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Cuadernos del Sur. Historia

versão On-line ISSN 2362-2997

Cuad. Sur, Hist.  no.35-36 Bahía Blanca  2007

 

Debates por la identidad: representaciones de los pueblos indígenas en el discurso de las elites letradas chilena y rioplatense, 1840-18601

Fabio Wasserman*

* UBA - CONICET fwasserm@filo.uba.ar

Resumen
El artículo tiene como propósito realizar un aporte al conocimiento del proceso de constitución de identidades colectivas en Hispanoamérica tras la revolución de independencia. Para ello se detiene en un aspecto de ese proceso al que en forma anacrónica podría denominarse como la cuestión indígena, es decir, el lugar que se le asignaba a los pueblos autóctonos en el desarrollo de las sociedad criolla. El objeto de análisis está constituido por las representaciones de los pueblos indígenas presentes en el discurso de las elites chilenas y rioplatenses en las décadas de 1840 y 1850. La razón de esta elección es que si bien ambas eran sociedades que mantenían importantes contactos interétnicos, sus elites elaboraron retóricas e imágenes divergentes sobre los pueblos indígenas locales que también repercutieron de diverso modo en los respectivos procesos de construcción de identidades. Mientras que en el Plata existía un extendido juicio negativo sobre estos pueblos, en Chile se habían incorporado representaciones positivas de los indígenas locales conocidos como araucanos. Esta divergencia provocó una serie de intervenciones y debates a uno y otro lado de la Cordillera de los Andes que constituyen el núcleo de este trabajo.

Palabras clave: Debates; Identidad; Cuestión Indígena.

Abstract
The aim of this article is to contribute to the knowledge of the process of the making of collective identities in Hispanic America after the revolution of independence. It focus on a subject of that process that could anachronically be called the indian question, that is to say the place given to the native groups in the development of the criollo society. The object of the analysis is formed by the representations of the indigenous people found in the discourse of the Chilean and Río de la Plata elites in the 1840s and 1850s. This choice comes from the fact that while both were societies with important interethnic contacts, their elites elaborated a divergent rhetoric and different images about the indigenous groups, that also influenced in several ways in each process of identity construction. While in the Plata there was an extended negative perception of these groups, in Chile some positive representations of the local indigenous -the Araucanos- were incorporated. This divergence brought a series of interventions and debates on both sides of the Andes Mountains that are the nucleus of this paper.

Key Words: Debates; Identities; Indian Question.

Recibido 12/04/05
Aceptado para su publicación 06/10/05

Introducción

La finalización de las guerras de independencia en Hispanoamérica en la década de 1820 dio paso a una etapa signada por múltiples conflictos en los que estuvieron en juego tanto el acceso al poder como la construcción de nuevos lazos sociales y políticos. Este proceso tuvo entre sus protagonistas a las elites letradas cuyos miembros asumieron roles destacados como dirigentes, representantes, funcionarios o consejeros. Pero su importancia estuvo dada sobre todo por su dominio de la palabra escrita y, más precisamente, por el uso político que hicieron de ella (Rama, 1984). Es que la copiosa y heterogénea producción discursiva elaborada por letrados y publicistas tuvo una influencia decisiva en la naciente vida pública, pues fue a través de ella que cobraron forma valores, ideas y representaciones que, en un contexto plagado de incertidumbres, permitían orientar y dotar de sentido las acciones de las elites criollas (Ramos, 1989).

Uno de los temas recurrentes en este corpus es el de la identidad que tenían o debían tener los miembros de las comunidades políticas que comenzaron a erigirse sobre las ruinas del orden colonial. Esta indagación, condicionada por los conflictos regionales, sociales, económicos, étnicos, políticos e ideológicos que caracterizaron el período, cobró mayor impulso a partir de la década de 1830, entre otras razones por el progresivo influjo del romanticismo en la cultura local y por la necesidad de legitimar los poderes públicos sobre nuevas bases ideológicas y discursivas. De ese modo se produjo una extendida disputa por la identidad que presentaba varias facetas, entre las cuales hay dos que merecen subrayarse. En primer lugar, la necesidad de desentrañar, dar forma y valorar los rasgos distintivos de lo americano, pretensión que se puede remontar al proceso de conquista y colonización. En segundo lugar comenzó a plantearse la necesidad de diferenciar a las comunidades en formación, pues en líneas generales éstas compartían atributos como lengua, religión, instituciones o costumbres. Se trataba en suma de precisar el modo en el que esas comunidades, existentes o proyectadas, debían imaginarse y constituirse como singularidades (Anderson, 1993; Guerra et al, 1994).

La construcción de esos imaginarios demandaba hacerse cargo de lo que podríamos denominar como la cuestión indígena, vale decir, qué lugar se le asignaba a los pueblos autóctonos en el devenir de las comunidades criollas. No se trataba por cierto de una cuestión novedosa: las relaciones interétnicas constituyen un problema nodal en la historia de América y durante siglos se elaboraron representaciones encontradas sobre los pueblos indígenas que también incidieron en las identidades de españoles y criollos (Pinto, 1996a; K önig, 1998; Bengoa, 2000). Pero a mediados del siglo XIX estas representaciones y valoraciones adquirieron un cariz singular al entrecruzarse con la necesidad de definir nuevas identidades comunitarias capaces de conjugar la dimensión americana y la local o nacional.

