante el siglo XX, el cáncer -;sólo una maldición: el bárbaro dentro del cuerpo, la invasión descontrolada en una sociedad ordenada-; no ha podido relevar en este punto a la enfermedad romántica, del yo por excelencia, porque nadie ha podido adornarlo con la fascinación asociada a la tuberculosis. Este papel, en primera instancia, lo habría llevado a cabo la locura, que ha expresado de forma convincente también la personalidad dotada de una sensibilidad superior, llena de sentimientos espirituales y de insatisfacción crítica. Tuberculosos y locos acabaron a menudo en "sanatorios", un tipo de exilio a un segundo mundo con sus reglas especiales, porque para curarse debían salir de su rutina diaria. El Alzheimer, entendido como una forma de demencia y, por tanto, estrechamente vinculado a la locura, ha heredado su función metafórica pero adecuándola, no obstante, a la realidad de las sociedades postmodernas: el enfermo, en este caso, también entra en un segundo mundo, pero su exilio es más interior que exterior, con unas reglas especiales que, a pesar de todo, parecen ser bien conocidas y dotadas de una lógica precisa -;la regresión a los estadios más primarios de la existencia, la creciente infantilización de la conducta-;, y, en este caso, para no empeorar -;la curación, aún, no es contemplada como una posibilidad real-; no debe sustraerse de las rutinas diarias sino mantenerlas al máximo posible. La rutinización de una sociedad mecanizada, industrial, constituye a fin de cuentas una de las causas probables de la locura -;como ya trató de demostrar Elton Mayo, interesado en determinar la influencia de la sociedad industrial en la producción de desórdenes psiquiátricos-;, que se expresa y debe curarse al mismo tiempo por la vía de la no rutinización de la vida diaria. La flexibilidad convulsa de las identidades temporáneas y cambiantes de la postmodernidad, en consecuencia, tan sólo puede generar enfermos que se expresan como un deseo de retorno a los tiempos de la irresponsabilidad, de la no necesidad de tomar decisiones continuamente, y que precisan, a fin de sobrevivir, de una buena dosis de realidad rutinizada, predeterminada, no pensada. En el marco de la denominada sociedad del riesgo y del consumo, donde las elecciones constituyen una obligación permanente y suponen la base de la identidad personal, el enfermo de Alzheimer aparece como aquél que no sabe ni puede elegir, ergo está falto de cualquier tipo de conciencia de identidad, no posee un yo central, autónomo, inconmensurable. Representa también, además, la quintaesencia de la vulnerabilidad en un mundo de incertezas fabricadas en donde las consecuencias de los riesgos son poco o nada previsibles. Las descripciones asociadas a la enfermedad -;pérdida, degradación, deshumanización, regresión, muerte lenta y progresiva-; son increíblemente calcadas a las que se aplican a las amenazas en las que está sumido el planeta como consecuencia del actual estadio de desarrollo con el correspondiente deterioro medioambiental. Y, obviamente, encontramos también las mismas similitudes cuando se habla de las soluciones para este planeta enfermo y para la enfermedad de Alzheimer: sostenibilidad, mantenimiento. Esto es, dada la imposibilidad de retornar a la situación inicial de salud, procuremos conservar lo que aún tenemos, detengamos cuando menos el progreso hacia la destrucción final. La destrucción final, por cierto, desemboca en ambos casos en una situación aterradoramente idéntica: los orígenes prehistóricos de la humanidad -;como bien se encargan de mostrar los filmes "futuristas" al estilo Mad Max- y los orígenes biológicos de la vida -;la posición fetal que adopta el enfermo de Alzheimer en la fase final de la enfermedad-;.

Buena parte de esta retahíla de tensiones queda admirablemente expresada en la película Blade Runner, un verdadero icono de la postmodernidad ambientada en el año 2019. La película está presidida por el tema del tiempo y la memoria. Los replicantes, de hecho, no tienen propiamente ni pasado ni memoria, lo cual constituye uno de los rasgos más determinantes que los diferencian de los humanos. Es por esta razón que Rachel, una replicante, construye una fotografía de su madre mediante manipulación digital, lo cual le confiere un sentido de tener un pasado real, una historia, igual que los humanos. También es cierto que a los replicantes, en la película, se les inventa la falsa memoria de un pasado que nunca existió -;aunque también podríamos preguntarnos, irónicamente, si de hecho ha existido alguna vez el pasado y si éste, de algún modo, no es siempre inventado-;, lo cual sirve al mismo tiempo para identificarlos en la ilusión y denunciarlos en la realidad.

El tema del tiempo está presente en muchos otros elementos de la obra, como por ejemplo en los ojos de los replicantes, fabricados por un viejo milenario que vive en estado de hibernación, o en sus cuerpos, producidos por un joven artesano violentamente envejecido a causa del síndrome de Matusalén. Los replicantes protagonistas del film, en fin, vuelven al origen a la búsqueda de su creador, obsesionados por el poco tiempo de vida que les ha sido concedido -;cuatro años-; y por el deseo de ganar más tiempo. Todo ello contribuye a vincular la experiencia del tiempo y la memoria a la identidad más genuinamente humana y, de paso, a formular alguna de las sentencias cinematográficas más celebradas, como la que susurra el policía desencantado cuando Harrison Ford, al final de la película, huye con aquel precioso trozo de circuitos con apariencia de mujer perfecta: "que lástima que ella no pueda vivir, pero ¿quién vive?", a la que el afortunado protagonista añade, en un pensamiento en off: "no sabíamos el tiempo que estaríamos juntos, pero ¿quién lo sabe?".