El presente trabajo tiene como propósito examinar un aspecto de esta cuestión tomando como objeto las representaciones sobre los pueblos indígenas presentes en el discurso de las elites letradas chilena y rioplatense entre 1840 y 1860. Cabe advertir que no se pretende analizar las relaciones interétnicas en la región, tema que constituye un prolífico y polémico campo de investigaciones (Bechis, 1983; Mandrini, 1992; Pinto, 1996b; Mandrini y Paz, 2003), sino indagar el discurso que los grupos letrados elaboraron sobre los pueblos indígenas, las polémicas provocadas por la existencia de diversas valoraciones y, por último, su posible incidencia en la conformación de identidades comunitarias de las elites a uno y otro lado de la Cordillera.

Este examen comparativo resulta de interés por varias razones. En primer lugar, porque se trata de sociedades vecinas que mantenían fluidos contactos con pueblos indígenas que controlaban vastos territorios y estaban estrechamente relacionados entre sí. En segundo lugar, porque las representaciones sobre esos pueblos fueron divergentes: mientras que en el Plata existía un extendido juicio negativo, en Chile era usual reivindicar a los araucanos. En tercer lugar, porque estas diferencias se hicieron explícitas en una serie de intervenciones polémicas protagonizadas por destacados publicistas a ambos lados de la Cordillera en las décadas de 1840 y 1850. En cuarto lugar, porque su examen permite apreciar las diversas posiciones y sus consecuencias en el proceso de construcción de identidades comunitarias.

El artículo consta de cuatro partes. Las dos primeras repasan las representaciones de los pueblos indígenas elaboradas al calor del proceso revolucionario y su diversa evolución en Chile y en el Plata. Las otras dos examinan las polémicas que involucraron a publicistas chilenos y rioplatenses: las protagonizadas por Domingo F. Sarmiento, Juan B. Alberdi y Vicente F. López en Chile alrededor de 1845; y la producida entre Francisco Bilbao y Bartolomé Mitre en Buenos Aires en 1857. Cabe advertir que esta elección está dada no sólo por la relevancia política e intelectual de sus protagonistas, sino también porque sus intervenciones pueden considerarse representativas de las diversas posiciones existentes sobre la cuestión indígena.

Variaciones sobre una abstracción: los pueblos indígenas en el discurso de la elite rioplatense

Como es sabido, los revolucionarios hispanoamericanos elaboraron una retórica favorable a los pueblos indígenas que sostenía la necesidad de restituirles sus derechos y dignidad a la vez que los consideraba antecesores de su lucha por la independencia. El indigenismo ocupó así una función precisa en la economía discursiva revolucionaria: sumar argumentos a la crítica del dominio colonial ejercido por España durante tres siglos1. Fueron escasas sin embargo las medidas que se tomaron para que éstos pudieran superar su marginación socioeconómica y, menos aún, las que lograron implementarse con éxito (K önig, 1998).

Esta caracterización general puede verificarse en la revolución rioplatense cuya producción discursiva, icónica y ritual se plagó de referencias favorables a los indígenas (Burucúa y Campagne, 1994). Ahora bien, esto no solo no implicó mejoras en su condición, sino que tampoco se tradujo en la elaboración de una literatura que diera cuenta de su historia y sus modos de vida, salvo casos excepcionales protagonizados por funcionarios o militares que tomaron contacto directo con esos pueblos (Nacuzzi, 2002). Es que lo que en verdad importaba era su carácter simbólico, hecho reforzado por su consideración desde una perspectiva americanista que se oponía como una totalidad al sistema colonial. Este sesgo, coincidente con la identidad de los revolucionarios, permitía además recuperar en forma selectiva algunos pueblos que tuvieron su centro en otras partes del continente. Así, y en desmedro de la mayoría de los pueblos que habitaban ese territorio, los revolucionarios rioplatenses mostraron especial devoción por los incas (Rípodas Ardanaz, 1993).

En suma, la valoración de los indígenas estuvo subordinada a la legitimación del accionar independentista sin que esto implicara la producción de obras en las que se procurara darle mayor carnadura. Por el contrario, se hacía una representación abstracta de esas comunidades recurriendo a imágenes estructuradas por convenciones retóricas neoclásicas. Debe advertirse sin embargo que las relaciones sociales en general y las interétnicas en particular, fueron afectadas por la desintegración del antiguo orden y por las guerras que provocó, así como también por la asunción consecuente por parte de algunos dirigentes de las ideas revolucionarias. De ese modo, aunque en ocasiones muy precisas, el indigenismo pudo ser algo más que una retórica tendiente a legitimar el accionar de la dirigencia criolla al transformarse en el fundamento de posibles cambios en las relaciones sociales.

Al finalizar las guerras de independencia se convirtió en una necesidad de primer orden la construcción de nuevas formas sociales y estatales, hecho que implicó también una mayor conflictividad con los grupos indígenas por el control de tierras, hombres y recursos. En ese nuevo marco, y a pesar de que su interrelación con la sociedad criolla era algo corriente, pasaron a ser tratados cada vez más como carentes de todo valor al considerárselos incapaces de formar parte de una sociedad civilizada y republicana. De ese modo fue extinguiéndose también cualquier posible reivindicación, aunque más no fuera retórica. Las representaciones de los indígenas quedaron así reducidas a una serie de clichés no menos abstractos que los presentes en la discursividad revolucionaria, pero ahora tendientes a estigmatizarlos por su ingénita condición de criminales, vagos, sucios, traidores e incapaces de someterse a reglas sociales. Además solía considerárselos como entes más cercanos a la naturaleza que a la cultura, dándose por sentado que su incapacidad de incorporarse al proceso civilizatorio los condenaba a desaparecer, ya sea por su absorción, extinción o eliminación. Destino que, para quienes así pensaban, no haría más que confirmar su radical exterioridad de las comunidades políticas en formación.

Esta valoración permite explicar en parte las dificultades existentes para realizar una historia de la región que se remontara a tiempos lejanos, que la singularizara, o que fuera capaz de incluir a todos sus habitantes (Wasserman, 2004). Vale decir, una historia capaz de aportar a la construcción de una identidad comunitaria. Dicha limitación afectó de sobremanera a los escritores románticos quienes se privaron de un recurso valioso para poder caracterizar una cultura nacional. Consideremos el caso de Juan M. Gutiérrez, el escritor más atento a las expresiones culturales americanas que tuvo el romanticismo rioplatense. En 1837, y con motivo de la inauguración del Salón Literario en Buenos Aires, hizo una reivindicación elogiosa del rango civilizatorio alcanzado por aztecas a incas a quienes consideraba "nuestros padres" (Gutiérrez 1958: 139/40). Para realzar su argumento se preguntaba qué habría ocurrido en caso de que hubieran podido seguir desarrollándose autónomamente. La respuesta sólo podía ser especulativa, pero le permitía introducir el problema que en verdad quería plantear: qué hacer con el legado español que, según creía, aún oprimía a los criollos. En tal sentido advertía que "La conquista cortó el hilo del desenvolvimiento intelectual americano. Esta bella parte meridional del nuevo mundo se trocó en hija adoptiva de la España, se pobló de ciudades, recibió costumbres análogas a las de sus conquistadores; y la ciencia y la literatura española fueron desde entonces nuestra ciencia y nuestra literatura" (Gutiérrez 1958: 140/1).

De ese modo, y aunque pudiera referirse en forma admirativa a los antiguos pobladores del continente, era evidente que no podía filiar en ellos tradición ni identidad alguna.

Los araucanos: una genealogía para la nación chilena

Los revolucionarios chilenos también elaboraron un discurso reivindicatorio de los pueblos indígenas a la vez que tomaron medidas legales y administrativas que no tuvieron mayores efectos prácticos. Sin embargo, existían algunas diferencias significativas con lo sucedido en el Plata, pues en Chile se hacía referencia explícita a los pueblos locales y, además, este fenómeno ya había comenzado a insinuarse en el período colonial (Collier 1967; Pinto, 1996a). En efecto, al estallar la revolución existía un corpus de representaciones favorables a los pueblos autóctonos que habitaban en el sur del país y que eran considerados por españoles y criollos como araucanos aunque éstos se reconocían a si mismos como reche y luego como mapuches (Boccara 1999).

Más allá de la asunción de ideas filantrópicas provenientes de diversas tradiciones, esta valoración fue también resultado de la construcción de una imagen de Chile como una sociedad de guerra y de frontera. Esta experiencia había sido estilizada por cronistas y poetas coloniales, particularmente por Alonso de Ercilla en La Araucana al que muchos consideraban un poema épico nacional. Más aún, un sector importante de la elite gustaba identificarse con algunas de las cualidades atribuidas a los araucanos como su resistencia, valentía, amor a la tierra y sentido de la independencia. Atributos que, además, permitían trazar una línea de continuidad entre el desafío presentado por estos pueblos al dominio español y el proceso independentista.

Otras diferencias significativas con lo sucedido en el Plata es que estas representaciones se mantuvieron vigentes hasta mediados del siglo XIX favoreciendo la producción de narrativas históricas identitarias. En relación a lo primero basta recordar que, siguiendo una tradición surgida en el período revolucionario, el periódico oficial del gobierno conservador instaurado a partir de 1830 llevaba por título El Araucano, hecho impensable del otro lado de los Andes. En cuanto a la elaboración de relatos históricos, éstos comenzaron a cobrar forma a mediados de la década de 1830 impulsados por el Estado con el fin de cimentar la identidad nacional (Wasserman, 2003).