El tiempo, la memoria, ciertamente, constituyen ejes fundamentales asociados al Alzheimer, una de las metáforas más logradas de la sociedad actual. Con la caída del muro de Berlín, que representa el inicio de la postmodernidad, en 1989 -;justo doscientos años después de la Revolución Francesa que inauguraba la modernidad-, no se hicieron esperar la aparición de las apologías que predicaban el fin de la historia (véase Fukuyama, 1994) una vez culminados los procesos históricos que habrían dado paso a un orden capitalista universal. El final de la historia habría conducido, con su inercia, a un tiempo de desmemoria, ya que la pretensión de la llegada a un estadio definitivo desvaloriza el papel de la memoria a la vez que debilita el sentido histórico de la existencia, que deviene más un hecho sincrónico que diacrónico, una suerte de festival de eternos presentes instantáneos (véase Jameson, 1998 y Bericat, 2003). Cuando el conocimiento, además, ya no depende tanto de la experiencia acumulada que es preciso transmitir de generación en generación a través de la memoria sino de potentes computadoras capaces de almacenar una cantidad de datos inabarcable para la mente humana; cuando, asimismo, ya no son los representantes de las generaciones adultas los que detentan las posiciones jerárquicas de transmisión del conocimiento sino que cualquier mocoso deviene un maestro de sus adultos, por ejemplo, en el uso y dominio de las nuevas tecnologías, siendo así que por primera vez en la historia los jóvenes "saben" más que sus mayores, a pesar de que en muchos casos puedan tener unas expectativas de futuro, también tal vez por primera vez en la historia, objetivamente peores que sus padres, razones por las cuales son disuadidos de preservar la memoria que éstos y aquéllos les puedan aportar; cuando, además, el propio concepto de memoria queda transfigurado para las generaciones más jóvenes, que pueden "rememorar", siempre que lo deseen y sin esfuerzo, toda su existencia con completas grabaciones audiovisuales que se remontan a las ecografías de sus primeros momentos como criaturas en formación; cuando el material de la memoria, en este mismo sentido, crece de manera exponencial a causa del aumento de la esperanza de vida y de los medios tecnológicos de almacenamiento, hasta llegar a una situación de memoria desbordada; cuando, en fin, esta sociedad neotecnológica y de la información se transforma asimismo en una sociedad del riesgo, que proporciona una nueva e inquietante dimensión a las palabras que aparecen inscritas en los antiguos relojes de sol -;praeteritum nihil, praesents instabile, futurum incertum (el pasado no es nada, el presente es inestable, el futuro es incierto)-;; la amnesia colectiva puede acabar siendo tanto una necesidad como una virtud y la desmemoria individual a penas un síntoma de todo ello. La enfermedad de Alzheimer, de este modo, no es ya únicamente ni sobre todo un castigo sino una señal del mal social, una metáfora, a falta de un lenguaje religioso y filosófico e incluso científico -;la postmodernidad se define, precisamente, como la incredulidad hacia todas las metanarrativas fundadas en la razón ilustrada y legitimadas por la ciencia (Lyotard, 1984)- , que nos permite expresar el sentimiento del mal. El Alzheimer, como lo hicieron la tuberculosis y el cáncer, denota pues algunas de las grandes "deficiencias" o características de nuestra cultura, como por ejemplo la ausencia de referentes claros que faciliten la construcción de un itinerario biográfico lineal y previsible y controlable, con la correspondiente necesidad de convertirse en criaturas proteicas; o el triunfo de la evanescencia y la obsolescencia programada, tan funcionales y necesarias para una sociedad centrada en el consumo, que afecta tanto a los bienes materiales como a las ideas y a las personas, sometidos todos ellos a la provisionalidad permanente -;de la subjetividad, del trabajo, de la pareja, de la seguridad alimentaria, del último avance tecnológico-;, en una suerte de versión postmoderna del Carpe Diem horaciano que es la negación misma de la memoria. Todo ello, lógicamente, unido a la correspondiente incidencia sobre la estructura socioemocional de las personas bajo la forma de una receta en la que sobresalen la alegría, la ansiedad y la nostalgia (Bericat, 2003: 41-42). Alegría propia de una sociedad satisfecha, hedonista y derrochadora que se divierte de forma superficial pero carece de auténtico placer; ansiedad surgida de la superación de la seguridad ontológica tradicional y del control absoluto proyectado por la modernidad, que difiere de la angustia moderna por cuanto que es producto de la ambivalencia y de la contingencia y se nutre de la incertidumbre; y nostalgia, reprimida en la modernidad que destruye el pasado y olvida el presente, y recuperada por una postmodernidad consciente de pérdidas absolutas e irreparables. El Alzheimer simboliza, en fin, la fractura de un desarrollo vital previsible, progresivo, lineal, racional, de un modelo biográfico-social típico de la sociedad industrial, y la expresión, a falta de una metáfora mejor o de una nueva definición de la relación entre individuo y sociedad, de un mundo y de un individuo desbocados, convulsionados, irracionales, incomprensibles e inseguros de sí mismos en donde el papel de la memoria se vuelve problemático. Sin duda es por ello que se habla tanto de ella y, a su vez, se (la) olvida tanto.

Notas:

1 En este apartado seguiré muy de cerca las aportaciones de Sontag en la citada obra en relación al uso metafórico de la enfermedad en general y de la tuberculosis, el cáncer y la locura en particular. Para no cargar el texto en exceso, no señalaré continua y explícitamente tales aportaciones. El análisis sobre el uso y el valor metafórico de la enfermedad de Alzheimer en relación al contexto de la postmodernidad, así como algunas de las vinculaciones que establezco entre enfermedad y sociedad, no siempre coincidentes con las que lleva a cabo Sontag, son exclusiva responsabilidad mía.

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recibido:21/04/05
aceptado para su publicación: 27/09/05