Ambas cuestiones permiten explicar una iniciativa del Ministro de Instrucción Pública, Mariano Egaña, quien en 1839 le encargó al naturalista francés Claudio Gay la escritura de una Historia de Chile, entre cuyos hitos ubicaba la resistencia de los araucanos que había doblegado el orgullo español (Feliú Cruz, 1965: XXII y XXIII). Ya en el Prólogo puede advertirse que Gay hizo suyo el punto de vista de su comitente, pues prometía describir "(...) el interesante cuadro donde luzcan los usos, las inclinaciones y costumbres de los tan altivos como intrépidos Araucanos que idólatras de su libertad é independencia, y merced a su heroico valor, han sabido guardar intactos hasta el día sus rústicas instituciones y con ellas su hereditaria dignidad" (Gay 1844, VII). El texto retoma esa caracterización al narrar los conflictos entre españoles e indígenas, alabando incluso su organización, su racionalidad, su receptividad a los misioneros y su predisposición a ser convertidos dada su afinidad con el catolicismo salvo en lo que hacía a la poligamia. De ese modo se permitía concluir que "Si estos eran bárbaros, es preciso confesar que lo eran de una especie bastante particular y rara" (Gay, 1847: 19). La potencialidad de esta valoración se puede apreciar en su capacidad para legitimar la inclusión de lo araucano en la historia de la nación chilena. Tanto es así que incluso se permite comenzar el relato antes de la llegada de los españoles pues narra el avance de los incas sobre el futuro territorio chileno y la resistencia presentada por los indígenas locales, prefigurando de ese modo dos nacionalidades: la de los "peruanos" y la de los "chilenos" (Gay, 1844: 107). Por cierto que no se trataba de un anacronismo inocuo ya que podía interpretarse fácilmente como un lejano y prestigioso antecedente del triunfo en 1839 sobre la Confederación Peru-boliviana que había afianzado el poder chileno en el Pacífico sur.

Ahora bien, para algunos escritores esta valoración no era sólo un efecto retórico destinado a estilizar un pasado remoto capaz de apuntalar la identidad chilena. En ocasiones, pocas pero significativas, también promovían la inclusión de los araucanos en la nación chilena. Es el caso del polaco Ignacio Domeyko, futuro rector de la Universidad de Chile, quien en 1845 realizó un viaje científico y exploratorio de las posibilidades colonizadoras de Arauco. Al volcar sus impresiones en un libro dio por sentado que los araucanos formaban parte de la nación chilena, asegurando además que su integración efectiva podría verificarse a través de la educación, la religión y la colonización (Domeyko, 1971).

Cabe advertir que Domeyko no apuntaba tanto a promover un reconocimiento de sus modos de vida, sino a sostener que éstos podrían ser modificados en pro de una homogeneización étnica en la que esas comunidades quedarían disueltas en el seno de la nación chilena. De todos modos planteaba una discusión con quienes rechazaban cualquier acercamiento a los indígenas por considerarlos incapaces de incorporarse a una sociedad católica y republicana. Es por ello que recibió fuertes críticas como las de Andrés Bello, entonces Rector de la Universidad y máxima figura de las letras hispanoamericanas, quien estimaba que se trataba de una utopía filantrópica dada la total insignificancia que tenían para él los pueblos autóctonos. Claro que este juicio no le impedía dirigir el periódico El Araucano, lo cual constituye una evidencia sobre la existencia de algunas condiciones singulares de la vida pública local a las que debió adaptarse.

En suma, las actitudes de los hombres públicos chilenos frente a los indígenas pueden sintetizarse en tres posturas: la que los repudiaba; la que enaltecía su pasado glorioso promoviendo una reivindicación retórica a modo de legado; y la que los valoraba como sujetos aptos para integrarse a la comunidad chilena. Lo notable es que estas diversas posiciones no fueron patrimonio de ningún grupo político o corriente ideológica. Así, y a diferencia de algunas figuras que le eran cercanas, el historiador liberal Miguel Amunátegui se mostró siempre crítico de quienes promovían una reivindicación de los araucanos, tal como puede apreciarse en la Memoria que presentó en 1861 en la Facultad de Humanidades donde sostuvo que "Los araucanos no eran ciertamente los cumplidos caballeros armados de lanzas i macanas que ha pintado Don Alonso de Ercilla en octavas bien rimadas i peinadas, sino bárbaros, que si bien mas adelantados en civilización que otros pueblos indígenas del nuevo mundo, eran no obstante bárbaros, sin mas religión que algunas supersticiones groseras, ni mas organización social que la que resultaba de la obediencia a los jefes que sobresalian por el valor o la astucia, obediencia que, sobre todo en tiempo de paz, era sumamente floja" (Amunátegui, 1862: 296).

Si bien se trataba de un juicio personal, también estaba expresando una tendencia que se estaba generalizando en esos años. En efecto, la valoración positiva de los araucanos había comenzado a declinar a lo largo de la década de 1850, mientras que comenzaba a imponerse su consideración como salvajes y, por tanto, radicalmente exteriores a la civilización y a la nación chilena. La razón de este giro puede atribuirse a la difusión de nuevos paradigmas racistas que cobrarían mayor peso en los años siguientes, pero sin duda fue decisivo el interés que, por razones económicas, políticas y estratégicas, despertó la ocupación del extenso territorio ocupado por los mapuches al sur del Bío Bío, la cual sería concretada durante las décadas siguientes (Pinto, 1996a; Boccara 1999). De ese modo se cerraba una etapa en las relaciones interétnicas en Chile quedando clausurada también la posibilidad de dar forma a una identidad nacional capaz de incluir como propios algunos elementos indígenas.

Las polémicas de los románticos argentinos en Chile

En la década de 1840 Chile se convirtió en uno de los principales puntos de recepción de los rioplatenses que debieron exiliarse por su oposición a Rosas. Se trató de una experiencia decisiva para muchos de ellos, particularmente para los románticos que en esos años maduraron intelectualmente y dieron a luz algunas de sus obras más significativas (Myers, 1998). Entre los rasgos singulares de Chile que llamaron su atención se encontraba la reivindicación de los araucanos y su posible aporte a la conformación de la identidad nacional. El rechazo que esto les provocaba era tan fuerte que autores como Domingo F. Sarmiento, Juan B. Alberdi y Vicente F. López lo hicieron público a diferencia de otras cuestiones sobre las que cuidaban de pronunciarse dada su precaria condición de exiliados. De todos modos es probable que estas intervenciones se debieran no sólo a su rechazo visceral, sino también al hecho que no podía traerles consecuencias graves ya que se trataba de una discusión presente en la vida pública chilena.

Para apreciar mejor sus intervenciones resulta útil contrastarlas con las posiciones de los chilenos que les eran cercanos ideológicamente como el político y publicista liberal José V. Lastarria, quien en 1844 presentó una Memoria en la Universidad en la que describe y analiza los males legados por el dominio colonial (Lastarria, 1909). En la Introducción Lastarria planteaba cuáles temas eran los más convenientes para su trabajo. Tras desechar la historia del período revolucionario por no contar con condiciones que permitieran su cabal interpretación, estimaba que tampoco parecía provechoso detenerse en el pasado indígena. Claro que lo hacía en los siguientes términos: "Confieso, señores, qe yo habria preferido haceros la descripcion de alguno de aquellos sucesos heróicos o episodios brillantes que nos refiere nuestra historia, para mover vuestros corazones con el entusiasmo de la gloria o de la admiracion, al hablaros de la cordura de Colocolo, de la prudencia i fortaleza de Caupolican, de la pericia i denuedo de Lautaro, de la ligereza i osadía de Painenancu; pero ¿qué provecho real habríamos sacado de estos recuerdos halag üeños? ¿qué utilidad social reportaríamos de dirijir nuestra atencion a uno de los miembros separados de un gran cuerpo, cuyo análisis debe ser completo?" (Lastarria 1909: 30)

Aunque el pasado de los araucanos no le parecía el tema más provechoso para dirigir sus estudios en circunstancias en las que pretendía inventariar los males legados por la colonización, hacía sin embargo una valoración positiva del mismo reconociendo además que eran parte legítima de la sociedad chilena. Más aún, se refería con inocultable orgullo a la resistencia presentada por los araucanos a los españoles que, como creía más de un compatriota suyo, habría singularizado la historia chilena desde su mismo origen: "En Chile no existia el indíjena envilecido i pusilánime a quien bastaba engañar para vencer, mandar para esclavizar, sino un pueblo altanero i valiente, que léjos de correr a ocultarse en los bosques, esperaba a su enemigo en el campo abierto, porque se sonreia con la seguridad de vencerlo i de hacerle sentir todo el peso de su valor. Esta circunstancia tan notable influyó precisamente para diversificar la conquista de Chile de la del resto de la América" (Lastarria, 1909: 36).

En cuanto al modo a través del cual transmitió su influencia sostiene que la población indígena se había ido mestizando. Esta tesis la retoma al analizar las costumbres y los hábitos de los araucanos, señalando que éstos se encuentran en la población criolla, así como también los legados por la colonización española (Lastarria 1909: 84 y ss.). Pero no avanza mucho más en esa dirección, pues al igual que en el discurso de Gutiérrez en el Salón Literario, es la herencia española lo que verdaderamente le interesaba tratar; y es en función de ésta que hacía referencias a los araucanos.

La Memoria mereció una elogiosa reseña de Sarmiento quien, sin embargo, no quiso pasar por alto algunas afirmaciones sobre los araucanos. El sanjuanino entendía que la postura de Lastarria era un resabio ideológico de la etapa revolucionaria que, de mantenerse, obstaculizaría la construcción de una república moderna en la que esos pueblos no podían tener cabida alguna. Y para que no quedara duda alguna sobre cuál era su posición aseguró que se debía "(...) apartar de toda cuestión social americana a los salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia, y para nosotros Colocolo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes civilizados y nobles de que los revistiera Ercilla, no son más que unos indios asquerosos, a quienes habriamos hechos colgar y mandaríamos colgar ahora, si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa canalla" (Sarmiento, 1948: 219/20)

El poema de Ercilla no sólo había legado una valoración singular de los araucanos sino también los nombres de algunos caciques inmortalizados por sus hazañas y atributos. De ese modo, debían ser invocados incluso cuando se pretendía impugnar aquello que representaban. Nada más lejano a lo sucedido en el Plata, donde estas menciones resultaban innecesarias dado que, ante el unánime rechazo que provocaba el pasado indígena, el mismo podía ser cómodamente ignorado.

Estas diferencias se hicieron de nuevo presente al año siguiente con la publicación por parte de Vicente F. López de un manual de historia chilena. El texto fue aprobado por una comisión universitaria a pesar de que su autor no realizó algunas correcciones que le habían sido sugeridas, en especial en lo que hacía a la caracterización de las razas que habitaban el territorio chileno. Es que López había recurrido a la oposición que popularizaría Sarmiento según el cual existían en Chile dos tipos de población radicalmente exteriores entre sí: la de las ciudades y la de los campos desiertos; la civilizada y la bárbara. De hecho consideraba que se trataban de dos razas, si bien entendidas en términos étnicos al fundar sus particularidades también en aspectos socioculturales e históricos: los chilenos descendientes de los españoles y los indios que "(...) no son miembros de nuestra sociedad, no son nuestros compatriotas, porque no tienen nuestro idioma, ni nuestra religiion, ni nuestras leyes, ni nuestras inclinaciones, ni nuestra fisonomía en fin, asi es qe no entran a formar parte de nuestra nacion ni tienen lugar o empleo en nuestra sociedad" (López, 1845: 36). Incluso se atrevía a plantearles a sus pequeños lectores que los chilenos debían asumirse sin pudor como descendientes de los españoles que le habían quitado las tierras a los indios. En consecuencia, no podían formar parte de la historia chilena, protagonizada por los "españoles europeos" transformados por la diferenciación progresiva a lo largo de los siglos en "españoles chilenos" (López, 1845: 37/8).

Pocos meses más tarde, y recién llegado a Chile, Alberdi publicó Acción de la Europa en América, texto en el que dejó asentado los lineamientos de lo que sería su programa político. En medio de una fuerte polémica desatada por la intervención franco-inglesa en el Plata a la que desde el rosismo se le opuso un discurso americanista que alcanzó gran resonancia en el continente, Alberdi consideró necesario aclarar en qué consistía para él lo americano procurando deslindarlo de lo aborigen: "Los egoístas, esos ladrones del poder público, llamados tiranos, los verdaderos conquistadores, porque no es preciso venir de fuera para conquistar, finjen que Hernán Cortés y Pizarro están de vuelta: y tomando las vestiduras primitivas de Moctezuma y los Incas, invocan, en lengua española, a Chacabuco y Maipo, como si estos triunfos hubiesen sido obtenidos por pehuenches o indios salvajes!" (Alberdi 1953: 127).

Para Alberdi lo único que tenía algún viso de legitimidad en América era lo que habían hecho los europeos y sus descendientes, ya que los pueblos autóctonos no tenían entidad ni relevancia alguna para la civilización. Su reflexión permite apreciar la necesidad de ponderar a la vez el pasado indígena y el colonial a la hora de reflexionar sobre la identidad de los criollos. En ese sentido compartía con Andrés Bello la idea de que se había historiado más el mal que el bien legado por España, pues si bien reconocía que ésta se había llevado las riquezas de América se olvidaba "(...) que nos trajo el cristianismo, el derecho romano, la lengua española, las ciencias y las artes de la Europa; nos dio en fin, el mundo que habitamos. ¿Todo esto no vale más que el oro descubierto y por descubrirse? ¡Grande España! Nada te hemos dado en comparación con lo que mereces" (Alberdi, 1953: 123). Llamaba entonces a asumir lo que entendía era la verdadera línea genealógica de los criollos, a quienes consideraba los europeos en América que, para bien o para mal, lo habían sido a través de España. Por eso líneas antes aseguraba que "Somos, pues, europeos por la raza y por el espíritu, y nos preciamos de ello. No conozco caballero alguno que haga alarde de ser indio neto. En cuanto a mí, yo amo mucho el valor heroico de los americanos cuando los contemplo en el poema de Ercilla; pero a fe mía que al dar por esposa una hija o hermana mía, no daría de calabazas a un zapatero inglés, por el más ilustre de los príncipes de las monarquías habitadoras del otro lado del Bío-Bío" (Alberdi, 1953: 122).

De ese modo, y al igual que Sarmiento cuando planteaba irónicamente lo absurdo que era traer a colación caciques de nombres sonoros para inflamar el orgullo nacional, o de López cuando sostenía que los chilenos eran herederos de los conquistadores y no de los conquistados, Alberdi hacía evidente el carácter retórico que tenía para muchos la invocación a los araucanos como antepasados de los chilenos, cuestionando así el aporte que podían haber tenido en la conformación de su sociedad y de su identidad nacional.

El debate entre Mitre y Bilbao

Estas diferentes representaciones y valoraciones sobre los pueblos indígenas, su posible inclusión en la nación o, al menos, en su genealogía, y sus implicancias en la conformación de las identidades de las elites criollas, no tuvo el mismo desarrollo del otro lado de la Cordillera. Como ya señalé, en el Plata no se alzaron voces reivindicando a los pueblos indígenas, salvo casos puntuales y marginales como el del militar perteneciente al partido blanco uruguayo Pedro Bermúdez quien, en el marco de los conflictos con el partido colorado, escribió una obra de teatro encomiando a los charrúas cuya representación en 1858 fue objeto de numerosas críticas (Bermúdez, 1853; Wasserman, 2004: 137-144).

No parece casual entonces que la polémica más significativa sobre la cuestión indígena hubiera sido promovida por el publicista radical chileno Francisco Bilbao, quien buscó refugio en el Plata como consecuencia de los conflictos desatados en la década de 1850 tras el acceso a la presidencia de Manuel Montt. Bilbao se convirtió rápidamente en colaborador y director de diversos periódicos en Paraná y Buenos Aires como la Revista del Nuevo Mundo aparecida en esta ciudad durante 1857 y desde cuyas páginas insistió en la necesidad de unificar la nación argentina, paso necesario para su proyecto de confederación continental. Es por eso que se mostró crítico de Sarmiento y Mitre, quienes consideraban como un obstáculo insuperable para la unión la presencia de Urquiza al frente de la Confederación.

En el marco de esa contienda cualquier tema podía ser utilizado para sentar las diversas posiciones, como puede apreciarse en la discusión sobre un problema que por entonces había cobrado gran importancia a nivel internacional: los conflictos derivados de la expansión colonial. En una breve nota Bilbao denostó la intervención inglesa en la India tras un sangriento levantamiento de su población2. Esto le valió una dura respuesta de Mitre, quien reconocía que los ingleses habían actuado brutalmente, pero entendía que lo que estaba en juego era el avance de la civilización a cuya marcha sólo cabía adherir a pesar de sus sombras. Asimismo aprovechó la discusión para homologar la simpatía que podía despertar el levantamiento de los hindúes frente a los ingleses, con el apoyo que podía recibir Calfucurá -líder indígena local que había organizado una poderosa confederación- frente a "los defensores de la civilización y el cristianismo"3.

Bilbao entendía las cosas de otro modo pues consideraba que los indígenas debían formar parte de las repúblicas hispanoamericanas, tal como puede apreciarse en un texto titulado Los Araucanos que escribió en 1847 mientras estaba exiliado en Francia y en el que retomaba las ideas de Domeyko (Bilbao, 1866). Pero el publicista chileno no creía que ese destino debiera ser sólo para sus admirados araucanos, y su derrotero en el Plata y Perú le dieron la oportunidad de argumentar en ese sentido como puede apreciarse en un artículo publicado poco tiempo antes de su polémica con Mitre en el que criticaba a quienes predicaban el exterminio de los indígenas, proponiendo en cambio un proceso de colonización y de estrechamiento de vínculos a fin de permitir su incorporación progresiva y pacífica4.

Ahora bien, en su polémica con Mitre, Bilbao fue mucho más allá del hecho puntual en discusión. Por un lado, porque propuso otra lectura sobre el sentido que debía tener el proceso civilizatorio así como también una temprana interpretación de las nacionalidades en clave anticolonialista. Por el otro, porque le recordó a Mitre que los ciudadanos y los principales dirigentes de Bolivia, Perú y Colombia descendían de los indígenas que él despreciaba por bárbaros, preguntándole además si las menciones a los Incas en el Himno argentino y a Lautaro y Colo Colo en el chileno eran sólo retóricas. Bilbao argumentaba que no lo eran, ya que la independencia se había realizado para promover la solidaridad de razas que fundaría la nacionalidad americana. Finalmente, y para terminar de poner en claro sus diferencias, trazaba otra línea genealógica al sostener que los americanos no eran herederos de la conquista sino de la independencia que había acabado con ella5.

Más allá de la simpatía que puedan despertar estos argumentos, fue Mitre quien logró imponerse en el debate, entre otras razones por la existencia de un marco ideológico y político favorable a su posición (Navarro Floria, 2001). Es que el chileno no pudo hacerse cargo de las críticas que le había hecho Mitre al equiparar el levantamiento en la India con la defensa de Calfucurá, de quien además la prensa y la dirigencia porteña no se cansaba de señalar su connivencia con Urquiza. Una cosa era proponer la incorporación de los indígenas a la sociedad republicana, hecho que quizás podía llegar a ser motivo de debate, y otra reivindicar el accionar de quienes desafiaban a esa sociedad afectando la vida y los bienes de sus miembros.

Mitre publicó otros dos artículos que terminaron de volcar la discusión en su favor, aunque debe advertirse que Bilbao dejó de editar su revista por lo que no le pudo terminar de responder. En el primero insistió en su crítica añadiendo el horror que le causaba la disposición mostrada por el chileno de apoyar a Argelia si ésta luchara por independizarse. Entendía que esa independencia no podía ser más que la de la barbarie, la esclavitud y la tiranía, por lo que el principio de autonomía esgrimido por Bilbao era errado si no se tenía presente quién lo encarnaba. Alegaba además que si ahora apoyaba a los hindúes y en el futuro a los árabes, era natural que también lo hiciera con los indios de la pampa que asolaban las fronteras. Por último le hacía notar que, siguiendo su lógica, también debería apoyarse a los araucanos si éstos se sublevaban para reconquistar sus posesiones en manos chilenas. De ese modo concluía que es falso como principio que toda conquista deba desaparecer, advirtiendo además que cuando chocan dos civilizaciones está destinado a imponerse la más avanzada6.

Consideraciones finales

El trabajo tuvo como propósito examinar las diversas representaciones y valoraciones sobre los pueblos indígenas hechas por políticos y publicistas criollos a mediados del siglo XIX teniendo presente su incidencia en los procesos de construcción de identidades comunitarias en Chile y en el Río de la Plata. Así pudimos advertir que mientras que en el Río de la Plata existía un extendido consenso en considerarlos radicalmente exteriores a las comunidades políticas en formación, en Chile existían también posiciones favorables a su inclusión, si bien en general éstas tenían un carácter más simbólico que real. Ahora bien, fuera una u otra la posición asumida, en todos los casos quedaba afectada la definición de identidades comunitarias pues éstas, como todas las identidades sociales, no sólo se constituyen a partir de aquello que se considera como algo propio sino también a partir de aquello que se rechaza. De ahí que en general se planteara la necesidad de ponderar a la vez el legado indígena y el español, rechazando o incluyendo uno u otro ya sea en forma alternativa o simultánea. Así, por ejemplo, mientras que Lastarria reivindicaba a los araucanos en su crítica al dominio colonial español, Alberdi dejaba de lado sus prevenciones contra España cuando procuraba tomar distancia de las posiciones indigenistas que él rechazaba de plano y que resumió como nadie en las Bases al plantear que "El indígena no figura ni compone mundo en nuestra sociedad política y civil" (Alberdi, 1981: 82)

Para ponderar mejor las diversas posiciones tomé como objeto una serie de intervenciones polémicas en las que éstas cobraron forma precisa y que, al involucrar a escritores chilenos y rioplatenses, permitieron hacer más evidente sus diferencia. Claro que no se trataba meramente de discusiones en torno a principios o de la existencia de tradiciones que afectaban de diverso modo las representaciones sobre los pueblos indígenas. Muy por el contrario, éstas se dieron en el marco de conflictos en los que estaban en juego intereses bien precisos. Es por eso que en Chile la diversidad de posiciones tendió a desaparecer a principios de la década de 1860 como consecuencia de la expansión hacia la región de Arauco. Esto produjo una rápida homologación de los discursos dominantes a uno y otro lado de la Cordillera de los Andes que ponía de relieve las dificultades existentes para toda voz que de ahí en más quisiera reivindicar a los pueblos indígenas o a su cultura como componentes legítimos de las sociedades chilena y argentina o tan siquiera como un aporte en la constitución de sus identidades comunitarias. Asimismo, anticipaba la ocupación de su territorio así como también su sometimiento y exterminio que se llevarían a cabo pocos años más tarde amparados en discursos racistas que dominarían la escena pública durante décadas y que, apenas remozados, perduran aún hoy día.

Notas
1 Este trabajo se basa en la primera parte del capitulo sexto de mi Tesis Doctoral (Wasserman, 2004). Quiero agradecer los comentarios de mi Director, José C. Chiaramonte, así como también los de Julio Vezub, Nora Souto, Isabela Cosse y Gabriel di Meglio. En todas las citas se respetó la ortografía y los destacados de los originales.
1 Si bien la noción de indigenismo resulta anacrónica, así como también la de cuestión indígena, recurro a ella por no poder contar con otra que permita hacer referencia a discursos, prácticas o representaciones que valoren en forma positiva a los pueblos autóctonos.
2 "La Inglaterra y la India", Revista del Nuevo Mundo, 1857, pp. 319-320.
3 "Los ingleses en la India", Los Debates n° 136, 22/10/1857.
4 "La Frontera", en La Revista del Nuevo Mundo n° 10, 1857, pp. 257-262.
5 "La nacionalidad y la conquista" en La Revista del Nuevo Mundo n° 13,1857, pp. 340-344.
6 "Buenos Aires, La Confederación y la India" Los Debates n° 167, 4/12/57

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